Rocanegras
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Rocanegras

  1. 80 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Rocanegras

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Información del libro

Rocanegras, de Fedosy Santaella, rescata a un personaje mínimo de la historia nacional, y lo recrea de manera tal que lo vuelve entrañable en sus delirios de grandeza pero también en su fascinante oscuridad. Los secretos del pasado, el amor, la mentira, la muerte y la ambición de los poderes políticos y económicos se volverán contra él y buscarán sacarlo del juego.

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Información

Editorial
AB Ediciones
Año
2018
ISBN
9788417014490
Edición
1
Categoría
Literatura

VII

Lorena Saldivia poseía una belleza de burdel, ruda y salvaje. Piel blanca como espuma marina, pómulos altos de mujer mogola, ojos rasgados y depredadores, boca pulposa, siempre provocadora, siempre caníbal, y un cabello negro como noche de selva, largo y sinuoso como enredadera sensual. Su cuerpo torneado y carnoso inquietaba, despertaba atavismos, hacía recordar el nacimiento y la muerte, la fosa y el cielo, el bien y el mal.
Rocanegras la vio por primera vez una noche sobre las tablas del teatro Olimpia y, al cabo de los días, de tanto ir a verla, descubrió que se había enamorado de ella.
En ese juego de vida y muerte donde buscaba la perfección, el misticismo y la pureza de un niño crecido, había prefigurado una delicada damisela, una princesa quizás. Ahora, lleno de horror, se daba cuenta de que se había enamorado de aquella presencia poderosa, terrena y carnal, de aquella bailarina colombiana que sacudía la sugestiva cintura al ritmo de los bambucos neogranadinos.
Lorena Saldivia opacaba a las estrellas de la compañía, Marina y Esperanza Uguetti, que más de una vez intentaron sacarla del escenario. Pero la persistencia, el don de negociación y quizás el interés personal de Manolo Puértolas, dueño de la empresa, habían impedido que la discutida bailarina se viera sin trabajo. A cambio de su estadía, Puértolas había accedido a que Lorena fuese ubicada siempre en el rincón más oscuro y apartado del escenario. Sin embargo, aún allí, Lorena era un imán para los ojos.
Cierta noche, después de la función, el duque se acercó a conocerla en el foyer del teatro. El actor Roberto Uguetti, siempre jocoso y verborreico, hizo las presentaciones, acotando que no sin razón sus hermanas se morían de celos ante la preciosa Lorena, al tiempo que miraba con sonrisa de hiena hacia donde se encontraban las dos divas, que a su vez le clavaban miradas de medusas enfurecidas a la fascinante mujer. Para el duque, aquella actitud estaba clara: las mujeres en general desconfiaban de seres como Lorena Saldivia. Independiente y confiada, sus ingresos como bailarina y, decían por allí, una que otra ayuda extra, le permitían mantener una casa que había alquilado desde su llegada hacía tres años. En ella vivía sola, aunque no era una mujer solitaria ni dada al encierro. Por las mañanas solía estar en las calles, en especial por las lujosas tiendas de Las Gradillas y esquinas aledañas. Muy poco asistía a la plaza Bolívar, pero sí daba largos paseos por El Calvario y el Paraíso. Siempre se le veía en compañía de otra bailarina, o de algún poeta enamorado. Sin embargo, nadie había visto entrar a ningún hombre a su casa. Ni siquiera Manolo Puértolas, su jefe, había logrado entrar. Algunas vecinas comentaban que habían visto uno que otro automóvil lujoso estacionado frente a su casa. Y es que a Lorena se le atribuían amantes de altas esferas: políticos prominentes, policías destacados, comerciantes adinerados. Nadie podía asegurarlo.
Todo esto hacía de la tiple granadina un misterio galante que todos censuraban, pero del que se sentían orgullosos. Personajes como ella y él, pintoresco duque, configuraban la ilusión de modernidad en una ciudad que se había detenido en el tiempo, que seguía siendo más o menos igual a la Caracas que Guzmán Blanco intentó convertir en una París tropical, ahora olvidada por voluntad de un gobernante que se había ido a vivir a otra parte, a una ciudad má campesina, más a su gusto.
A pesar de que ambos eran los ineludibles polos de atención, Rocanegras sintió una incomodísima sensación de inferioridad ante Lorena Saldivia. Fue como encontrarse frente a una entidad perfecta, como ante una presencia maléfica y arbitrariamente celestial.
Le tomó unos minutos poner a tono su lengua y lograr que ésta se acoplara al fluir de sus pensamientos. Sin embargo, no logró que tal coordinación fuese idónea, y se encontró ofreciéndose a llevarla en el Panhard y Levassor que fue de doña Zoila de Castro, y del que ahora era el flamante dueño. Esto último lo dijo, como siempre, tratando de impresionar. Lorena guardó silencio por unos segundos, hizo un repentino movimiento de cabeza y cuello, como de animal de caza dispuesto a atacar, y lo miró de frente. Respondió que la daba igual un automóvil que la tracción de sangre; que incluso podían ir caminando, que a ella lo que le importaba era la presencia de un caballero a su lado. El duque no habló más. Otras personas se acercaron y, al cabo de unos minutos, se vieron lejos uno del otro, separados por la multitud. Ella, no obstante, lo miraba insistente, retadora.
Al final de la velada, la vio partir con Roberto Uguetti y otros caballeros. Se dirigían quizás a un club, a un restaurante o bar de moda.
La noche siguiente, Rocanegras se despidió temprano del teatro, con el fin de aguardar, furtivo, ansioso, la salida de la bailarina. Allí, al resguardo de la penumbra, vio cómo Manolo Puértolas la llevaba del brazo, rebosante de alegría en su rostro de cadáver enjuto.
Los vio subir a un lujoso landaux de ocasión, y no pudo resistirse a seguirlos. De esquina en esquina, de sombra en sombra, el duque fue tras el carruaje hasta su destino final: una pequeña, pero antigua casa de portón y alero.
La perturbadora bailarina y el empresario bajaron a la acera. Ansioso pero delicado como una araña, el empresario movió su flaco cuerpo hacia la bailarina e insinuó un lance sobre sus labios; pero ella lo rechazó con amable firmeza. El empresario sonrió y dio alguna excusa innecesaria, se despidió con un beso de mano y volvió al carruaje. La mujer abrió el portón y entró. El landaux empezó andar, se alejó y la mujer volvió a salir a la calle. Allí se quedó viendo cómo el landaux se hundía en la noche. Entonces miró hacia el sitio donde se encontraba el duque.
–Ya puede salir, Su Alteza –dijo Lorena Saldivia.
Con insólita pesadez, Rocanegras se dejó ver. Pensó que se sentía como un párvulo descubierto en su travesura, y eso le gustó porque al fin y al cabo su anhelo era ser como un niño, y aquella poderosa mujer lo hacía sentir así.
–Mañana en la noche usted podrá acompañarme a casa –le dijo ella. Entonces dio media vuelta y entró.
Aunque ya para aquel momento el duque estaba profundamente enamorado, se cuidó de mantener la discreción. No quería ser visto con Lorena. Él necesitaba mantener una reputación. Su vida siempre había sido un ocultamiento tras otro, y tenía un pasado susceptible de salir a flote si alguien fijaba la atención sobre ciertos aspectos de su historia personal, como por ejemplo, sus amores con una bailarina exótica, amores sospechosamente disímiles con sus finos gustos de místico aristócrata.
Antes de la función, tras un breve saludo en el foyer del teatro, el duque, más seguro de sí mismo, le hizo saber que tenía algo preparado para esa noche. Ella parecía encantada con el misterio del juego.
Ya culminado el espectáculo, y de vuelta al vestíbulo, Rocanegras se entretuvo con los concurrentes más importantes, con aquellos que podían notar y hacer notar su ausencia o su apresuramiento si no les prestaba suficiente atención.
Al cabo de media hora, le había dedicado a cada grupo un parsimonioso ceremonial de despedida que a todos dejó encantados. Luego se retiró, dejando la impresión de que había dedicado a los presentes un tiempo precioso. Lorena Saldivia lo vio partir, y contó quince minutos más para ella también despedirse.
Afuera, del otro lado de la calle, un mendigo harapiento se le acercó. Ella no mostró señal de espanto o de sorpresa.
–El duque le pide que me siga, señorita –masculló el mendigo con voz ebria.
Lorena Saldivia lo escrutó por unos instantes. No tenía miedo, tan sólo estaba midiendo el momento, tratando de comprender.
Le hizo señas al mendigo para que marcara la ruta, y el hombre comenzó a trastabillar el camino. Dobló en una esquina, y la mujer lo siguió por una calle oscura. Al final de la calle, saliendo a otra esquina, el mendigo se detuvo junto a un automóvil de lujo. Un zambito con cara de bulldog le salió al paso y le abrió la puerta.
–El famoso Panhard de doña Zoila –dijo Lorena.
–Y ahora más famoso, porque le pertenece al duque de Rocanegras –le confió el mendigo mientras se quitaba la barba y el destartalado sombrero.
–Con razón olía tan bien el harapiento –dijo la mujer mientras se subía al auto.
–En otros momentos sí he incorporado hedores al disfraz. Hoy no podía hacerlo, tenía una cita con usted –respondió el hombre mientras Petipuá le ayudaba a quitarse los trapos aparentemente inmundos. Quedaron al descubierto elegantes atuendos. Petipuá le alcanzó el paltó levita, el sombrero de copa y el bastón. En un abrir y cerrar de ojos el mendigo se había transformado en el duque de Rocanegras.
–¿A dónde vamos? –preguntó ella encantada.
–Si no le molesta, quisiera dar un paseo por el Paraíso, ver el paisaje a su lado, y luego llevarla a mi casa. Quisiera ofrecerle un excelente vino y una exquisita cena.
–No me molesta, todo lo contrario.
–¡Pues no se diga más!
Ahora, luego de la inesperada aparición de Lorena, y al contrario de aquella primera vez, entraban a la casa con paso furtivo. La mujer iba adelante, nerviosa, apresurada, y el duque la escoltaba.
Atravesaron el zaguán. En la segunda puerta, Rocanegras hizo pasar a Lorena y se detuvo, mirando hacia la calle, tratando de adivinar algún extraño movimiento. Cuando se dio por satisfecho, entró.
En la sala, esperaban Lorena y Petipuá, hablando en silencio y con cierta animación confortante.
–Viste a quien te traje de vuelta –dijo el duque.
–¡Sí, mi mademoiselle Lorrain! –exclamó el zambo, al tiempo que abrazaba a la mujer con gran afecto.
Rocanegras esperó a que terminara el abrazo, y no dio tiempo para más palabras. Ordenó a Petipuá preparar un servicio de chocolate caliente, y el negrito corrió a la cocina.
El duque y Lorena Saldivia se sentaron en una otomana. Ella lo abrazó y comenzó a llorar sobre sus hombros. Su llanto era un deslastre digno y callado, ajeno al teatro barato y de mal gusto.
Así estuvieron hasta que Petipuá hizo entrada en la sala y sirvió los chocolates sin pronunciar palabra. Lorena se separó del duque y recibió la taza de manos del sirviente. Ya sin lágrimas, serena pero agotada, la mujer sorbió lentamente.
Rocanegras dejó que el tiempo se detuviera, que el silencio se metiera entre los dos, cómodo, mullido como un gato persa. Tras una eternidad beatífica, la mujer dejó la taza sobre la mesa. Esperó a que el duque hiciera lo mismo, y entonces habló:
–Vito, ¿todavía te disfrazas, todavía das esas rondas nocturnas?
–Ya no tanto. Lo hacía cuando llegué, para cuidarme, para cerciorarme de que no me habían seguido. Ahora estoy más tranquilo. Ya no temo que él aparezca, ya no…
El duque calló. En su mente estallaron mil luces rojas. Fue como aparecer desnudo en el medio de una multitud. Había olvidado que existía una persona que conocía todos sus secretos, toda su vida.
–Me alegro por ti, mi duquecito –musitó tristemente Lorena Saldivia–, me alegró por ti. Sólo que ahora necesito tu ayuda, necesito que te vuelvas a disfrazar, que salgas a la calle, a esos sitios... Necesito saber algo.
–Lorena, yo no puedo, cada vez soy más este personaje…
–Vito, por favor –interrumpió la mujer–, dentro de ti aún vive el depredador. Lo noté hace algunos momentos, cuando te detuviste en la oscuridad, cuando giraste a mi alrededor para cazar al enemigo. Sino me hubieras reconocido, habría quedado allí, tirada en medio de la calle, muerta.
Rocanegras apartó la mirada de aquel rostro terriblemente sensual y severo. El verdadero cazador era ella. Sí, ella que sabía dónde clavar las garras, donde morder con fuerza; ella que sabía donde estaban las arterias, donde la piel suave y la carne débil, donde la flaqueza del espíritu, donde el escondrijo de los temores del alma. El único depredador allí presente era ella; la bestia poderosa y letal, Lorena Saldivia, la mujer a la que le había contado todo durante esas largas noches sin sexo, caballerescas e idílicas. Porque él, obsesionado con la romántica idea de poseer primero su alma, no había querido tener su cuerpo.
Su plan original había sido conocerla por completo, escuchar sus historias, abrir todos sus libros. Pero ella no se descubrió y, en cambio, lo sumió él en un sopor sensual, hipnótico, de lujoso salón para fumadores de opio, donde él, drogado de belleza viciosa, le contó toda su vida.
Vito Modesto le habló del niño humilde que nació en La Guaira, de sus cansancios nocturnos luego de las largas jornadas como caletero en los muelles, de sus años de tahúr en “El Gato Negro”, del hombre violento que descubrió sus trucos y terminó muerto entre sus manos ante su mirada estupefacta...

Índice

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  2. II
  3. III
  4. IV
  5. V
  6. VI
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  8. VIII
  9. IX
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  11. XI
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  28. Créditos