Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei
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Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei

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Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei

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A lo largo de una extensa conversación con el periodista Cesare Cavalleri, Mons. Álvaro del Portillo plasma la extraordinaria personalidad de san Josemaría Escrivá de Balaguer, aportando nuevos datos, recuerdos y anécdotas.El testimonio de este testigo excepcional, que vivió durante cuarenta años junto al fundador del Opus Dei, muestra su trascendencia eclesial, su cercanía y sencillez en la vida cotidiana y, entre otras muchas cosas, su ejemplar empeño apostólico para extender la llamada universal a la santidad.

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Información

Año
2014
ISBN
9788432144295
Categoría
Religión
1. Hijo de la Iglesia
El decreto sobre la heroicidad de las virtudes vividas por Mons. Josemaría Escrivá, promulgado el 9 de abril de 1990 por Juan Pablo II, sitúa la figura del Fundador del Opus Dei en un preciso contexto eclesial: la llamada a la santidad de todos los bautizados que es, según Pablo VI, «el elemento más característico del Magisterio conciliar, y por así decir, su fin último». Mons. Escrivá, desde el 2 de octubre de 1928, dedicó todas sus energías a difundir esa vocación universal a la santidad, «en coincidencia profética con el Concilio Vaticano II».
Como es bien sabido, el amor a la Iglesia y la voluntad de servirla penetran todos los escritos, la predicación y la vida del Fundador. Me gustaría conocer detalles de cómo manifestaba personalmente, Mons. Escrivá, su profunda convicción de hijo de la Iglesia.
Conservo el recuerdo imborrable de su llegada a Roma. Era el 23 de junio de 1946. El Padre tenía 44 años. Yo estaba en Roma desde febrero de aquel año, porque el Fundador me había encomendado diversas gestiones para la aprobación pontificia de la Obra. Como las características propias del Opus Dei representaban una novedad absoluta en el Derecho canónico vigente, yo trabajaba en la medida de mis posibilidades, siguiendo las indicaciones precisas del Fundador. Pero me dijeron, entre otras muchas cosas, que no era posible aún obtener la aprobación del Opus Dei: habíamos nacido —esta fue la expresión literal— con un siglo de anticipación. Las dificultades eran tan grandes, aparentemente insuperables, que decidí escribir al Padre para manifestarle la necesidad de su presencia en Roma.
Aunque en aquel momento padecía una diabetes gravísima —hasta el punto de que el médico que entonces le atendía, el Dr. Rof Carballo, había declinado toda responsabilidad sobre su vida si emprendía aquel viaje—, el 21 de junio el Padre se embarcó en el viejo J. J. Sister, en Barcelona. Antes había pedido su parecer a los miembros del Consejo General del Opus Dei, y se había abandonado en manos de la Virgen de la Merced.
Después de una dura travesía, a causa de una tempestad absolutamente insólita en el Mediterráneo, la nave atracó en el puerto de Génova el 22 de junio, poco antes de la medianoche. Yo había ido a esperarle desde Roma junto con Salvador Canals, otro miembro del Opus Dei. Pasamos antes por un modesto hotel para reservar las habitaciones. Recuerdo que allí Salvador y yo cenamos muy frugalmente: estábamos en plena posguerra, y como postre nos sirvieron un trozo de parmesano. Yo no conocía este tipo de queso, lo probé y me pareció tan bueno que lo guardé para nuestro Fundador. No podía imaginar que sería su primer alimento después de cuarenta y ocho horas. El Padre me tomó siempre el pelo afectuosamente por aquello.
Al día siguiente celebró su primera misa en tierra italiana, en una iglesia muy dañada por los bombardeos. El viaje hasta Roma, en un pequeño coche alquilado, por aquellas carreteras destrozadas tras la guerra, fue interminable e incomodísimo. Pero el Padre rebosaba alegría, sin una queja: le emocionaba pensar que al fin iba a cumplirse una de sus más grandes aspiraciones: videre Petrum. Durante todo el recorrido rezó muchísimo por el Papa.
Llegamos a Roma al atardecer del 23 de junio. Cuando divisó por vez primera la cúpula de San Pedro desde la Via Aurelia, rezó muy conmovido un Credo. Habíamos subarrendado algunas habitaciones de un apartamento en el último piso de un edificio de la plaza de Cittá Leonina, n.° 9, que tenía una terraza desde la que se veía la Basílica de San Pedro y el Palacio pontificio. Al asomarse a esta terraza y contemplar las habitaciones que ocupaba el Vicario de Cristo, el Padre expresó su deseo de quedarse allí un rato, recogido en oración, mientras los demás, cansados de un viaje tan accidentado, se retiraban a descansar. Llevado por su amor al Papa, y emocionado por estar tan cerca de sus habitaciones, el Padre permaneció en la terraza toda la noche, rezando, sin dar importancia al cansancio del viaje ni a su falta de salud, ni a la tremenda sed que le producía su enfermedad, ni a los contratiempos del viaje en barco.
Este episodio puede dar una idea de la intensidad con que el Fundador amaba a la Iglesia y al Papa. Y, aún más, a pesar del gran deseo —ansia incluso— de acercarse a rezar ante la tumba de San Pedro, el Padre esperó varios días antes de entrar en el Templo de la Cristiandad; tan grande era su espíritu de mortificación.
A finales de aquel mes, exactamente el 30 de junio, el Padre pudo escribir a sus hijos del Consejo General del Opus Dei, que tenía entonces su sede en España: Tengo un autógrafo del Santo Padre para «el Fundador de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei». ¡Qué alegrón! Lo besé mil veces. Vivimos a la sombra de San Pedro, junto a la columnata.
El 31 de agosto pudo regresar a Madrid, con un documento de la Santa Sede llamado De alabanza de los fines, instrumento canónico que no se otorgaba desde hacía casi un siglo. Las dificultades comenzaban a superarse.
El 22 de octubre de 1946, Mons. Escrivá quiso volver a rezar ante la Virgen de la Merced; después, el 8 de noviembre, volvió desde Madrid definitivamente a Roma, ciudad que sería durante casi treinta años su residencia habitual, hasta el día en que Dios lo llamó a su Presencia.
Volvamos al tema. El beato Josemaría fue favorablemente acogido en la Curia Romana, especialmente por el entonces Sustituto de la Secretaría de Estado, Mons. Montini, pero no le faltaron dificultades por parte de algunos eclesiásticos. Algunas veces dijo que había perdido la inocencia al llegar a Roma...
Pero sus reacciones se caracterizaron por una profunda visión sobrenatural. Por ejemplo, comenzó a ir con frecuencia a la Plaza de San Pedro para rezar el Credo delante de la tumba del Príncipe de los Apóstoles. Utilizaba la fórmula castellana que su madre le había enseñado de pequeño, y cuando llegaba a las palabras: Creo en la Santa Iglesia Católica, añadía el adjetivo romana y, a continuación, un paréntesis: a pesar de los pesares. Una vez, estando yo delante, se lo confió a Mons. Tardini —no recuerdo si ya había sido nombrado Cardenal Secretario de Estado—, y el prelado le preguntó: «¿Qué quiere decir con esto de “a pesar de los pesares”?». El Padre respondió: A pesar de mis pecados y de los suyos. Lógicamente el Padre no quería ofender a Mons. Tardini. Si ningún hombre está exento de pecado, y el justo cae siete veces al día, nuestro Fundador subrayaba la necesidad de que los colaboradores del Papa fuesen muy santos y estuviesen llenos del Espíritu Santo, para que en toda la Iglesia hubiera más santidad.
No admitía ni justificaba la falsa humildad de algunos eclesiásticos, proclives a la «autocrítica» de la Iglesia: la Iglesia, repetía a menudo, no tiene manchas, porque es la Esposa de Cristo. Este meaculpismo, como solía llamarlo, le llenaba de dolor: no admitía que el reconocimiento de la debilidad de los hombres ofuscase la fe en la santidad objetiva de la Iglesia.
El Fundador conoció a tres Papas. ¿Cuáles fueron sus relaciones con el primero, Pío XII?
El Santo Padre Pío XII le recibió en audiencia muchas veces, y demostró su estima personal por la Obra concediendo las dos primeras aprobaciones pontificias: el Decretum Laudis de 1947, y la aprobación definitiva en 1950. Para mostrar su afecto, nuestro Fundador llegaba incluso a ofrecer al Papa regalos muy sencillos. Por ejemplo, una vez le llevó unas naranjas que había recibido de España (en aquella época no teníamos dinero ni para comer). Otra vez, como sabía que al Santo Padre le gustaba un determinado vino español, consiguió unas botellas y se las regaló.
Hay un episodio significativo de este afecto del Padre por el Sumo Pontífice. Durante una audiencia, en un determinado momento, quiso besar los pies de Pío XII. El Papa le dejó besar uno, pero no quiso que le besara el otro. Entonces el Padre insistió filialmente, expresando al Santo Padre que era aragonés y, como todos los aragoneses, tozudo.
Pío XII manifestó su aprecio por el Fundador del Opus Dei en muchas ocasiones. Al cardenal Gilroy y a su obispo auxiliar les confió: «Es un verdadero santo. Un hombre enviado por Dios para nuestros tiempos». El auxiliar, Mons. Thomas Muldeon, después de la muerte del Padre, consignó este recuerdo en un testimonio escrito.
En una entrevista periodística (Conversaciones, núm. 229), el Fundador recordó que, en cierta ocasión, animado por el carácter afable y paterno de Juan XXIII, le dijo: En nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad... Y el Papa se reía, emocionado, pues sabía que desde 1950 la Santa Sede había autorizado al Opus Dei para admitir como cooperadores a los no católicos e incluso a los no cristianos.
Sucedió en la primera audiencia que Juan XXIII concedió al Fundador, el 5 de marzo de 1960. El Santo Padre era muy afable y sencillo, lo que facilitaba a sus interlocutores confidencias fuera de todo protocolo. Además, en aquellas audiencias papales, también cuando debía tratar de asuntos importantes, no dejaba de contarle hechos que pudieran alegrarle. Recuerdo que pocos días después de su llegada a Roma le recibió Mons. Montini, entonces Sustituto de la Secretaría de Estado. Nuestro Fundador le habló extensamente de la Obra, y le contó algunas anécdotas apostólicas. Mons. Montini aseguró que en seguida se las referiría al Santo Padre: «Aquí llegan solamente penas y dolores, y el Papa se alegrará mucho cuando conozca tantas cosas buenas que están haciendo ustedes».
Al término de aquella primera audiencia, Juan XXIII le confió que las explicaciones del Padre sobre el espíritu de la Obra le habían abierto «insospechados horizontes de apostolado».
A la audiencia privada concedida por Juan XXIII el 27 de junio de 1962, le acompañó don Javier Echevarría. Fue una conversación a solas, entre el Papa y el Fundador del Opus Dei. Sé que hablaron largamente sobre el espíritu y la actividad de la Obra en el mundo, y que pocos días después, el 12 de julio de 1962, el Padre escribió una carta a todos sus hijos del mundo entero pidiéndoles que se unieran al agradecimiento que en justicia sentía hacia Juan XXIII, por haberle ofrecido una vez más el honor y la gloria de ver a Pedro. Debo añadir que nuestro Fundador me habló muchas veces, con gran admiración, de las virtudes sacerdotales del Papa Roncalli.
Durante la dolorosa enfermedad de Juan XXIII, Mons. Angelo Dell’Acqua contó al Padre —le manifestó siempre gran confianza— algunos detalles de cómo cuidaba al Papa. Por ejemplo, mientras estaba junto a la cabecera de su lecho, el Papa le tomaba la mano, y cuando hacía gesto de irse y le soltaba, exclamaba: «Angelino, no me dejes». El Padre se entristecía al pensar en la soledad en que se encontraba el Papa y daba las gracias de todo corazón a Mons. Dell’Acqua, que, con los más íntimos colaboradores de la casa pontificia, atendían con tanto cariño al Papa Juan XXIII durante sus últimos días.
Por detalles precedentes se intuye que la estima de Pablo VI al Opus Dei y a su Fundador eran anteriores a su elevación al Pontificado.
Basta recordar que, una vez obtenida la aprobación pontificia del Opus Dei, me pareció oportuno pedir a la Santa Sede, en calidad de Procurador General y en nombre del Consejo General de la Obra, el nombramiento de Prelado doméstico para nuestro Fundador. El ent...

Índice

  1. Portada
  2. Agradecimiento
  3. 1. Hijo de la Iglesia
  4. 2. Ciudadanos de las dos ciudades
  5. 3. Cómo era el Padre
  6. 4. Su formación
  7. 5. El Fundador
  8. 6. Familia y milicia
  9. 7. Medios y obstáculos
  10. 8. Rasgos de vida interior
  11. 9. El Pan y la Palabra
  12. 10. Devociones
  13. 11. Virtudes heroicas
  14. 12. Fama de santidad
  15. 13. El 26 de junio de 1975