Palabras sin música
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Palabras sin música

Memorias

  1. 495 páginas
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Palabras sin música

Memorias

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Corría el año 57 y la señora Glass estaba muy preocupada por el incierto futuro de su hijo, recién graduado en la Universidad de Chicago. "Si te vas a Nueva York a estudiar música acabarás como tu tío Henry", le dijo. Aquel Henry era un músico itinerante que tocaba la batería en teatros de variedades y salas de baile. "Eso es lo que realmente quiero", contestó el joven Philip. A la mañana siguiente tomó el autobús que lo conduciría desde las calles de Baltimore hasta el sueño de la creación vagabunda. No fue, sin embargo, un camino de rosas: la ópera 'Einstein on the Beach' lo consagró en 1976 como uno de los más grandes compositores del planeta, pero durante las dos décadas anteriores se ganó la vida arreglando tuberías o conduciendo taxis y camiones de mudanzas. También vivió en París y recorrió la India, un viaje iniciático que le dejó una huella indeleble.Philip Glass es una figura central en la cultura contemporánea. Sus sinfonías, óperas, bandas sonoras y piezas de cámara han entrado por derecho propio en la partitura de nuestro tiempo. Sus rupturas, sus audacias, son ya insoslayables. En este libro, sin embargo, Glass también se descubre como un cronista agudo y minucioso, como un narrador nato que con pocos trazos logra dibujar anécdotas, atmósferas y personajes (entre ellos, Allen Ginsberg, Ravi Shankar, Doris Lessing, Richard Serra, Leonard Cohen o Martin Scorsese). No será fácil igualar su recreación de la bohemia neoyorquina durante la segunda mitad del siglo XX. 'Palabras sin música' no es la exégesis de una obra, sino el espejo de una vida apasionante. Es, además, un canto al poder del arte para transformar el mundo.

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2017
ISBN
9788416665730
Edición
1
Categoría
Music
JUILLIARD
Recién graduado por la Universidad de Chicago, pasé el verano de 1956 trabajando junto con mi hermano Marty para mis tíos David y Willie descargando vagones de contrachapado en su empresa de suministros de madera situada en la zona industrial de Baltimore. Trabajar en la Central Building Lumber and Supply fue un suave preludio de mi trabajo en la acería con trabajadores humildes, procedentes mayoritariamente del Sur, pues se trataba de un negocio de la familia, lo que nos diferenciaba automáticamente a mi hermano y a mí del resto de los empleados.
En otoño, volví directamente a Chicago. Necesitaba reflexionar sobre ciertas cosas y me sentía más libre en un sitio en el que había vivido por mi cuenta varios años, lejos de la influencia de mis padres. Y, aunque me inscribí en unos cursos de filosofía en la universidad, dediqué la mayor parte de mi tiempo a planificar mi traslado a Nueva York.
Mi objetivo era ingresar en Juilliard. Markus Easkin, mi profesor de piano, había estudiado allí, pero no me había hablado mucho de todo aquello. Escogí la mejor escuela de música de Estados Unidos y estaba decidido a entrar en ella. Solicité el ingreso en un solo centro, no presenté una segunda ni una tercera solicitud. Tenía ya un grado universitario de una de las universidades más prestigiosas del país y no estaba interesado en la carrera académica. Lo que yo buscaba era una escuela profesional y Juilliard era la escuela profesional por excelencia.
Joven como era, tenía absoluta confianza en poder lograr lo que me propusiera. Aun así, cuando pensaba en ir a Nueva York, no sabía muy bien cómo hacerlo. Escribí para informarme y me enteré de cuándo tendrían lugar las pruebas. Por aquel entonces, ese tipo de citas no se podían hacer por teléfono. Uno escribía una carta y te mandaban la respuesta. Mi cita era para una prueba de flauta, pues no quería mostrar mis primeras composiciones, porque sabía que no eran lo suficientemente buenas. Para entonces, ya había dejado atrás mi música primeriza de doce tonos inspirada en Alban Berg. No creo que fuera especialmente bueno. Su estética me era extraña y me sonaba como un refrito de expresionismo germano, toda ella demasiado abstracta para estimular mi imaginación. Mucho más tarde, andando el tiempo, llegué a estimar la música de Sctokhausen, Hans Werner Henze, Luigi Nono, Luciano Berio e incluso de Pierre Boulez, pero en 1957 lo que escuchaba era Charles Ives, Roy Harris, Aaron Copland, Virgil Thomson y Wil­liam Schuman.
Una vez concertada mi prueba en Juilliard, cogí el tren de Chicago a Baltimore, donde tuvo lugar la conversación con mi madre en la que me advirtió de dónde me estaba metiendo, una vida de viajes y hoteles, y cogí el autobús a Nueva York. Como ya he descrito, la prueba tomó un inesperado derrotero y concluyó con mi aceptación del plan de pasar un año en la clase de composición de Stanley Wolfe de la Extension Division, para, en la primavera siguiente, la primavera de 1958, repetir la prueba, esta vez como estudiante de composición. Y, si me admitían, matricularme ese otoño.
El único problema que quedaba por resolver era, como siempre, el económico, de manera que volví a la estación de autobuses, el Port Authority Terminal, situada en la Octava Avenida con la calle 41 de Manhattan, y compré un billete de vuelta a Baltimore, con la Bethelhem Steel como objetivo.
En sus días de esplendor de los años cincuenta, el cielo nocturno en la Bethelhem Steel de Sparrows Point era un espectáculo magnífico. Iba en coche desde casa de mis padres, en Clark Lane con Park Heights Avenue, hasta la acería. Por fin, tras veinticinco años tratando de abandonar el centro de Baltimore, Ben e Ida habían logrado instalarse cerca de los suburbios. Conduciendo desde su casa, circunvalaba la ciudad en dirección sudoeste hacia Sparrows Point y, desde veinte kilómetros antes, el cielo ya resplandecía a causa de la luz de los altos hornos, en los que se fundía el mineral de hierro para transformarse en gruesas planchas de acero. Al principio, era como un resplandor, menos colorido que un amanecer y más parecido a un crepúsculo invertido, que gradualmente iba saturando el cielo nocturno con una ardiente luz blanca.
Tenía un turno rotatorio, lo que significaba que en el transcurso de tres semanas mi jornada laboral iba pasando de 6h-14h, a 14-22h. y, finalmente, a 22h-6h. El turno de noche era mi favorito. Salía de casa a las nueve en el coche familiar prestado, un Simca azul pálido, y, al cabo de unos cuarenta minutos, empezaba a vislumbrar el resplandor de los hornos, lo que nunca dejaba de emocionarme. El cielo estaba impregnado de luz y energía solo eclipsadas, horas más tarde, por el amanecer. Daba igual si llovía o estaba despejado, el calor blanco de los hornos prevalecía.
Allí, en los hornos, era donde me habría gustado trabajar, pero la tarea que me tocó al lado fue otra, el manejo de una grúa aérea, que se deslizaba por unos raíles sujetos al techo, en la fábrica de clavos. Mi trabajo consistía en coger contenedores llenos de clavos, pesarlos en una gran balanza y llevarlos hasta la entrada de la nave para ser empaquetados y etiquetados. El suelo de la nave estaba ocupado por hileras de máquinas que recogían el cable de acero y lo convertían en clavos a una increíble velocidad. Un sitio endemoniadamente sucio y ruidoso.
El trabajo era a destajo, lo que significaba que los operarios de las máquinas cobraban en función de lo que producían. De hecho, dejaban sus máquinas ociosas el menor tiempo posible. Se trataba de hombres muy curtidos de entre treinta y sesenta años provenientes de las Carolinas, Florida, Alabama o Luisiana a la busca de trabajos bien pagados. Sparrows Point era, dentro de la industria pesada, la primera etapa en su camino hacia el norte, a no ser que optaran por ir a Chicago. Eran increíblemente fuertes y trabajadores. De uno de ellos, alto, flaco y musculoso, se decía que provenía de Florida y que podía reducir un caimán con las manos. No lo traté mucho, por lo que no se lo oí contar, pero me lo creo. Era uno de los que podía permanecer en la máquina trabajando sin parar las ocho horas del turno. Otro era conocido por construir pequeñas cabañas de cazadores en las colinas de Maryland usando exclusivamente materiales reciclados de la planta (tablones, alambre, clavos, incluso ventanas rotas). Era un «héroe» muy popular en la planta.
Delgado, con la cara fresca recién afeitada y la sonrisa fácil, a aquellos hombres yo debía de resultarles una extravagancia. ¿Y por qué no habría de sonreír, si cobraba menos que ellos pero mi trabajo era sin duda más fácil? Con periodos intensos de menos de una hora en que pesaba y anotaba los clavos producidos en la factoría, tenía esperas a veces de hasta dos horas antes de que los contenedores volvieran a llenarse.
A pesar de mi juventud, los trabajadores se mostraban muy amables conmigo. Supongo que el ser el pesador me aseguraba una buena acogida en toda la factoría. El único momento embarazoso lo viví el primer día de trabajo cuando me metí por equivocación en los lavabos de los empleados de «color». Me echaron rápidamente a empujones en medio de fuertes risotadas. No había mala intención ni resentimiento, simplemente les resultó muy divertido. De todas maneras, tomé nota. Teniendo en consideración todo aquello, a pesar de no parecerse en absoluto a los empleados de Ben ni a los clientes de la tienda de discos, me desenvolví bastante bien entre aquellos hombres de la fábrica. Creo que menos de la mitad habrían pasado de la escuela primaria.
En el Sur rural, gran cantidad de jóvenes abandonaban la escuela en cuanto podían empezar a trabajar. La mayoría de aquellos hombres no era ni tan siquiera clase obrera, sino que provenía directamente del campo y las granjas que no hacía mucho tiempo habían formado parte de la Confederación. Sentía curiosidad por ellos y ellos se mostraban curiosos y amables conmigo. Por sexo, todos eran hombres y, por raza, una mezcla de negros, morenos y blancos. Vestían ropas bastas, algunos llevaban el pelo largo y otros, corto. Lo más sorprendente para mí era el aparcamiento, lleno de coches nuevos y un extraordinario porcentaje de enormes Cadillacs, con sus antenas de radio, sus asientos de piel y sus grandes alerones traseros. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que yo llegara a conducir un Cadillac. No fue hasta mi época de compositor de bandas sonoras para películas en Los Ángeles que alquilé un Cadillac. Estoy seguro de que el aparcamiento de la Bethlehem Steel me debía de seguir rondando la cabeza, por lo que, al conducir uno de aquellos coches grandes, tuve un sentimiento de realización no muy diferente del sentimiento que debía dominar en aquellos tipos que había conocido tiempo atrás.
Por suerte, nunca me molestó ganarme la vida como buenamente pudiera y realmente disfruté trabajando en la fábrica. También fue bueno porque no llegaría a ganármela como músico-compositor hasta 1978, cuando a los cuarenta y un años la Netherlands Opera me encargó la composición de Satyagraha. Aun así , todos los años de trabajos de supervivencia, veinticuatro, nunca me pesaron. Mi curiosidad por la vida se impuso sobre cualquier menosprecio que pudiera haber tenido hacia el empleo. Por tanto, si se trataba de una cura de realidad, yo me curé a una edad muy temprana.
Tras seis meses de trabajo en la fábrica, había ahorrado mil doscientos dólares. Ida y Ben ya conocían mis planes y, a pesar de su consternación, al menos no trataron de disuadirme. Tampoco la manutención fue un tema que tuviéramos que discutir. Después de todo, ya me habían mantenido durante la universidad. Ahora me iba por mi cuenta a Nueva York a empezar mis estudios de música en serio.
Mi primera casa en Nueva York fue una pequeña habitación situada en la cuarta planta de un brownstone,10 en la calle 88 con la avenida Columbus. Costaba seis dólares a la semana y tenía una cama individual, una cómoda y una bombilla colgando del techo. Condiciones más humildes debían de ser difíciles de encontrar, pero el precio estaba bien.
Al menos durante los primeros meses, hasta que conseguí un trabajo a media jornada y una vivienda más grande, no pude tener piano, pero en Juilliard las salas de ensayo estaban disponibles para los estudiantes. Como yo no tenía la carrera de piano y ni tan siquiera estaba matriculado como estudiante de piano, no podía reservar hora. Tenía que encontrar una sala vacía y aguantar hasta que me echaran quienes sí la tenían asignada. Había bastantes salas, pero también había muchos pianistas, cantantes y directores. Estaba trabajando muchísimo para mejorar mi forma de tocar el piano y aprovechar el tiempo tocando mis composiciones y ejercicios, pero encontrar una sala no era fácil, así que como la escuela estaba abierta desde las siete de la mañana, la solución era llegar pronto y apoderarse de cualquier piano, teniendo en cuenta que los buenos estaban muy solicitados. Con suerte podía conseguir tres horas, a menudo cambiando de sala cuando llegaban los ocupantes programados. Los estudiantes de Juilliard son el grupo de jóvenes más motivados que se puede encontrar y a veces incluso no había salas de ensayo disponibles.
Me matriculé en octubre, un mes tarde, pero eso no suponía ningún problema en la Extension Division. Al mismo tiempo empecé a asistir como estudiante no matriculado a otras clases de teoría musical e historia, conocidas en Juilliard como Literatura y Materiales de la música. Estaba permitido asistir a los cursos regulares de la escuela, de manera que podía ir a lo que quisiera, la única excepción era que no podía tener un profesor particular de composición, dado que oficialmente no pertenecía a la escuela. De hecho, yo estaba en el departamento de educación para adultos, que facilitaba un posible ingreso en la escuela incluso sin un grado universitario en música.
A finales de los años cincuenta, antes de la construcción del Lincoln Center, Juilliard se encontraba en un edificio de la calle 122 con la avenida Claremont, cuya parte trasera daba a Broadway. El primero y el segundo piso es...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Imagen
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. PRIMERA PARTE
  7. Baltimore
  8. Chicago
  9. Juilliard
  10. París
  11. Ravi Shankar
  12. Nadia Boulanger
  13. Viaje al Oriente
  14. Rishikesh, Katmandú y Darjeeling
  15. El bendito doctor del Valle de Tomo
  16. Kathakali y Satyagraha
  17. Cuatro caminos
  18. SEGUNDA PARTE
  19. Regreso a Nueva York
  20. Primeros conciertos
  21. Arte y música
  22. Cape Breton
  23. El East Village de Nueva York
  24. Einstein on the Beach
  25. TERCERA PARTE
  26. Ópera
  27. Música y cine
  28. Candy Jernigan
  29. La trilogía de Cocteau
  30. Epílogo
  31. Pliego de fotos
  32. Sumario
  33. Créditos
  34. Colofón