Capítulo tres
LOS MILAGROS DE LA SANTA PAISA
LAS MISAS MILAGROSAS
(Medellín, 21 de febrero, 2013)
El santuario de la madre Laura, en Medellín, es una romería constante. Buses repletos, como si se tratara de recorridos turísticos, llegan hasta el lugar cargados de peregrinos que anhelan conocer el sitio donde vivió y murió la santa. Van a clamarle que les conceda un milagro.
El 21 de cada mes se celebra una misa multitudinaria en honor a la religiosa antioqueña. Ella murió un día 21, en octubre de 1949.
El Templo de la Luz, en el convento, empieza a colmarse poco a poco, hasta que no queda espacio disponible en las bancas de madera pintadas de café. La feligresía aguarda de pie, con paciencia, aunque algunos previsivos prefieren traer su propia silla de plástico.
La de la madre Laura es una misa democrática. Entre los feligreses se destacan distinguidas damas de la sociedad de Medellín que lucen sus mejores galas, impecablemente peinadas y empapadas de perfumes aromáticos que se cuelan por el templo, afuera, pendientes de los carrazos de sus patronas, los choferes permanecen vigilantes. Pero, sobre todo, Laura convoca a gente humilde: empleadas de servicio doméstico, obreros, el loquito del barrio, trabajadores informales, las rezanderas que colaboran en la iglesia, secretarias. La fe y las angustias no conocen de estratos sociales y menos aquí, en la comuna trece, una zona castigada por la violencia y a la que muchos ni siquiera se atreverían a venir si en estos temidos terrenos no quedara el principal recinto de la santa colombiana.
Y entre todos ellos se aprecian muchísimas personas evidentemente enfermas: caras cubiertas por tapabocas, cabezas devastadas por la quimioterapia y forradas por gorritos de lana.
Hay varios devotos en sillas de ruedas, otros que llegaron impulsados por muletas y unos más que tuvieron que traer las balas de oxígeno que les permiten respirar conectadas directamente a la boca y la nariz.
Una mujer delgada, joven, claramente triste y angustiada, arrastra a un padre entumido por la trombosis y lo descarga sobre una pared. Ya no hay lugar para sentarlo. El hombre aguarda con resignación.
Un muchacho de veintiún años, de pie en la puerta del templo, llama la atención por las profundas ojeras violáceas que iluminan un rostro impresionantemente pálido, o translúcido mejor, como papel de arroz.
El sacerdote franciscano Bernardo Mesa es el invitado a decir la misa, que arranca a las 3:00 de la tarde en punto. Los presentes siguen la homilía en silencio, concentrados.
El viento que se desliza de las montañas que custodian Medellín regala un ambiente fresco en medio de la montonera de gente, pese a que el día sigue siendo soleado y caluroso.
Transcurren la comunión y el saludo de la paz hasta que llega el momento de rezar la oración en tributo a Laura. Todos, o casi todos, se la saben y la rezan al unísono, con los ojos cerrados y la cara contagiada por el fervor:
Padre Eterno que creaste a la beata Laura de Santa Catalina.Hijo de Dios que la redimiste con tu sangre preciosa. Espíritu Santo que la enriqueciste con tus preciosos dones. ¡Oh, augusta Trinidad!: Humildemente postrados ante tu divina presencia te suplicamos, por intercesión de la beata Laura, nos concedas el remedio de estas necesidades.
Necesidades. Todos tienen una, o varias, o muchas, y por eso están aquí.
La homilía culmina a las 4:00 de la tarde y los presentes se acercan al altar donde el padre Bernardo esparce agua bendita con la mano derecha.
A tres metros queda el monumento de concreto donde aparece una Laura robusta, aunque no tanto como era ella, elaborado por el sacerdote, arquitecto y escultor antioqueño Eduardo Toro. La estatua, de un poco más de dos metros de alta, está vestida con un hábito gris oscuro, con la escofieta blanca que le cubre toda la cabeza, incluidas las orejas, y que termina en un cuello de arandelas perfectamente plisadas. De la cintura se desprende un cinturón en forma de rosario. Con los ojos compasivos observa a un niño indígena casi desnudo, con el pelo como cortado con el molde de una totuma, que solo lleva encima un hilito de tela que le cubre las partes nobles y un collar de chaquiras. La mano izquierda consiente la cabeza del pequeño y la derecha está levemente alzada, con el índice apuntando hacia al cielo.
El coro es un racimo de novicias que cantan entonadas, jovencitas que le siguen los pasos a Laura, la mayoría indígenas y afrodescendientes,entre ellas hay varias extranjeras: dos africanas, una haitiana y una dominicana. "Qué alegría, qué alegría es ser, un testigo, un testigo de Dios", dice la canción de las aspirantes a monjas.
Los fieles tocan el monumento, como si fuera la fuente de los milagros, cierran los ojos y dicen sus plegarias, algunos lloran, otros le toman fotos con sus teléfonos celulares. A los pies aparece una urna de pasta, transparente, donde los peregrinos depositan sus penurias escritas en un papel cualquiera. Detrás del altar hay una puerta que conduce hacia la tumba de Laura, la cripta de vidrio blindado donde reposan sus despojos dentro de un ataúd de madera forrado por acero inoxidable, sin las dos falanges del segundo dedo del pie derecho y sin la costilla falsa, la número once. Allí se postran los devotos de Laura, entre estos el muchacho de las ojeras violáceas que escuchó la misa desde la entrada del templo.
Se llama Juan Sebastián Monsalve, tiene veintiún años y desde los doce su vida depende de la insulina. Pero la diabetes infantil le llegó después de que la santa paisa, según relata su madre, Fabiola Echeverry, lo librara de una penosa enfermedad que amenazaba con convertirle las piernas en dos chamizos secos.
El niño caminaba, jugaba, montaba en su triciclo, hasta que empezó a quejarse: le dolía una pierna, la derecha. Lloraba y creía, inocentemente, que eso le pasaba por haberse comido un diente. Seguro algún amiguito le dijo eso. Tenía cuatro años.
—Y nosotros le sobábamos la pierna y creíamos que eran puras contemplaciones, hasta que llegó el día en el que yo estaba en la cocina y lo llamaba, ¡Juan Sebastián, venga pues para que desayune!, y él gritó: ¡Mami, no soy capaz de bajarme de la cama! Entonces yo fui, lo bajé de la cama, lo paré, y los pies ya no le respondían, y nos fuimos para urgencias a la clínica Conquistadores, aquí en Medellín.
Las radiografías evidenciaron que el pequeño Juan Sebastián padecía de una rarísima enfermedad llamada síndrome de Legg-Calvé-Perthes, que se presenta cuando la cabeza femoral en la cadera no recibe la sangre suficiente y el hueso se empieza a achucharrar, como una naranja que se seca, hasta que se muere. Este mal ocurre en uno de cada diez mil niños.
—Es como ganarse una lotería. Valiente lotería —gruñe la mujer.
Al niño lo enyesaron desde la cintura hasta los tobillos, ambas piernas, y un palo conectaba las dos rodillas. Solo le dejaron dos huecos a la altura de la cintura, para que evacuara las necesidades.
—Apenas lo enyesaron lo trajimos a donde la madre Laura, y se sentó en la silla que era de ella, o mejor, lo recostamos porque era imposible sentarlo, ahí rezamos, escribimos la petición a la madre Laura para que curara al niño. Nos dieron la estampita con la oración, la rezábamos todos los días, tanto, que el muchachito se la aprendió de memoria, sí, así de chiquitico, de cuatro años, él no se acostaba sin rezar la oración de la madre Laura. Y fuera de eso la amenazaba, no le decía madre Laura sino "madre de Laura": si no me alivias, te casco, y se metía la estampita por en medio del yeso.
Y Laura lo curó.
Dos meses más tarde el yeso empezó a desarmarse y Fabiola llevó al niño al médico para que se le arreglaran o lo cambiaran. Y de paso le pidió al médico que le hiciera una nueva radiografía.
El resultado: la cabeza del fémur se estaba regenerando. No había explicación para que eso sucediera. El médico quedó de una sola pieza. "¿De qué santo se pegó?", le preguntó. Sin pensarlo dos veces, con plena seguridad, respondió: "De la madre Laura. Ella me sanó a mi niño".
Juan Sebastián volvió a caminar perfectamente y el fémur, quién sabe cómo, quedó intacto. Volvió a ser un niño normal, aunque a los doce años recibió una amarga noticia: tenía diabetes tipo 1, nunca más podría volver a comer dulce —un niño sin dulces— y desde entonces le tienen que inyectar insulina y debe llevar una dieta rigurosa para que su salud no se le complique.
Sí, Juan Sebastián no pierde la fe. Cree que la madre Laura le concederá un segundo milagro.
El muchacho, estudiante de administración de empresas, se despide. Del gancho de su madre cruza la salida del recinto donde está la tumba, en cuya esquina hay un buzón con un mensaje que dice: La madre Laura agradece su generosidad.
La tumba de la madre Laura comunica un pasillo de paredes blancas tapizadas con retratos que recr...