Con Stendhal
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Con Stendhal

  1. 112 páginas
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Simon Leys nos presenta en este libro tres textos relacionados: los recuerdos que Prosper Mérimée, gran amigo de Stendhal, escribió a modo de homenaje póstumo al escritor, las impresiones de George Sand sobre el novelista y Los privilegios, una extraña fantasía descubierta en época reciente que el propio Stendhal improvisó en una tarde de asueto hacia el final de su vida."Una miscelánea sobre el autor de La cartuja de Parma con textos de Próspero Mérimée, George Sand y el propio Henri Beyle, presentados y anotados con finura perspicaz por Leys. Un libro perfectamente delicioso".Fernando Savater, El País"Un libro tan pequeño como enjundioso, recomendable sin paliativos".Francisco García Pérez, La Nueva España"Ameno y revelador. Una edición agradable e interesante".Ariodante, El Placer de la Lectura"Una magnífica obra para que cualquier amante de la literatura disfrute un impagable espectáculo, el de la contemplación de lo que ocurre cuando las personas de talento (tanto Mérimé, como el propio Stendhal o como Simon Leys) se dejan llevar por sus sentimientos".Andrés Barrero, Librosyliteratura.es"Un panfleto curioso, dulce de leer, ilustrativo y muy enjundioso".Mario S. Arsenal, Culturamas

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2013
ISBN
9788415689478
Categoría
Literatura

PRIMERA PARTE

STENDHAL SEGÚN MÉRIMÉE

INTRODUCCIÓN

Albert Thibaudet (1874-1936), que fue un crítico extraordinario, trazó una interesante distinción entre los escritores que «tienen una posición» (piénsese en Victor Hugo, por ejemplo) y los escritores que «tienen una presencia» (y aquí el ejemplo de Stendhal nos viene enseguida a la mente).
Cuando leemos Los miserables nos sentimos cautivados, inspirados, abrumados, sin por ello sentir necesariamente una especial urgencia por conocer a fondo la vida de Hugo; o, si lo hiciéramos, ello probablemente no supondría un aumento de nuestra estima por su obra maestra, puede que incluso disminuyera nuestra admiración, a medida que fuésemos descubriendo que el autor fue un poco menos magnánimo que su creación.
Con Stendhal sucede precisamente lo contrario. Los beylistas (no deja de ser muy curioso que los admiradores de Hugo no se llamen a sí mismos hugolistas) devoran con pasión cada pedazo de papel en el que Henri Beyle escribió algo—de hecho, algunas de sus ideas más originales, ocurrencias y paradojas fueron surgiendo a voleo, de manera totalmente casual: anotadas en los márgenes de los libros, en hojas sueltas o en el reverso de sobres usados. Las leemos todas ellas con la misma avidez, con la esperanza de lograr una comprensión cada vez más íntima del hombre que hay detrás de lo escrito.
En la conclusión de su ensayo sobre Stendhal, Paul Valéry comprendió el corazón del maestro: «A mi modo de ver, Henri Beyle es mucho más un tipo de “talento” que un literato. Es demasiado él mismo como para ser reductible a la condición de escritor. Eso es lo que gusta de él, lo que disgusta y me gusta. No acabaría nunca con Stendhal. No se me ocurre mayor alabanza».
Los beylistas se muestran ambivalentes respecto a los breves recuerdos de Mérimée. Les parecen una joya, pero no sin escandalizarles.
Les parecen una joya porque son un vívido recuerdo de impresiones y observaciones psicológicas, una información de primera mano, una colección de dichos y anécdotas escritas por un testigo privilegiado—un observador sagaz, buen escritor y amigo cercano—que conoció a Stendhal durante los últimos veinte años de su vida.
La amistad entre los dos hombres fue una amistad genuina, pero también tuvo sus momentos difíciles, que arrojaron una sombra sobre su relación que, de otro modo, hubiera sido deliciosa. Cuando se conocieron, Mérimée tenía sólo veinte años, mientras que Stendhal le doblaba la edad. Desde muy temprano, Mérimée desarrolló una carrera llena de éxitos, tanto en el terreno literario (con sólo cuarenta y un años sería elegido para la prestigiosa Académie Française) como en la administración pública, en la que fue nombrado inspector general de Monumentos Históricos (tarea que desempeñó con asombrosa competencia y distinción). Por lo que a la fama literaria y a la relevancia social se refiere, el joven no tardó en ocupar una posición de alto rango. En contraste, Beyle, cuya carrera profesional fue errática, poco seria y estuvo sometida a altibajos, y cuyos escritos quedaron en su mayor parte inacabados, inéditos y no reconocidos, presenta la imagen de un bohemio excéntrico, un atractivo y pintoresco fracasado: un raté. Lo que irrita a sus admiradores modernos es el tono, bastante condescendiente, que Mérimée adopta a menudo para con él. (Al final esta actitud acabó molestando al propio Beyle: en una anotación privada, se quejaba de la vanidad de su joven amigo, apodándole «Academus»). Por lo que respecta a los escritos de Stendhal, Mérimée no tiene nada que decir; se limitó a sugerir que escribía mal y que Del amor no era quizá tan absurdo como pudiera parecer a simple vista. Por supuesto, a Mérimée ni se le pasó por la cabeza—ni un segundo—que llegaría un día en que su fama literaria se vería totalmente eclipsada por la de Stendhal. El retrato que traza de su amigo muerto es afectuoso y agudo a un tiempo; nada escapa a su ojo observador. Sólo que no acertó a ver lo esencial: el genio de Stendhal. Pero sería ingenuo e injusto censurarle por semejante fallo, que probablemente refleja una especie de ley natural. Cien años atrás, un gran poeta chino así lo intuyó, cuando pasaba a través de la cordillera que rodea el sublime monte Lu:
Nunca vi la verdadera cara del monte Lu
por la simple razón de que estaba en medio de ella.*
S. L.

HENRI BEYLE (STENDHAL)

NOTAS Y RECUERDOS

por PROSPER MÉRIMÉE
Hay un pasaje de la Odisea que me vuelve a menudo a la memoria. El espectro de Elpénor se aparece a Ulises y le reclama las honras fúnebres.
μή μ’ ἄκλαντον ἄθαπτον ίών ὄπιθεν καταλείπειν
No te vayas dejando mi cuerpo sin llorarlo ni enterrarlo.
Hoy día todo el mundo es enterrado, gracias a que existe un Reglamento de Higiene Pública; pero, como paganos, tenemos también deberes que cumplir con nuestros muertos, que no consisten solamente en el cumplimiento de una ordenanza de los servicios municipales de limpieza. He asistido a tres funerales paganos: el de Sautelet,1 que se había volado la tapa de los sesos; su maestro, el gran filósofo Victor Cousin, y sus amigos tuvieron miedo de la gente decente y no se atrevieron a hablar; el de monsieur Jacquemont,2 quien había prohibido que se pronunciara ningún discurso, y, por último, el de Beyle. Estábamos presentes tres personas, y tan mal preparadas, que hasta ignorábamos sus últimas voluntades. En cada una de estas ocasiones sentí que habíamos fallado en algo, si no con respecto al muerto, al menos con respecto a nosotros mismos. Si un amigo nuestro muere estando de viaje, sentiremos un vivo pesar por no haberle podido decir adiós en el momento de la partida. Una partida, una muerte deben ser celebradas con cierta ceremonia, porque tienen algo de solemne. Hay que hacer algo, aunque sólo sea una comida, en la que compartir una serie de recuerdos comunes. Ese algo es lo que pide Elpénor; no es únicamente un poco de tierra lo que él reclama, sino un recuerdo.
Escribo las páginas siguientes para reparar lo que no hicimos en el funeral de Beyle. Quisiera compartir con algunos de sus amigos mis impresiones y recuerdos.
Beyle, que era original en todo, lo que es un verdadero mérito para estos tiempos de tanta grisura y pacatería, presumía de liberalismo,3 y, en el fondo de su alma, era un perfecto aristócrata.4 No podía soportar a los tontos; por la gente que le aburría sentía un odio terrible, y nunca supo distinguir claramente a un malvado de un pesado.
Stendhal visto por Alfred de Musset, 1833.
Mostraba un profundo desprecio por el carácter francés y era elocuente a la hora de resaltar todos los defectos de que se acusa, equivocadamente sin duda, a nuestra nación: la ligereza, el atolondramiento, la incoherencia de palabra y de obra. Él mismo tenía, en el fondo, en alto grado esos mismos defectos, y para no hablar más que del atolondramiento, diré que un día le escribió a monsieur De Broglie, ministro de Asuntos Exteriores, una carta cifrada al tiempo que le transmitía la clave en el mismo sobre.
Durante toda su vida estuvo dominado por su imaginación y no hacía nada si no era impulsivamente y movido por el entusiasmo. Sin embargo, él se las daba de actuar siguiendo sólo la razón: «Hay que guiarse en todo por la lo-gique», solía decir, haciendo una pausa entre las dos sílabas de la palabra, pero no llevaba muy bien que la lógica ajena no fuera la suya. Por otra parte, no discutía nunca. Los que no le conocían atribuían a un exceso de orgullo lo que tal vez no era más que respeto a las convicciones ajenas: «Es usted un gato, yo un ratón», solía decir para zanjar una discusión…
En 1813, Beyle fue testigo involuntario de la derrota de una brigada entera, que había sufrido de forma inesperada la carga de unos quinientos cosacos. Beyle vio correr a unos dos mil hombres, cinco de los cuales eran generales que resultaban reconocibles por sus adornados gorros. Él corrió como los demás, pero mal, puesto que no tenía más que un pie calzado y llevaba una bota en la mano. En todo aquel cuerpo de ejército francés, no se encontró más que a dos héroes que plantaran cara a los cosacos: un gendarme llamado Menneval y un recluta que mató al caballo de este último cuando lo que quería era dispararles a los cosacos. Beyle fue encargado de dar parte del estado de pánico al emperador, que le escuchaba con una furia contenida, mientras hacía girar uno de esos artilugios de hierro que sirven para fijar las persianas. Se buscó al gendarme para imponerle la cruz, pero él se escondía y negó de entrada que hubiera tenido algo que ver en ello, convencido de que nada puede ser peor que llamar la atención sobre uno mismo en una derrota. Creía que lo que querían era fusilarle.
Beyle era más elocuente sobre el amor5 que sobre la guerra. Nunca le vi sino enamorado o creyendo estarlo; pero había tenido dos amores-pasión (me sirvo de uno de sus términos) de los que nunca logró recuperarse. Uno, el primero en sentido cronológico, creo, fue el que le inspiró madame C…, entonces en todo el esplendor de su belleza. Tenía como rivales a muchos hombres poderosos, entre otros a un general que gozaba a la sazón de gran predicamento,6 Caulaincourt, que abusó un día de su posición para obligar a Beyle a cederle su puesto al lado de la dama.
Esa misma noche Beyle encontró la manera de hacerle llegar una breve fábula compuesta por él en la que le proponía alegóricamente un duelo. No sé si dicha fábula fue comprendida, pero la moraleja no fue aceptada, y Beyle recibió una dura reprimenda de monsieur Daru, su pariente y protector. Pero no por ello él dejó de cortejar a la señora.
Beyle siempre me pareció convencido de la idea, muy extendida en tiempos del Imperio, de que se puede conquistar a una mujer al asalto y que es un deber de todo hombre intentarlo: «Poséela; es el primero de tus deberes hacia ella»,7 me decía cuando yo le hablaba de una mujer de la que estaba enamorado.
Nunca he conocido a nadie más caballero que él a la hora de encajar las críticas sobre sus obras: sus amigos le hablaban siempre de ellas sin ningún miramiento. En varias ocasiones me envió unos manuscritos que había sometido ya a la consideración de Victor ...

Índice

  1. INICIO
  2. CON STENDHAL
  3. NOTA PRELIMINAR
  4. PRIMERA PARTE. STENDHAL SEGÚN MÉRIMÉE
  5. SEGUNDA PARTE. «LOS PRIVILEGIOS» STENDHAL
  6. ©