EL DESATASCADOR DE LUNAS
A María Elena, la mujer que se hizo isla.
Hasta los dientes sudaban. Hacía tanto calor que el único remedio fue esperar, quieto, a la noche fresca. En una esquina del patio me aposté, en dirección a la ladera, dispuesto a no pensar, a evitar cualquier fricción en mi cuerpo y en mi alma, que también estaba acalorada. No crean que son reacciones de un tipo extraño. Mi postura era exactamente igual a la del resto de los parroquianos y hasta de algunos incrédulos, que de todo hay por este pueblo.
Como cada tarde de agosto, desde que el tiempo tiene memoria, cumplíamos con la obligada liturgia de ver salir la Luna. Hoy, además, doblemente ansiosos, porque tocaba Luna blanca y llena. Un espectáculo que nadie estaba dispuesto a perderse, ni siquiera Juanillo, el hijo mayor de tía Constanza, que andaba de gira por el sur, animando las fiestas con su voz y su órgano, desde hacía tres años, justo en el momento en que decidió abandonar la fontanería por el maravilloso mundo del espectáculo. Only John, que así se hacía llamar, también estuvo esa tarde con nosotros.
Igual que los diecisiete hijos de tía Candelaria, que no procreó mujeres porque toda su descendencia fue concebida en Luna Nueva. O las tres hijas de Martina, la esposa de tío Lucrecio, que para demostrar el influjo de la Luna en la determinación de la sexos, esperó durante años a que Martina comprendiera que la atracción de sus fluidos se acrecentaba con la Luna Llena y que, en esos momentos él estaba en disposición sólo de engendrar mujeres.
La barbería de tío Lucrecio era el centro de los debates lunares. Desde allí divulgó su teoría, que con los años se convirtió en irrefutable y es por ello que en el pueblo se produjo un perfecto equilibrio sexual. Quien quería varones debía aprovechar la completa ausencia de luz solar reflejada en la Luna para entregarse al amor. Quien quería mujeres sólo podría tenerlas con la Luna Llena. En los cuartos, a nadie le gustaba correr riesgos, pues por mucho que había investigado tío Lucrecio, jamás pudo dar una respuesta a qué pasaría si una mujer quedase embarazada en los momentos en que la Luna crece o mengua. En vista de esto y por meras normas de seguridad, en el pueblo las mujeres en período fértil sólo hacían el amor, oficialmente, tres veces al mes.
Todos y todas estaban pendientes del comienzo de cada fase lunar. Cuando la Luna se hallaba en conjunción con el Sol y ésta se tornaba invisible, las mujeres y los hombres que deseaban hijos se recogían pronto en sus casas y las cerraban herméticamente, para conseguir la máxima oscuridad. Esto permitía, además, reconocer los hogares donde se estaban creando varones y, en consecuencia, llevar un registro exhaustivo de la cantidad de niños que al final de los próximos nueve meses tendrían que acercarse a la pila bautismal. Las siguientes semanas, en que la Luna hacía crecer su luminosidad, las parejas permanecían a vista de público y aquellas que fuesen sorprendidas en ademán de incontinencia sexual, recibían una dura reprimenda de la comunidad.
La vigilancia, sin llegar a ser severa, trataba de impedir, en esos días, que se produjera el acto que había hecho posible la perpetuidad de la especie. Un grupo de vecinos, que se rotaba en los tiempos en que la Luna no era completamente negra o completamente blanca, tenía el privilegio de entrar en cualquier casa del pueblo y comprobar que no se estaba produciendo roce carnal de ningún tipo. Aun así, los amantes conseguían recuperar la custodia de sus deseos, inventando todo tipo de estratagemas. La más usual, el soborno. Se pagaba a los vigilantes una pequeña tarifa, que ya todo el mundo conocía y, con las debidas precauciones para no quedarse en cinta, las mujeres y los hombres se perdían en las hermosas manos de Afrodita. Como todos pagaban y cobraban ese impuesto invisible, el dinero recorría cada una de las carteras de los vecinos, en un ciclo cerrado e inmortal. Nadie se atrevía a revelar el pago o el cobro por cerrar los ojos ante algo prohibido por la dirección del pueblo. Era el secreto mejor guardado. Todos conocían lo que pasaba, pero nadie jamás habló de ello.
Había que esperar a la Luna Llena y sólo entonces, aquellos que deseasen tener hembras, sin tener que esconderse o pagar, debían entrar en sus habitaciones, dejando puertas y ventanas abiertas con objeto de verse beneficiados por la dulce luz de la noche. Dos semanas de espera, en que se producía el menguante lunar, y parte del pueblo volvía a bullir con el fin de la clandestinidad y la llegada de la Nueva, como se la conocía desde los tiempos del bisabuelo de tío Lucrecio, don Armando, que fue quien puso los nombres de las lunas.
Don Armando, también barbero y hombre sabio, entregó su vida al estudio del único satélite natural conocido de la Tierra. Para ello fabricó un complejo telescopio a partir de grandes lentes importadas directamente de las fábricas londinenses. Observó a la Luna todas las noches y reconoció el ciclo que determina sus fases, a través de cientos de dibujos y complejos teoremas que partían de las mágicas hipótesis que, hacía mil años, habían lanzado sus antepasados, también habitantes del pueblo. Él llamó a la Luna blanca Llena y a la negra Nueva, porque cada vez que ella llegaba significaba la renovación del ciclo. Entre las dos estableció y dio nombre, después de profundas investigaciones lingüísticas, a otro par de momentos de este movimiento periódico. Cuando la Luna se iluminaba un cuarto, camino de la Llena, la llamó Creciente y cuando se producía el efecto contrario, cuando ya la Llena se despedía, haciéndose cada vez más pequeñita, la llamó Menguante. Un sábado de mayo expuso a los contertulios de la barbería el resultado de tantos años de trabajo. A partir de entonces la observación de este cuerpo del sistema solar fue mucho más llevadera. Ahora las lunas tenían nombres.
Su descubrimiento significó un salto adelante en el conocimiento de la ciencia lunar, hasta el punto de convenir, la dirección del municipio, en poner su nombre a la calle central del pueblo, que después de su muerte pasó a denominarse «Calle de don Armando Frías, barbero y lunático», que entre nosotros esta acepción no era sinónima de loco, sino de sabio y profundo conocedor del disco que había condicionado la historia toda de Longomontano.
Una afición, la de mirar y descubrir cosas nuevas de la Luna, que era generalizada a todos los vecinos y que aportó notables descubrimientos a la ciencia astrológica, que poco a poco fueron recogiendo Luisa y Leoncio, en la bodega que regentaban desde hacía no se sabe cuánto tiempo y que habían heredado de su padre, quien nunca logró acordarse, tampoco, de si era en vida de su abuelo o incluso más atrás, cuando se abrió aquel negocio. En todo caso, era algo que poco importaba al vecindario. Lo fundamental de aquel establecimiento era que, acabado el horario de atención al público de la barbería, quien quisiera seguir hablando de la Luna y exponiendo sus conocimientos y hallazgos, podía recalar en la bodega, que extendía su horario hasta medianoche.
Luisa y Leoncio, aparte de garantizar la presencia del mejor vino de la comarca en sus barricas, estuvieron siempre pendientes de anotar todo lo que se decía detrás de la barra entre las siete y las doce de la noche. Fue por eso que la dirección popular les encargó la redacción de un boletín mensual en el que se les daría noticia a los habitantes y forasteros que en aquellos momentos estuvieran en Longomontano, de todas las innovaciones que se producían en los estudios sobre el satélite rey. Tenía una sección de breves, otra de debates y una tercera de publicación de nuevas teorías. Los gastos de imprenta corrían a cargo de la hacienda municipal.
Fue en el «Boletín Lunar» donde el tío Arcadio publicó sus revelaciones sobre los mares de la Luna. El tío Arcadio fue marino mercante y conoció mucho mundo. Surcó todas las aguas del Planeta y tenía un conocimiento exacto del funcionamiento de las mareas y de las olas. Sabía por qué se generaban y el ritmo a que se movían. Sus aficiones eran el movimiento de los océanos y, como todo longomontanés que se preciara, la Luna. En las largas travesías, lejos de toda fuente de contaminación lumínica, observaba al satélite, esperando encontrar los mares de los que hablaban los antiguos. Se dejó la vista en aquella empresa, pero nunca descubrió nada. Tuvo que esperar a su retiro, ya ciego, para alcanzar a ver lo que tanto había buscado. En cuatro sueños, coincidentes con la Llena, la Cuarta Menguante, la Nueva, y la Cuarta Creciente, que tuvo en un frío febrero, se le aparecieron en su mente cuatro de los mares de la Luna. Al primero lo llamó Mar de las Crisis, porque se reveló tras un día agitado, en el que cuatro miembros de la dirección habían abandonado sus cargos. Al siguiente, al de la Cuarta Menguante, lo bautizó como el Mar de la Tranquilidad, porque no había olas ni mareas, un fenómeno que despertó su curiosidad y que no lo dejó pensar en otra cosa hasta tener el tercer sueño. Un nuevo mar, rodeado de cuatro montañas y también sin movimiento, se le apareció con la Nueva. Esto le provocó un cabreo descomunal pues para él, después de cuarenta años limpiando cubiertas, era imposible, por muy claro que estuviera el sueño, que tanta agua junta no se moviera. A éste, pues, no le quedó más remedio que llamarlo el Mar de la Serenidad. Y al cuarto, que coincidió con el nacimiento, cuatro días antes, de su primer nieto, optó por llamarlo el Mar de la Fecundidad.
Nadie dudó de la veracidad con que tío Arcadio hablaba de sus sueños. A partir de ellos elaboró una exacta teoría que nos ayudó a comprender el fenómeno de la lluvia. Sus observaciones de la superficie de la Luna, combinada con sus ensoñaciones, le llevaron a definir el sitio exacto dónde se encontraban los mares. Esto, correctamente coordinado con los conocimientos que ya se tenían de los movimientos periódicos de la Luna, permitió saber el momento en que el agua caería del cielo, proveniente del derrame de los mares. Eso significó que las cosechas estuvieron siempre aseguradas en el pueblo. Y significó, también, la fama para tío Arcadio, que publicó sus teorías en cuatro números consecutivos del Boletín.
Este diario se leía todas las noches, después de la cena, en la cocina de mi casa paterna. Todos permanecíamos atentos mientras el viejo, en voz alta, nos iba descubriendo los nuevos acontecimientos. Finalizada la lectura, a la cama, después de decirle hasta mañana a la Luna. Nos poníamos calentitos, cerrábamos los ojos y empezaba a sonar, llena de magia, la voz dulce de nuestra madre.
Era para iniciar alguno de los cuentos que hablaban de cuando la Luna y Venus se hicieron amigas y bajaron a la Tierra y se dieron vueltas por muchos países lejanos y conocieron a dos príncipes y se los llevaron al cielo y qué pena que los príncipes sean tan pequeñitos que no podamos verlos; o de cuando la Luna casi se muere por un empacho de nubes, de todas las que se comió la muy bruta, y de cómo los vecinos del pueblo inventaron un avión grande y mandaron a don Ricardo, el médico, para que la curara; o de la primera vez que se vio la Luna Nueva, que como era negra, igual que el cielo de la noche, todos se preocuparon mucho porque creían que se había perdido y organizaron una expedición con linternas para rastrear el cielo y así fue que nuestro primo Marito la encontró detrás de una montaña y de cómo decía el primo que le había dicho la Luna que total, que como no alumbraba y no servía para mucho, pues que se había quedado allí para resguardarse de los vientos fríos y de cómo Marito la animó y le explicó que, para nosotros, era importante que estuviera allí, aunque no se viera.
Cuentos lindos que nos ayudaban a dormir y a soñar con esa Luna que nos pertenece.
Así es la historia de Longomontano. Y tan así es que, en el ahora que es ahora mismo, estábamos todos mirando a la ladera, acompañados de vino fresco, ...