CAPÍTULO 1
La desventaja de la desventaja
1. Un ciudadano llamado H
Supongamos que en una democracia contemporánea cualquiera nos topamos con un ciudadano que por comodidad identificamos como H inmerso en la democracia H. El ciudadano H tiene en su haber unas cuantas campañas electorales vividas, con sus respectivas participaciones en las urnas. Mediante el voto ha participado y elegido a otras ciudadanas para ocupar cargos políticos, convalidando el desarrollo y las opciones que su sociedad democrática ha producido.
Algunas veces le ha tocado ver cómo su candidata ganaba y otras tantas cómo perdía y, además, en no pocas oportunidades no tuvo candidata preferida. Tiene en su balance ciudadano un registro minucioso de cuántas leyes obedece sin que sean de su preferencia y, también, una contabilización de los muchos proyectos de ley que le hubiese gustado que se aprobaran, pero que han perdido estado parlamentario y se encuentran en los cajones de los historiadores y analistas políticos.
El ciudadano H es un ciudadano de a pie, un ciudadano promedio. Sin embargo, cierto día, a través de un diálogo ha ilustrado a sus interlocutores sobre su verdadero desvelo político, pero también moral. Fue en el marco de una charla compartida con dos analistas (por comodidad las identifico como A1 y A2). Conforme los sucesos, relata refero:
H: –Fíjese, señora A1, que después de tantos años de vivir en democracia me he dado cuenta de que deseo y quiero ser gobernante. Aunque parezca un tanto infantil he llegado a la conclusión de que quiero ocupar un cargo autoritativo: quiero gobernar. Pero también, luego de analizarlo detenidamente y sopesarlo desde diferentes perspectivas, me he dado cuenta de que no puedo.
A1 (un tanto asombrada, otro tanto condescendiente, sostiene con cierta hipocresía): –¡Qué interesante! Explíquese, señor H.
(De más está decir que A1 esperaba que la explicación estuviese en línea con una autopercepción sobre el paso del tiempo y las menores posibilidades de hacer carrera política, lo que podríamos denominar llegar tarde a la profesionalización de la política. Esto es, A1 esperaba que H reconociera que de alguna manera ya había pasado, como se dice vulgarmente, su hora; que reconociera que ya era viejo para comenzar la carrera política).
H: –¡Ay, señora A1, me ha puesto sobre las cuerdas! No me resulta fácil explicarlo. Trataré de hacer mi mejor esfuerzo. Me he dado cuenta de que carezco de dos activos (por decirlo de alguna manera) que posiblemente estén relacionados, aunque todavía no sabría decirle cómo. Por un lado, compruebo, muy a mi pesar, que, probablemente, carezca de talentos políticos (suponiendo que la palabra talentos logra reunir los activos necesarios para que una ciudadana se convierta en política). Por otro lado, he vivido toda mi vida cívica bajo la idea de que estoy imposibilitado de lanzarme a buscar la aceptación de otros, es decir, lo que comúnmente denominamos el consentimiento de las otras ciudadanas. Para resumir: por un lado, creo carecer de talentos políticos, mientras que, por otro, tengo, si me permite la expresión, un gusto caro que me impide salir a buscar la aceptación de las otras ciudadanas. Espero haberme explicado, señora A1.
La analista A1 había transmutado, conforme escuchaba el desopilante argumento de H, su estado de ánimo desde el asombro hasta llegar al fastidio, pasando por una visible irritación.
A1: –Discúlpeme, señor H, no logro comprender su punto. No entiendo. Si quiere ser gobernante, ingrese a un partido, comience a trabajar en él y pruebe a ver cómo le va. Si no le interesan los partidos o le parecen círculos amañados y retorcidos de facciones, comience a militar por alguna causa noble y pruebe.
H: –No me malinterprete, señora A1. Lo que usted tan atinadamente me aconseja ya lo he meditado una y otra vez durante varios años. Trataré de explicarme de otra forma. Como ya se lo mencioné anteriormente, no estoy seguro de si mis escasos talentos políticos se deben a mis gustos caros, o estos a los primeros. Pero de lo que estoy seguro es de lo que le diré ahora: aunque no sé si tengo mucho o poco tacto (o sea, si tengo más o menos capacidad para anudar palabras a hechos, si tengo más o menos capacidad de generar amistades y convertirlas en popularidad, como suelen hacer las políticas que triunfan), de lo que sí estoy seguro es de que si tuviera poco tacto o una insuficiente capacidad para hacer amigos, no resultaría posible que alguna otra ciudadana me brindara lo que carezco. Aunque probablemente tenga escasas aptitudes personales para construir pétreas esperanzas junto a otras, involucrando recursos que no son míos, pero tampoco de ellas (como suelen hacer las políticas), de lo que sí estoy seguro es de que nadie me los puede facilitar. También debo reconocer, muy a mi pesar, que soy sincero y, por tanto, me veo obligado a lidiar con cierta soledad. Aunque reconozco todo ello, debo decirle que mi imposibilidad se resume en que ni siquiera he podido asomarme a ese mundo de fabricación meticulosa de postulaciones y candidaturas que usted tan atinadamente menciona.
(H hace un pequeño silencio y continúa).
H: –Esta imposibilidad de asomarme, esa inmovilidad que sufro, este deseo de ser gobernante custodiado por esa imposibilidad lo vivencio como una desventaja en el reparto de la lotería natural y por ello, quizá, no puedo cambiar la lotería social en la que estoy inmerso.
Y cuando parecía que H había terminado su alocución, respira profundamente y lanza lo siguiente:
H: –El asunto podría enunciarse en estos términos: ¿mi percepción como desventajado será, también, una desventaja intersubjetivamente compartida? ¿Usted qué cree? Si así fuera, ¿habrá algún mecanismo que me permita acceder a lo que no tengo? O, al menos, ¿podré tener derecho a una compensación? ¿O será, como suele decirse en estos casos, como arar en el mar?
A1: –Señor H, me cuesta mucho comprender lo que me está diciendo. Quizá podría ponerlo en términos familiares.
H: –Muy bien, le ofreceré un ejemplo familiar. Recuerda que en más de una ocasión me ha comentado que tiene un amigo de la infancia, creo que se llama Bartolomeo, que es un pícaro y, como suelen decir en estos casos los economistas, un astuto buscador de rentas.
A1: –Sí, me acuerdo, pero ¡qué tiene que ver este asunto de Bartolomeo con su argumentación!
H: –Hacia allí voy, deme unos minutos. Usted, al igual que yo, pagamos impuestos. Simplificando, parte de estos impuestos van a parar a los bolsillos de Bartolomeo con el rótulo de “seguro de desempleo”, en algunos momentos; y otras tantas veces, como transferencias monetarias. Usted me ha comentado, en varias ocasiones, que conoce a Bartolomeo desde la infancia. Me ha relatado con precisión, pero también con cierta indignación, que mientras usted ha hecho todo tipo de sacrificios para obtener su doctorado en la Columbia Británica y mejorar sus posibilidades para gozar, como lo hace actualmente, de una plaza de investigadora, él ha dilapidado no solo su tiempo, sino las oportunidades. Entonces: ¿cómo y por qué razón él corta todos los meses un cupón del erario, es decir, de nuestros bolsillos?
(H hace una brevísima pausa y prosigue).
H: –Bartolomeo cobra un seguro de desempleo porque no tiene trabajo, y el argumento de fondo para que todos nosotros paguemos ese seguro recae sobre la creencia moral de que los desempleados no tienen la culpa de la situación en la que viven. De alguna manera, creemos, tienen mala suerte: o bien una mala suerte en la lotería social o bien una mala suerte en la lotería natural (o una combinación entre ambas). Lo que a usted le indigna, mi estimada señora A1, es saber que Bartolomeo no ha tenido mala suerte, sino que solo ha sido un pícaro. Pero eso lo sabe usted, y no tengo motivos para no creerle. El problema es que el decisor público carece de esa información. De tal forma que usted puede pensar que Bartolomeo no debería, en una sociedad justa, recibir el seguro de desempleo, puesto que la autopercepción de Bartolomeo acerca de sus desventajas no es sincera, sino que está basada en preferencias egoístas y antisociales pero, como el decisor público carece de esa información, Bartolomeo se cuela dentro del paraguas desventajas intersubjetivamente compartidas. Quizá usted piense que la autopercepción que tiene Bartolomeo de sus desventajas es inmoral, pero la sociedad no tiene forma de excluirlo, puesto que ya ha asociado la observación empírica (estar desempleado) a la compensación moral: el desempleado no tiene la culpa de vivir como desempleado (por tanto, tiene derecho al seguro de desempleo como compensación).
A1: –Sigo sin entender.
En este momento del diálogo interviene A2, quien estuvo escuchando atentamente.
A2: –Creo entender su postura, señor H. Usted, por lo que comprendo, sostiene que su situación es equivalente a la de los desempleados. Usted puede decir, al igual que ellos, que no ha sido favorecido en las loterías natural y social. De allí su proposición: “¡Quiero ser un gobernante, pero no puedo!”. A partir de esta analogía pretende ilustrar cómo ha fabricado la pregunta: “¿Puede alguien como yo” [refiere a H] “reclamar moralmente una compensación por querer ser gobernante pero no poder serlo a causa de la autopercepción de sus desventajas?”.
Y antes de que H conteste, A2 remata:
A2: ¿Podría, señor H, por favor, brindarnos otro ejemplo? Quizá eso nos ayude a comprender mejor su argumento.
H: –Muy bien. Voy a ofrecerles un ejemplo polémico. Les advierto: no creo tener razón, solo es mi punto de vista. Fíjense: las ciudadanas de muchas democracias han implementado las candidaturas paritarias, es decir, como ustedes bien saben, el 50% son para mujeres, el restante para hombres. El motivo para hacerlo es que las mujeres sufrían múltiples formas de exclusión. Sin embargo, el argumento moral para implementar el sistema paritario no puede ser la igualdad, puesto que ya somos iguales. El argumento ha sido la compensación, entendida esta como un mecanismo reparador o calibrador de injusticias o trabas al igual acceso a la representación popular. Por tanto, si la compensación puede funcionar en el caso de las candidaturas paritarias, me pregunto: ¿por qué no en los casos en que un ciudadano quiere ser gobernante pero no puede a causa de sus desventajas?
A1: –Con todo respeto, señor H, lo suyo es un disparate. ¿Cómo prueba usted que no puede ser gobernante a causa de sus supuestas desventajas? ¿Qué tipo de pruebas nos puede brindar para comprobar sus supuestas desventajas?
H: –Excelente, señora A1 (touché). Justamente ha dado en el blanco. Mi desventaja es que no puedo probar mi desventaja. Parafraseando a los moralistas franceses, ningún decisor público puede leer mi corazón. Mi situación es justamente el reverso del juicio que usted hace sobre Bartolomeo. Usted sabe que su amigo de la infancia es un pícaro y bribón, pero no puede probarlo frente al decisor público (incluso, si intentara probarlo, se vería, frente a la opinión pública, como una ciudadana egoísta y con conductas antisociales).
A2: –Admítalo, ...