El colorante laicista
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El colorante laicista

  1. 224 páginas
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El colorante laicista

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El principio de laicidad es un eje fundamental sobre el que se desarrollan las relaciones Iglesia-Estado en las sociedades democráticas contemporáneas. Sin embargo, un trasfondo ideológico pretende erradicar el factor religioso de todo espacio público.El colorante laicista presenta los procesos seguidos por el laicismo para erigirse como doctrina dominante y ser la única voz autorizada en la configuración socio-política actual. Al mismo tiempo, otras voces -entre ellas, la católica- reclaman el derecho de intervenir en la vida pública, más aún cuando las propuestas parecen afectar a la libertad y a la dignidad de la persona. El debate está abierto, y exige conocer qué está realmente en juego.

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Información

Año
2012
ISBN
9788432142000
Categoría
Literatura
1. A MODO DE INTRODUCCIÓN HISTÓRICA
La relación existente entre el fenómeno religioso y el poder se remonta al origen mismo de la historia de la humanidad. Poder y religión establecen una solución de continuidad desde el inicio de la civilización y, el casode Occidente, no podía ser menos. Sociedad y religión, lo humano y lo divino, como fundamento extrínseco de la existencia humana y de su ordenamiento social, vienen imbricados desde los albores del pensamiento. Podríamos realizar un recorrido por las diferentes civilizaciones que entraña la historia de la humanidad y, de una u otra forma, no hallaríamos excepciones.
Podemos remontarnos al principio de los tiempos y encontraríamos un fenómeno universal y recurrente del que ninguna sociedad ha escapado. La función religiosa está, bajo una diversidad de manifestaciones, presente en toda sociedad humana. Para Mircea Eliade, el origen fundacional de las sociedades está sustentado en fundamentos sagrados. Toda sociedad requiere remitirse a un tiempo instaurador que, si bien en la actualidad alude a los distintos procesos constituyentes, en otras tradiciones supone la separación rigurosa de los individuos del presente respecto al tiempo instaurador. Desde el punto de vista jurídico ello garantiza que ningún hombre pueda hablar en nombre de la norma porque ésta alcanza el rango de sacralidad. En palabras de Gauchet:
Lo que da sentido a la existencia, lo que dirige nuestros gestos, lo que sostiene nuestras costumbres, no proviene de nosotros, sino de antes, y no de hombres como nosotros, sino de seres de otra naturaleza cuya diferencia y cuyo carácter sagrado consisten, sobre todo, en que fueron creadores, mientras que desde entonces solo ha habido seguidores; no hay nada en lo que es que no tuviera fijados su lugar y su destino en estos tiempos de adviento a los que ha sucedido nuestro tiempo de repetición1.
La Antigüedad
Grecia
En Grecia, pilar básico de nuestro pensamiento filosófico, de nuestra historia como civilización occidental y de lo que tardaríamos siglos en denominar Europa, podríamos asumir que el paganismo2 lleva implícito una comprensión de lo sagrado3 y también de lo religioso que dista mucho de cualquier consideración laicista o atea. Lejos de ello, es digna de resaltar la inmanencia de lo religioso en el orden social pues, como señala Châtelet: «la religiosidad está siempre en las costumbres bajo forma de ritual, de prácticas cotidianas, de impregnación del comportamiento y el imaginario; en las ciudades griegas, autoridad política y actividad religiosa son indisociables y ello no en virtud de una conjunción de esos poderes separados, sino porque siempre han estado unidos»4, a lo que cabe hacer extensiva la inmanencia, en el orden sociopolítico, del estatuto de lo divino5.
Mundo natural, ámbito social y mundo sagrado quedan entrelazados en la comprensión griega del hombre y sus relaciones de manera teórica y práctica. La polis griega entraña una estructura urbanística que excede la consideración puntual de la monumentalidad de las edificaciones. Acrópolis y ágora forman el irresoluble vértice de la vida de los hombres libres de Atenas. Lo sagrado y lo social vienen a configurar la comprensión de lo humano pues, fundamentalmente, la vida viene a desarrollarse a partir de una concepción antropológica sobre quién se es, por qué se es y qué se debe ser. El pensamiento filosófico no pretende entrar en conflicto con la cosmovisión general que heredan los griegos de la tradición mítica. Muy al contrario, Platón recurre con frecuencia al mito, como elemento didáctico y justificador de su visión del cosmos, del hombre y de la sociedad. Visión, por otra parte, fundante de la filosofía que, durante siglos, ha desarrollado Occidente y que, lejos de desechar el elemento sagrado, lo incorpora al pensamiento en forma cortejos celestes donde las almas libres conocen las Ideas junto a los dioses o, precisamente en una discusión de plena actualidad, reclama un modelo educativo, paideia, que sea digno de los dioses y suponga para los jóvenes un estimulante modelo que muestre la virtud.
El carácter aproiórico del conocimiento es presentado simultáneamente como de origen divino pues, son los inmortales dioses que habitan en lo celeste, quienes gozan del perpetuo conocimiento de las Ideas, organizadas jerárquicamente y, en cuya cúspide, encontramos el Bien. Inicialmente para Platón el Bien era, como para su maestro, un problema ético. No obstante, el análisis de las circunstancias deontológicas que pudieran derivar en diversas formas de relativismo, lleva al pensador ático a investigar por la vía epistémica: la Verdad es una Idea extraordinariamente elevada que impele al sujeto a través de la atracción erótica pero que no se tiene como finalidad en sí misma. El ser está en el vértice de esta investigación y es precisamente quien ilumina toda realidad, toda Idea menor. La plenitud del ser es el Bien. El problema del Bien ha derivado así, en un asunto ontológico y, consecuentemente, el orden cósmico iluminará el orden natural y, en correlativa proyección, el orden social6.
El conocimiento es, pues, la base del buen ordenamiento social que llevará a Platón a postular la conveniencia de que los filósofos dirijan la sociedad, para una mejor consecución de la virtud que llevará al conjunto social a la felicidad. Los elementos divinos de la religión pagana griega están continuamente presentes en el discurso platónico, sin que pueda suponer escándalo alguno para sus contemporáneos. De hecho, hay una elaborada teología civil en el pensamiento de Platón quien en la República 7, a propósito de la educación de los guardianes, insta a la eliminación de aquellas fábulas de carácter mítico que puedan deformar la imagen de los dioses, sugiriendo dos cuestiones: que la divinidad es buena y que por lo tanto no es causa del mal, sino solo del bien; y que la divinidad ni se transforma, ni engaña, ni miente: «la divinidad es un ser perfectamente simple y verdadero: verdaderas son sus palabras. Y no cambia ni engaña a los otros»8.
Sociedad, educación y dioses suponen una irremediable solución de continuidad en un mundo en el que la acusación de impiedad le costó la vida a Sócrates.
Tampoco el pensamiento aristotélico establece rupturas graves respecto a esa comprensión global del orden del universo, del orden social y de la configuración del individuo concreto dentro del consecuente orden moral. La heterodoxia platónica o el afianzamiento de la tradición en Aristóteles suponen, una comprensión ontológica que viene a derivar en una visión de lo permanente de la cual dependerá la actividad práxica. La areté platónica y la aristotélica suponen —ambas— una comprensión antropológica que marca directamente el camino del perfeccionamiento social y personal, pues la virtud que desarrolla al individuo tiene inexcusables implicaciones morales y políticas que revierten en la sociedad. Por tanto, la cuestión política se convierte en uno de los ejes del pensamiento griego clásico. Los hombres y sus relaciones, es decir, la dimensión práxica de la actividad humana «constituye el punto central a partir de la cual se distribuyen los géneros culturales nuevos, nacidos del hecho de la polis, y se reactivan los antiguos». Es claramente el caso de «la religión y la religiosidad, que nunca están ausentes en la realidad cívica» griega9.
Pero, curiosamente, la civilización que dio origen al pensamiento filosófico y científico de Europa, no era Europa. Al menos en cuanto a la noción o el proyecto que actualmente entendemos como Europa. Ni los griegos de la antigüedad, ni siquiera los del clasicismo, pensaban en una realidad sociopolítica más allá de sus fronteras geográficas y culturales. Ellos no ignoraban la existencia de otros pueblos y costumbres, sino que, en la búsqueda de su propia identidad, un griego no podía aspirar a ser otra cosa superior. La polis se presentaba como el microcosmos idóneo que hacía posible la humanización a todos los niveles. La buena ordenación, por lo tanto, es una ordenación política y moral siguiendo el modelo dominante por entenderse también que es el más civilizado, el más humano10.
Roma
Mucho más marcada es la imbricación de los fenómenos religioso y político en Roma. El efecto social que los dirigentes romanos ejercían sobre la población, a veces, rozaba el misticismo. No es cuestión de desarrollar aquí un ensayo acerca de los procesos de legitimación del poder político o de justificación del poder religioso. Lo cierto es que imperium y potestas se hallan en la fuente del ideario imperial de Roma requiriendo una consagración bajo la doble elección, divina y popular, donde se aconseja a los magistrados el ejercicio de la auctoritas de orden moral sobre la religión y la política como guardianes de la tradición romana (Schmidt)11. Son muchas las reminiscencias que encontramos en la arquitectura civil romana que avalan el carácter sagrado del poder, así como la supeditación de los hombres a las distintas divinidades. Altares y hornacinas, lares e innumerables referencias a las deidades, que están presentes en la vida de la ciudadanía romana y de sus mandatarios.
Roma abarcaba toda la cuenca del Mediterráneo: desde el Oriente Medio hasta la Península Ibérica, incluyendo el norte de África y la Península Itálica, a las que se añadían Britania, Galia y la franja situada entre los ríos Rin y Danubio... La idea de identidad cultural aglutinada por un poder político centralizado, con un gran aparato administrativo, fue reforzada por la gran dotación de obras públicas que garantizaban las comunicaciones y los abastecimientos básicos de agua; por el latín como lengua vehicular del Imperio, por la moneda como elemento primordial que facilitaba las transacciones económicas, por una una innegable tolerancia religiosa, siempre abierta a nuevas deidades y prácticas cultuales compatibles con el Estado y, entre otros muchos legados, por un gran desarrollo del Derecho. La ley es el fundamento de las relaciones humanas dentro del Imperio que otorga identidad (ciudadanía) y capacidad para su ejercicio. Un magnífico escenario para que una nueva religión se extendiera por el mundo civilizado de Occidente. El cristianismo nace y crece en Roma. Pero hay que reconocer que este otro pilar tampoco es Europa. Los límites geográficos, étnicos y culturales de Roma no permiten al investigador situar Europa en el marco histórico del Imperio. Ni era ese el proyecto de los estadistas romanos a lo largo de la historia. Más allá de los confines de Roma seguía habiendo bárbaros por lo que civilizar era romanizar. No estaba Europa bajo el dominio de Roma, ni Roma creó Europa.
El paso de la República al Imperio supuso una crisis jurídico-política que implicó graves consecuencias para los cristianos dentro de Roma, dando lugar a las persecuciones por causa del rechazo de éstos a rendir culto al emperador. Con la liberalización del cristianismo dentro del Imperio y su posterior designación como religión oficial, la comprensión de las relaciones entre el poder y la religión adquirieron una dimensión distinta. Augusto Galerio publica en el año 311 un edicto con el que rectifica su política religiosa dotando al cristianismo de derecho de existencia legal, con lo que, la nueva religión monoteísta, derivada de la tradición judía, recibía del Imperio un estatuto oficial de tolerancia y dejaba de ser una superstición ilícita. Con este edicto los cristianos gozaron de libertad de reunión, libertad de culto y estaban facultados para construir templos dedicados a su Dios. Pero será en el año 313 en el que Constantino I el Grande y Licinio firmarán el Edicto de Milán, a través del cual se decretaba en Roma una libertad religiosa sin excepciones. Hacia el año 324 Constantino comenzaría a ser el único soberano de la totalidad del Imperio, promulgando dos edictos más con el propósito de instaurar la paz religiosa en Oriente y garantizar a todos el ejercicio de su culto, pronunciándose con afinidades cristianas, instando y exhortando a sus súbditos a «servir con toda r...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLA
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. INTRODUCCIÓN
  7. 1. A MODO DE INTRODUCCIÓN HISTÓRICA
  8. 2. LAICO, LAICIDAD Y LAICISMO. APROXIMACIÓN TERMINOLÓGICA
  9. 3. LA PROYECCIÓN POLÍTICA DEL PRINCIPIO DE LAICIDAD
  10. 4. UNA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA
  11. 5. LAICIDAD DESDE EL DEBATE FILOSÓFICO-POLÍTICO
  12. BIBLIOGRAFÍA