Adiós... analógicos, adiós
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Adiós... analógicos, adiós

  1. 128 páginas
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Adiós... analógicos, adiós

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Los que han nacido en un mundo analógico tienen cada vez más dificultad para subirse al único tren que circula. Sus cualidades, adquiridas con un esfuerzo de años, parecen perder valor, mientras los nuevos tiempos se tiñen para ellos de una insustancialidad casi insoportable: son tiempos de reality shows, videojuegos y redes sociales, que parecen dictar un nuevo sentido común. Quien no participa, queda excluido.El autor analiza con realismo y sentido del humor los ingredientes de la revolución digital, y ofrece soluciones para vivir y sobrevivir en un mundo superpuesto al mundo en el que muchos nacimos.

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Información

Año
2012
ISBN
9788432142017
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
IV. LOS NATIVOS ANALÓGICOS
Todos los emigrantes tienen un país de origen; los emigrantes digitales vienen del mundo de la analogía: son nativos analógicos. Los nativos analógicos son (somos) los nacidos bajo el signo de la mímesis, de la semejanza, del parecido. Para nosotros la semejanza entre el acto y sus resultados es una necesidad. Si no existe esa relación, nos cuesta entenderlo. Nos encontramos un tanto perdidos.
En nuestro modo de entender el mundo los ingenieros constituían una clase privilegiada: ellos sabían cómo funcionaban las máquinas y no se cansaban de explicarnos qué ingeniosos mecanismos convertían un impulso mecánico lineal en uno circular y qué tipo de dispositivos actuaban y en qué momentos. La electrónica apenas cambió las cosas: diodos, triodos y pentodos no eran más que nuevos dispositivos cuya funcionalidad y sobre todo su funcionamiento estaban claros: amplificaban señales, con más o menos fidelidad y en determinados entornos… Percibimos la electrónica por semejanza a la mecánica. No era exacto, en realidad no eracierto; pero recurrir a los artilugios físicos ayudaba a entenderlo por extensión. La célebre fórmula de la comparación desigual seguía funcionando: esto es como aquello, en realidad es solo parecido. Eso era un algo electrónico y aquello era un artilugio mecánico, modesto, pero bien conocido. Para el bachillerato de entonces era más que suficiente. El resultado era un todo claro… y continuo. Se procedía del menos —poco a poco— al más; hasta el perfecto funcionamiento.
La continuidad se situaba en una lógica que implicaba inicio, desarrollo y final. Los viejos televisores de válvulas empezaban calentándose y pasaban —a veces tras unos minutos— a funcionar de verdad. La expresión calentar motores da cuenta de este modo de entender la vida de las máquinas: un movimiento progresivo hacia el perfeccionamiento, hacia el buen funcionamiento.
El nativo digital ha crecido en otras lógicas en otros modos de entender el mundo y el entorno más próximo que le rodea. La relación entre las acciones y sus resultados inmediatos y patentes mediante el uso de las tecnologías es el interface1.
La palabra ya es nueva. Para los pobres nativos analógicos, ese umbral, en el que las acciones sobre la tecnología se transformaban en resultados que nos superaban, podía compararse a los bastidores de un teatro. Allí, mediante mecanismos bien conocidos por los especialistas, los técnicos conseguían las semejanzas que les requerían los directores de escena: humo —apariencia de humo—, paisajes —pintados, por supuesto—; y galopar de caballos mediante el golpear de cocos… Un asunto relevante: aunque se supiera cómo realizar cada uno de estos actos, con mucha frecuencia la habilidad del ejecutante tenía importancia. A veces mucha importancia.
El segundo aspecto de toda aquella tramoya era que con frecuencia se identificaba con una tecnología. Y una tecnología se podía explicar, porque tenía una relación inmediata con la realidad y sus efectos con la idea de semejanza.
Uno de los elementos claves del mundo digital es precisamente el profundo cambio que se ha producido en el interface. Podría decirse que estamos ante un cambio tan radical como el que se produjo —se empezó a iniciar— hace unos 10.000 años y condujo a nuestra primera y más radical revolución: la de la escritura. Y más específicamente ante aquella que se basa en el alfabeto fonético con vocales y consonantes y no en cualquier otro. Y conviene recordar que los demás alfabetos sean muy ingeniosos nunca pudieron abrir paso al mundo tecnológico y científico y filosófico y ético que desarrolló occidente a lo largo de los últimos 5.000 años.
Esta importancia primordial de la relación del usuario con el interface que posibilita la comunicación con su tecnología digital tuvo y tiene una manifestación externa: no era, no es, extraño ver a personas muy dignas hablar con su ordenador o su impresora. No son tontos. He sido testigo presencial de este diálogo entre mujeres y hombres de cultura bastante superior a la media y de inteligencia destacada. Es un intento de establecer una comunicación, que se sabe imposible, pero que nos resignamos a intentar cuando fallan las instrucciones, que no hemos conseguido memorizar, o —más frecuentemente— ni siquiera hemos intentado aprender en el manual de instrucciones.
En realidad es otra forma de no entender el lenguaje que se habla en le mundo digital. Y se actúa como se suele en esos casos: primero se balbucean las pocas palabras que se han aprendido malamente; al comprobar que no se entienden, uno acaba —o sigue— pronunciando despacio y en un tono más alto las de su propia lengua. La escena termina siempre con la desesperación del emigrante que no acaba de entender cómo no se comprenden sus palabras si se pronuncian de modo tan claro, alto y espaciado.
La revolución digital tiene una envergadura similar a la de la escritura en lo que a cambio radical se refiere. No es solo otro modo de comunicarse. Es otra lógica. Es otro modo de ver el mundo y su composición y funcionamiento. Para nosotros los analógicos esto no es más que un nuevo idioma que intentamos aprender, con todas las dificultades que implica para un nuevo hablante cuyo cerebro ya está orientado hacia otras maneras de entender y tiene ya unos esquemas de funcionamiento. Somos una panda de viejos que corremos tras un tren. Lo peor es que cuando lo hemos alcanzado alguien nos avisa de que el trenestá ahora parado… y que el viaje continúa en otro que acaba de arrancar. De nuevo hay que dejar aquello en lo que nos habíamos establecido, ni siquiera acomodado, y volver a correr, cansados, hartos, hacia ese nuevo tren que no sabemos muy bien si nos gustará tanto como el que acabamos de abandonar. Corremos porque nos fiamos de quienes nos dicen que lo hagamos: no porque lo entendamos. No es extraño que ese continuo ejercicio acabe con nuestra paciencia… y con nuestras fuerzas.
Mi generación se acercó al ordenador como sustitutivo de la máquina de escribir. Hoy da vergüenza reconocer que profesores que imparten nuevas tecnologías y se presentan como expertos en este tema escribieron su tesis doctoral a mano y en vez de pasarla a máquina, utilizaron un WordPerfect en alguna versión que no tenía ni punto. Y pasaron por el calvario de hacer que sus textos se los mecanografiaran en ordenador, y luego pasarlos ellos, y más adelante intentar escribir directamentedesde el ordenador empleando un guión que recogiera sus ideas fundamentales… y por último dieron el paso: empezaron a escribir directamente sobre el teclado sin saber exactamente cuál sería su primera palabra sobre la brillante pantalla del PC. Pero las cosas sólo acababan de empezar: llegó el correo electrónico y la web y todo pasó por ella. No hubo que viajar para consultar bibliotecas y todo quedó disponible a toque de clic. Desaparecieron también las colas ante los cines y se pudo escoger entretenimiento a la carta. Los satélites y los nuevos superconductores hicieron que el peligro de saturación se redujera y que amplitud de la comunicación a partir de la red fuera potencialmente tan amplia como se necesitara.
Ser nativo analógico es un problema generacional. Ser emigrante digital es una opción libremente asumida. Por ejemplo, durante varios años —hace apenas nada— el vicedecano de nuevas tecnologías, de la facultad de derecho probablemente más importante de España, ni siquiera sabía utilizar Word. No importaba. Tenía capacidad suficiente como para que su ordenador particular le ordenara prácticamente todo: era un ordenador humano. Son los mejores ordenadores para los nativos analógicos. Además permite presumir de humanista y de confiar más en las personas que en las máquinas, como hacen las empresas de seguros en su publicidad.
Bien: esa generación de frontera fluctuante entre los mayores de 45 y 55 años se ha ido encontrando no sólo ante un nuevo código —como lo fue el alfabeto hace tantos siglos—, sino ante lo que el código supone. Desde luego, estamos ante un interface tan ancho, tan poblado de obstáculos (subjetivos) que se nos ha presentado como una malla infranqueable. La zona de bastidores, la de la tramoya, es para nosotros tan complicada que somos incapaces de entender qué hay que mover para que se produzca el efecto deseado. Y sobre todo: no acabamos de entender que no es necesario saber cómo se produce el efecto, sino tener la capacidad de ver para qué otras cosas puede utilizarse el efecto más allá de su inmediata inmediatez. El modo de moverse, o de tropezar continuamente con los elementos del interface es el criterio mejor para definir las diversas tribus de analógicos ante el desafío digital, no siempre superado.
La solución apocalíptica: la resistencia
Trabaja en una compañía que sólo podría triunfar en un mundo como el nuestro. Organizan la estructura informática de grandes eventos: campeonatos del mundo de cualquier cosa (desde esgrima hasta atletismo); que tienen lugar en cualquier parte del mundo (juegos panasiáticos, del Pacífico, panamericanos y panafricanos, simples olimpiadas donde toque cada cuadrienio…), dirigidos a cualquier tipo de participantes (paraolímpicos, de elite, miembros del ejército —de los ejércitos de casi todo el mundo—, empresarios que quieren hacer contactos jugando al golf) y que se celebran en viejas ciudades, o en urbes casi recién nacidas, o en las arenas del desierto de un jeque inmensamente rico, o en medio de los océanos...
Nuestro hombre es un auténtico especialista en bases de datos. Su destreza, su inteligencia y su dedicación permiten que una audiencia millonaria sepa —instantáneamente— en qué posición se ha de situar la marca del nadador que acaba de tocar el final de la piscina con la punta de su dedo. Y eso, aunque el deportista parezca un ser deforme, embutido en un bañador que recuerda a una botella de Coca-Cola. Nunca cosas tan importantes se emplearon para fines tan poco relevantes.
Pero el director técnico de esa empresa tomó una decisión hace muchos años. Nunca tendría un teléfono móvil. Desde una lógica absolutamente analógica, este resistente se niega a la integración en un aspecto tan básico: el de las telecomunicaciones. Su argumento curiosamente parece propio de un extraterrestre (y más en su ambiente de trabajo): la gente sabe que estoy en mi trabajo o en casa. En ambos lugares tengo teléfono de cable… y si no estoy allí, no quiero que nadie me interrumpa en mi descanso.
El teléfono móvil se percibe así como una cadena más que nos ata, primero, al jefe. Pero curiosamente lo peor es que nos deja sin defensa alguna ante cualquier ataque de los pesados normales… que son infinitos. Porque hay gente que no solo se empeña en trabajar en cualquier sitio y a cualquier hora, sino que pretende que el resto del mundo ha de hacer lo mismo para satisfacer y alimentar su demencia activista. Como si ser consistiera en hacer. Estos activistas del trabajo han fabricado a muchos apocalípticos del móvil. Gentes que quieren ser normales y que asumen plenamente que no quieren vivir para trabajar y dejar que una panda de estúpidos les estropee la vida.
Pero el apocalíptico radical no se limita a construir una trinchera para que se respete su vida y su personalidad. Eso es legítimo. Aquí se ha hablado del móvil; pero el móvil es cada vez más cosas: una conexión a Internet (otra cadena que nos ata con el jefe y los pesados… y eso sin contar el spam); una máquina de videojuegos; un artilugio para resolver crucigramas… o para leer dejándose la vista unos libros; o para aprender inglés… que esa es otra. En fin, cuanto mejor es el teléfono más gruesa es la cadena que nos une a nuestro jefe.
El apocalíptico se niega en redondo a la integración en lo digital: al menos como principio. Desde luego la resistencia ofrece formas muy distintas. Hay gentes que se niegan en redondo a cualquier tipo de colaboración. Hay que tener la edad, la fortuna y el talento para hacerlo. A mi me lo confesó, tan tranquilo, mi director de tesis hace unos años. ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. PARA EMPEZAR. ESTO ES SERIO
  7. I. TEMORES INFUNDADOS, PERO ARRAIGADOS
  8. II. UNAS REDES DIFERENTES; PERO NO TAN DISTINTAS
  9. III. EL MUNDO DIGITAL: NATIVOS Y EMIGRANTES
  10. IV. LOS NATIVOS ANALÓGICOS
  11. V. LA REVOLUCIÓN DIGITAL
  12. VI. ALGUNAS CONSECUENCIAS… POSIBLES
  13. VII. PLANES DE CONVIVENCIA… MIENTRAS LOS ANALÓGICOS MORIMOS