Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas
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Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas

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Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas

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¿Qué tienen en común el neurólogo Oliver Sacks, los problemas de la traducción, el escritor centroeuropeo Joseph Roth, la lectura en los transportes públicos, el poeta chileno Raúl Zurita, la cienciaficción hispánica, la estación de Retiro y Diego Armando Maradona? Que han sido analizados por Marcelo Cohen. Además de ser uno de los grandes autores de ficción y traductores iberoamericanos, Cohen es un extraordinario narrador y pensador de lo real. Durante cuarenta años ha escrito crónicas que ensayan y ensayos que narran, ejercicios de una inteligencia que no deja de preguntarse por los hechos y sus representaciones, por la música de la literatura y su eco en las cosas de este raro mundo nuestro.Barcelona y Buenos Aires son las ciudades que interpreta en algunos de los textos aquí reunidos. En otros reflexiona sobre escritores, libros, mercados y plazas; sobre el cambio climático y las ciencias del cerebro; sobre el caos y los argumentos: nada humano le es ajeno. Cuestiones tan diversas convergen en un único hilo mental: el de una conciencia que lo lee todo, textos y espacios, con la misma atención respetuosa y extrema. El resultado es un libro delicioso que invita a la reflexión y a la sorpresa. El cambio del siglo XX al siglo XXI desde la mirada —en ambas orillas del Atlántico— de uno de sus mejores observadores.

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2017
ISBN
9788416665822
Edición
1
Categoría
Literatura
ENSAYOS QUE NARRAN
EL SONIDO DE LAS COSAS:
NOTAS SOBRE LITERATURA
Ahí están las cosas, acumulándose pese a todo, ni al acecho ni a la espera porque, como se sabe, esperar o acechar son actitudes nuestras. No llegamos a las cosas. Aun cuando las tocamos siempre se entrometen las palabras. Las cosas son lo otro del humano y lo mismo; recuerdan o delatan, callan, se resignan. Son utilidad y redundancia, opacidad y poder, deseo y repulsión, desintegración y permanencia: son lo que somos y lo que seremos. Este tema absorbió mucho al pensamiento del siglo XX. Hoy no es tan así. Por eso emociona ver cómo se afanó la literatura por ofrecer el lenguaje a las cosas (por poner la poesía sobre el uso y la neurosis), como condición de una política de la vida no gestionada por la instrumentalidad. Tomemos unos pocos hitos:
En 1907, después de un período de crisis, Rilke publicó los Nuevos poemas. Se había propuesto hacer poemas-cosas; pero «no cosas plásticas, escritas, sino realidades como las que surgen del trabajo manual». Eran cuadros anímicos compuestos con una conciencia de hermandad con lo distinto de él, sin suspiros ni gritos intempestivos. «Cada vez me serán más familiares las cosas, / y las imágenes cada vez más contempladas.» En 1912, desde el castillo de Duino, escribió: «He experimentado que las manzanas, apenas comidas, y a veces durante la comida, se transforman en espíritu». Era la época del desasosiego por la limitación del mundo a un lenguaje caído en palabrerío. Se acercaba el paroxismo de la técnica industrial en la maquinaria de destrucción. Rilke abjuraba de la palabra que no fuera «susceptible de disolverse en la boca».
En 1920 Virginia Woolf publicó el cuento «Objetos sólidos». John y Charles, dos jóvenes con promisorios futuros parlamentarios, caminan por una playa. John, que no está muy conforme con los negocios políticos, hunde la mano en la arena y encuentra un pedazo de vidrio tan pulido que parece una gema: «Lo intrigaba: era tan duro, tan concentrado, tan nítido comparado con la vaguedad de la costa brumosa». No tiene idea de qué es eso, qué fue antes. Atónito y fascinado, empieza a recorrer vías de tren, baldíos y casas abandonadas en busca de «cualquier cosa más o menos redonda, quizá con una llama muy adentro», y acumula tantas que le sobran hasta como pisapapeles. Desde que el hallazgo de un añico de porcelana con forma de estrella lo desvía de un mitin electoral, la carrera política de John se desvanece. Pero él no se frustra en absoluto; lo que le importa es la críptica expansión del mundo que está experimentando. Esta historia inolvidable había surgido de una aspiración programática de Woolf: que los relatos pudiesen ser como pedazos de vidrio que, afectados por una larga erosión y enterrados, bloquearan los juicios de valor y modificasen el alma del que los descubriera en otro contexto.
En 1934 William Carlos Williams, habiéndose desviado ya del mandato poético de Ezra Pound (tratar el tema de la manera más directa, usar las palabras imprescindibles y acordes, verso con valor musical pero no machaconamente regular) hacia una indagación del mundo social y natural humano centrada en detalles, escribió el poema «Entre muros»: «En las alas del fondo / del / / hospital donde / nada // crece hay / cenizas // entre las cuales brillan // pedazos de una botella /verde». En el objetivismo de Williams, un poema era una suerte de ícono austero que debía aunar la cosa, la mirada veraz y el sentimiento.
En 1937 Paul Valéry tomó un caracol marino y, después de un libérrimo ejercicio de observación analítica («El hombre y el caracol»), de describir la espiral de la concha, la justa asimetría de las dos hélices, la iridiscencia y el parentesco con la flor y el cristal, después de recurrir a la teoría de la evolución y la morfología y conceder que el hombre podría fabricar algo así, se rindió elegantemente: la solución religiosa no era más satisfactoria que la cientificista; sin caer en el mito ni la ilusión no se podía explicar no solo quién había hecho eso (salvo la «naturaleza viva») sino por qué. «En nuestra mente este cuerpo calcáreo, pequeño, hueco y espiralado concita muchos pensamientos, ninguno de los cuales concluye.» Pero mirarlo bien le había servido para esclarecer qué era él mismo, qué sabía y qué no («solo sé lo que sé hacer»), y entendió que, si la necesidad del caracol había impulsado un desarrollo en su casa, así procedía la obra humana de arte: de la idea o el plan a la realización, con el azar de por medio.
En 1942 Francis Ponge publicó De parte de las cosas, varias decenas de prosas poéticas sobre temas que van desde la espuma o el cenicero hasta el camarón, la madre joven, el pan o el guijarro. Como tantos franceses de su generación, Ponge (que estaba en la Resistencia) se había hartado, no solo de la culminación del capitalismo en la guerra y el nazismo, sino de la literatura sectaria que servía de contracara a la vulgaridad del lenguaje depredador. Ni lírico exaltado ni positivista, se propuso hacer poesía desde un materialismo afectuoso y un espíritu vindicativo; hacer de cuenta que podía entregar su lenguaje a las cosas y coincidir con ellas en una «rabia de la expresión». Ponge pensaba, primero, que hablar no priva al hombre de ser una cosa más; segundo, que tenía que atender a todo lo que una cosa suscitaba en él. Todo: todas las jergas y discursos científicos, mitológicos, jurídicos, lo que fuera arrancados a sus usuarios y aglutinados en una enunciación flexible, suspicaz consigo misma, confiada en que en la indiscriminación había una chance de comprender, de que el mundo dejase de ser un telón de fondo. Ponge deshumanizó las palabras, hurgando en su espesor semántico, y deshumanizó las cosas prescindiendo del servicio que podían prestar. Acotó el proyecto a crear «objetos literarios que interesasen a las generaciones», algo «del orden de la definición-descripción-obra de arte literaria». Así por ejemplo «El agua»: «Por debajo de mí, siempre por debajo de mí se encuentra el agua. Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo… Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: la pesadez; y para satisfacer este vicio dispone de medios excepcionales: esquiva, atraviesa, erosiona, filtra… Se hunde sin cesar, a cada instante renuncia a toda forma, solo tiende a humillarse. Tal parece su divisa: lo contrario de excelsior».
En los años cincuenta vino la Guerra Fría. En la Unión Soviética, moral de la emulación productiva. En Occidente, competencia y publicidad. Coches como aeronaves, desodorante en aerosol, sillones convertibles, elepés, vestidos de poliéster, radio a pilas. De eso hasta el iPad y el bebé de diseño, lo que sucedió fue el fin de las jerarquías, no en objetos singulares como en Ponge, sino en la indistinción del deseo de consumo. En 1953 el dispensador de comida del bar automático entra en la literatura con Las gomas, de Robbe-Grillet, la primera novela policial fenomenológica. Metódicas, impersonales descripciones de situación centradas en los objetos sustituyen a la psicología y las razones de los personajes. «En el nouveau roman dijo R-G, los objetos no están para describir al sujeto, ya no son de propiedad humana. Están “en sí”, privados de significación.»
En 1965 Georges Perec publicó Las cosas, una novela que es a la vez una tragicomedia sobre el apetito de poseer, una profecía sobre la saturación y un acelerado juego de clasificación. Jérôme y Sylvie, psicosociólogos de veintipocos años, hacen encuestas sobre la recepción de la publicidad; pero lo que creen la evolución del gusto es una falacia. Ellos también compran y desechan y vuelven a comprar; son puros medios de un deseo omnívoro, y la novela que protagonizan, una enormidad de enumeraciones, es un hacinamiento donde cada objeto brilla un momento y en seguida aterra.
(La filosofía ya no hablaría de autenticidad, sino de espectáculo y seducción. En la literatura, el tema cosas iría cayendo en la melancolía y al cabo en el olvido.)
Algo vincula estas obras y otras de esas cinco décadas. Es un impulso de salir del maniático soliloquio humano y la paralela certeza de que solo desajustando el lenguaje se podría ver de veras lo real. Después está la invención de procedimientos que hagan parte del trabajo sin que intervenga mucho un sujeto dudoso, siempre condicionado u ofuscado de romanticismo. Por fin la deliberación de construir o aparatos u organismos verbales que tengan la indefensión, la duración variable y la impavidez de las cosas. En el extremo, lo que se busca son piezas imposibles de «hacer sonar»: con sentido pero sin significación, reacias al uso y a la cháchara, como los poemas gráficos de los conceptualistas brasileños. Obras con «la callada elocuencia de las cosas».
Solo que las cosas no se callan. El universo no es silencioso. El caracol suena.
Hoy el afecto, el trabajo y todo lo humano transcurren en un plano cada vez más virtual. Ciento veinte millones de blogs. Andanadas de pedeefes. Fotos de Júpiter y de mi amigo. La carga de información estimula, hasta que empieza a exceder la memoria RAM del cerebro; en ese estado uno no recuerda ni qué fue a hacer a la cocina. A despecho del exhibicionismo pueril generalizado, la ausencia material del otro y de lo otro priva al sujeto de ser algo. Nadie salvo los técnicos tiene un trato real con las cosas; mal podemos siquiera controlarlas; o controlarnos. Despavorido, el usuario se previene de no ser nada multiplicando las apariciones e impersonaciones; en eso se enfrasca. Mientras, las cosas siguen ahí. En estantes o armarios, en órdenes, composiciones, destacamentos.
Hay una confusión endémica que la filosofía ya no puede curar y el arte agrava: una neblina semántica envuelve a cosa y objeto. Se supone que la cosa es inabordable, inefable, y el objeto una cosa tal como la incorpora la conciencia; pero hay objetos inasibles y cosas asimilables sin reflexión, como una croqueta o un toblerone. Hay objetos de contemplación y dispositivos o prótesis con funciones. Encima cunde el concepto de obsolescencia programada, que produce la PC o el reloj de vida efímera. El diseño, esa alianza sombría entre conveniencia y distinción, condena la cosa a trasto. Lo descartable es casi todo; la basura, el horizonte del objeto convertido en cosa. El arte, prevenido desde hace tiempo, ha elegido desmaterializarse.
Una actitud sensible muy popular actualmente es investir de sentido sacro las cosas de la biografía propia. En los altares de ese culto, donde prosperan la superstición y la culpa, las cosas son hiperhumanizadas y de paso se mercantiliza la intimidad del hombre. Pero no es cuestión de lagrimear añorando el decrépito humanismo austero; la calma de la biblioteca también cotiza alto en los mercados, incluido el del narcisismo.
Y ahora una hipótesis: durante mucho tiempo, influida por la centralidad de la visión en la cultura de Occidente, la literatura se esforzó por reformar la lengua para que las palabras viesen mejor. «La lengua es un ojo», dijo Wallace Stevens. Era insuficiente, porque la palabra ojo, como siempre la visión, inmovilizaba el objeto en la imagen. Así que desde hace un tiempo, la literatura abre el oído. Hay un ritmo en la distribución de las cosas en espacio, pero también una espaciosidad en cómo suenan.
La necesidad de describir, nombrar y traducir que signó a la literatura mestiza de América Latina, de los cronistas a Lezama Lima, evolucionó de la inquietud al asentimiento. América no se deja decir, pero por Saer, entre otros, sabemos que eso que se hurta al lenguaje, «lo esencial», es lo que tenemos (en todas partes) y es real; que somos con eso y ser con eso es nuestra única manera real de ser. En la violencia del continente surgió la vía apacible. Un ejemplo delicioso es el de Margarita, la señora gordísima de un cuento de Felisberto Hernández («La casa inundada», 1960) que anega su casa y se hace pasear en bote en homenaje, no a su marido, sino a la fuente de un hotel de Italia cuyo rumor le llevó recuerdos y la hizo llorar por primera vez desde que el marido había muerto. «El agua insiste como una niña que no puede explicarse», dice la señora. Como si dijera que la fuente sabe y hay que entenderla. Porque no es que las cosas guarden nuestra verdad, como fotos de un álbum; la verdad está entre las cosas y uno, y en un modo de reunión de saberes, de materias y sonidos del hombre y el ente, que podríamos llamar extimidad.
Es un modo que ahora vuelve, pese al climaterio de lo real, como para reparar una vida mutilada. Vulgarmente, se nota en la recuperación del cariño por artefactos de cooperación mecánico-muscular como la bicicleta; se nota en el uso del viejo casete por artistas de la performance. Y también en la lúgubre tribulación por lo que se acumula y es desdeñado, por el desperdicio y la merma. Huele un poco a devaneos de autenti­cidad.
En la literatura no. En 2004 Fabio Morábito publicó Caja de herramientas, un libro extemporáneo. Es una colección de prosas sobre esos implementos que no pueden cumplir su función sin aliar fuerzas con la voluntad humana. La mayoría de las herramientas son crueles, pero no sin ser producto de un plan de dominio calculador y despiadado. Son cosas corrientes pero mal conocidas y Morábito las investiga desde la anomalía que es el hacer humano. Les atribuye intención y táctica, carga la descripción de tropos, exaspera la falacia simpática, la facundia, la verborrea, lo más inservible para el lenguaje común, precisamente para hablar de lo más útil. «La lima obra por persuasión, disminuye la potencia del ataque a cambio de multiplicarlo; en lugar de una punzada fuerte, muchas punzadas débiles que agreden ordenadamente… con más monotonía que pasión, pero sin errores posibles.» La prosa combina impulsos, presiones y resistencias y la cosa cobra una actualidad sorprendente. Al mismo tiempo, el espesor de la lengua demuele el malentendido de que exista una autonomía, incluso de un espíritu autónomo, tanto de las cosas como del hombre; y el mito de la inocencia de las cosas.
En 2005 Laura Wittner publicó La tomadora de café, una colección de poemas que surge de una decisión similar pero elige respetuosamente las palabras que entrega. Una mujer, su bebé y los objetos elementales de un departamento se dan a un despertar, en definitiva el simple fin de la ansiedad, y emergen conjuntamente a una realidad sin cualidades. Los nombres, las marcas que Wittner siembra son la embajada de un mundo desmedido entre las paredes de la casa: «Jazmines avejentados / en un frasco de yogur parmalat. / Perfuman la cocina / y pueden desconcertar más que el romero». Antes que un caos, los versos desparejos y suficientes de Wittner manifiestan un vaivén, una desorganización confiada en la unidad de las cosas, en su distribución fortuita pero no independiente: «La coca chisporrotea / en un vaso / en la oscuridad». Entre la banalidad del nombre-marca, el ruidito o luminiscencia y la mujer que escucha, la vida doméstica se hace morada: «Lo novedoso aquí no es el tipo de clima / ni su abordaje, sino solo / que esté juntando las perlas dispersas / en un racimo de atención».
De obras como estas, por diferentes que sean, se extrae por igual el beneficio de, diría Ponge, «una especie de modestia». Las palabras tienden a prescindir de la persona y de la introspección; antes que ser imagen, o aun canción, tratan de consonar con lo que aparece y suena, todo unido. Época tras época el sentido común se emperra en creer que puede capturar lo real pero vive en una réplica exigua. La literatura sabe que no captura nada, y no le importa. Puede alabar la variedad de lo real, su indomable rareza. Puede, con la elasticidad de un lenguaje que nunca logramos anquilosar del todo, obrar una variedad no menos versátil e inasimilable que le permita amplia...

Índice

  1. PORTADILLA
  2. PRÓLOGO:
  3. ENSAYOS QUE NARRAN
  4. MINIATURAS QUE ENSAYAN Y CRÓNICAS EN MINIATURA
  5. CRÓNICAS QUE ENSAYAN
  6. ÍNDICE
  7. CRÉDITOS
  8. COLOFÓN