CAPÍTULO 1
Recuerdos de Infancia
Así como el niño es conducido por la calle tomado de una mano por su papá y de la otra por su mamá, nosotros vamos por el mundo tomados con una mano por el Padre Celestial y con la otra de tu mano, Madrecita…
Mario Hiriart
“Tal vez podría decir que mi niñez fue muy poco infantil: recuerdo muy bien mi poca afición a los juegos y mi retraimiento; mientras los demás niños jugaban fútbol y se subían a los árboles, yo me quedaba leyendo. Mis primos Peñafiel decían siempre entre sí, cuando mi mamá nos llevaba de visita donde ellos: “ya llegaron esos pesados de los Hiriart, que no saben más que leer”. Sergio Jünemann me decía una vez que yo era “el hombre que no tuvo infancia”, y en cierto sentido tenía razón. Sin embargo, Madrecita, hay algo en lo cual verdaderamente tuve infancia…”. Así anotaba Mario en su Diario, en agosto de 1957, siendo novicio de los Hermanos de María en Santa María, RS, Brasil.
EN BRAZOS DE SU MADRE, JUNTO A SU HERMANO AUGUSTO
Había nacido el 23 de julio de 1931, en el Hospital del Salvador, en el barrio de Providencia, Santiago. Ese día tuvo lugar una huelga general de brazos caídos, en protesta contra el régimen del entonces Presidente Ibáñez. A tal punto el paro fue total, que don Héctor Hiriart Corvalán, padre de Mario, sólo a través de la influencia de un amigo suyo, pudo conseguir que recibieran y atendieran en el hospital a su señora, doña Amalia Pulido Alfonso. En esas circunstancias vino Mario al mundo. Fue bautizado más tarde en la Iglesia de San Crescente. Por ese entonces sus padres vivían en la casa de la abuelita, doña Amalia, en la calle Agustinas 2231. Allí pasó Mario los primeros catorce años de su vida. Su padre era un hombre de sentimientos cristianos, animado por una actitud de profunda tolerancia, pero no practicaba la religión. Su madre era oriunda de La Serena. Su familia poseía una amplia casa que daba a una de las esquinas de la plaza mayor de la ciudad. En ese ambiente –en la casa de Agustinas, y en la casa de La Serena durante los veranos– se fue tejiendo la infancia de Mario. También solían ir en los veranos al fundo de un amigo de la familia –“Santa Adela”–, que distaba a unos tres kilómetros de Vicuña, capital del valle del Elqui. Allí seguramente nació y fue creciendo su entrañable amor por la montaña.
Aprendí a obedecer con amor
Cuenta la señora Gabriela Pulido de Quinteros –hermana de su madre– que Mario nació con dos tumores, uno en la nuca y otro en la cintura, como unas protuberancias duras. A los dos años lo operaron. Dijeron que eran fibromas, sin mayor importancia. El de la cabeza le volvió. A los cinco años lo volvieron a operar. Ella estaba con él en el Hospital de Niños y cuando salió de la anestesia, dolorido y molesto, le escuchó decir: “¿y por qué me pasa esto a mí y no a Augusto?” (su hermano mayor).
Pero, en líneas generales, Mario tuvo una infancia feliz. En su hogar reinaban la armonía y la paz.
“Fue tal vez, la profunda armonía natural del hogar de mis padres lo que me comunicó esta tendencia instintiva hacia la paz, la quietud, el perfecto equilibrio interior” (D. IV, 62).
Allí también aprendió a obedecer en un clima de amor (“tal vez esto sea lo que más tengo que agradecer a mis padres y a mi familia: en mi hogar aprendí a obedecer como una cosa natural, y a obedecer con amor”) (D. IV, 40). El entrañable amor que sentía por los suyos le hizo desear, siendo pequeño, que todos en la familia murieran juntos”porque así ninguno tendría que sufrir por separarse de los otros “ (D. IV, 3).
“Dos verdaderas santas”
CASA DE LA CALLE AGUSTINAS 2231.
Repasando días ya idos, aparecen en su memoria las figuras de su abuelita y de su tía Sara. Ellas le hablaban siempre de cosas religiosas y le enseñaban a rezar, “mientras que de mis padres nunca aprendí eso” (D. IV, 51). A instancias de su abuelita fue colocado con su hermano Augusto en el Colegio “Alonso de Ercilla”, y a ella también le debió el que su padre postergara, año tras año, trasladarlos a una escuela fiscal. El contacto con ambas duró años, y marcó profundamente el alma de Mario. De modo particular, con hondo afecto, recuerda a su tía Sara:
“… humanamente parecía su vida totalmente sin sentido, 27 años paralítica, en su silla de ruedas, una situación lamentable y que la convertía en una persona aparentemente repulsiva”, escribe en su Diario, “pero ahora, a la luz de la fe, Madrecita, tengo que pensar en cuántas gracias ella mereció con su perfecta resignación y conformidad a la voluntad de Dios, y cuántas de esas gracias se me habrán aplicado a mí” (D. IV, 52).
En síntesis, las considera como “dos verdaderas santas”, y concluye: “...espero que ahora estarán en el cielo y que continuarán protegiéndome desde allá, como lo hicieron durante tantos años acá en la tierra” (D. IV, 52).
Las oraciones de Teresa
No olvida tampoco a su “ñaña” o “mama”, la Teresa. A pesar de ser muy severa, sentía hacia ella un afecto verdaderamente filial, queriéndola “como a una segunda madre” (D. IV, 4). Teresa también quería a Mario extraordinariamente. Ella fue quien le enseñó a rezar y a llamar a la Virgen María como “mamita Virgen”. Le inculcó además dos oraciones para antes de acostarse, que mantuvo hasta los 14 o 15 años, rechazándolas luego por demasiado infantiles:
Angel de mi guarda, dulce compañía,
no me desampares, ni de noche...