La experiencia musical como mediación educativa
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La experiencia musical como mediación educativa

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Si el propósito de la escuela es preparar para la vida, la música como experiencia que acompaña al ser humano desde su nacimiento debería ocupar un lugar destacado en la educación. Sin embargo, el trato que esta materia ha recibido y todavía recibe en los diferentes contextos educativos en nuestro país es desigual. La presente obra ofrece razones para reconocer la necesidad de una educación musical de calidad en la escuela pública. Esto supondría situar la experiencia musical en un primer plano, junto al resto de las de materias, de modo que se superaría su uso como mero telón de fondo para realizar otras tareas.La aproximación al hecho musical desde su dimensión cognitiva, emocional y social será clave para entender qué papel puede desempeñar la música en la escuela. Una escuela en una sociedad fragmentada, inmersa en continuos y acelerados cambios que generan numerosas posibilidades, pero, a la vez, múltiples desafíos e incertidumbres.Hablar de la experiencia musical como mediación supone reconocerla no solo por su valor estético –que ya sería una razón más que suficiente para otorgarle un lugar relevante en el currículo obligatorio–, sino también como un medio de expresión que contiene saberes, ideologías y un lenguaje propio. Esta característica le confiere protagonismo en la acción pedagógica, pues facilita experiencias de aprendizaje en las que se promueven la creatividad, la participación, la expresividad y la racionalidad. Por tanto, el vínculo necesario entre la escuela y la universidad requiere una formación inicial de los docentes que apueste por integrar saberes disciplinares, prácticos y experienciales en torno a la música a fin de generar un proceso compartido de construcción del conocimiento a partir de la investigación, la revisión crítica, el diálogo y la comunicación.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418348136
1
La música como experiencia humana en la sociedad del siglo XXI: una aproximación holística
La naturaleza musical del ser humano es un hecho totalmente aceptado, ya que desde la Prehistoria hasta la actualidad la música ha constituido un elemento fundamental para todas las culturas. Su aparición se produce de manera simultánea al lenguaje debido a la necesidad de comunicarse y cooperar, ya que en nuestro pasado evolutivo la comunicación sonora era crítica para la supervivencia y la reproducción (Mithen, 2009; Zatorre y Peretz, 2001). Esta competencia comunicativa, que nos caracteriza como seres humanos, es la que nos permite construir culturas y convivir con otros individuos en grupos sociales de diversa índole, tamaño y razón de ser (Geertz, 2001). Así, la música supone un canal de comunicación fundamental, ya que proporciona un medio a través del cual las personas pueden compartir emociones, intenciones, significados, incluso cuando sus lenguas vehiculares son diferentes u otros canales de comunicación se ven reducidos.
North y Hargreaves (2008) plantean que la omnipresencia de la música en nuestras vidas hace difícil pasar por alto las numerosas influencias que ejerce en ellas desde el nacimiento hasta la vejez, pasando por la infancia, juventud y edad adulta. Walker (2005) señala que la ubicuidad de la música en la sociedad actual es uno de los hechos que demuestra que, posiblemente, esta sea uno de los elementos más importantes en nuestras vidas, ya que se relaciona con nuestras emociones, sentimientos, creencias y nuestra personalidad. Si, como apunta este autor, los seres humanos tenemos dos necesidades básicas, la primera relacionada con nuestra supervivencia a nivel biológico y la segunda, con los aspectos emocionales e intelectuales, la música supone un elemento muy importante para el desarrollo de esta segunda necesidad; por lo tanto, se puede concluir que no podríamos vivir sin música.
El hecho de que no exista una cultura humana conocida que carezca de una forma de expresión musical puede ser un buen argumento para afirmar que «la música es una parte natural e inevitable de la evolución de los seres humanos en todos los lugares» (p. 136). Así, la experiencia musical está socialmente localizada e influenciada por el mundo que nos rodea debido a que la música se experimenta en diferentes contextos sociales y culturales. Aunque esta experiencia se considera innata en el ser humano, está enmarcada y modelada por las interacciones sonoras dentro de contextos socioculturales particulares, así como por la subjetividad y la biografía individual.
Precisamente será la exposición a un proceso de enculturación musical el que permita a los sujetos ser musicales y poder comunicarse e interactuar con otros a través de la experiencia musical. Aunque en algunas culturas sigue existiendo la concepción errónea de que se puede ser o no musical, Welch y McPherson (2012) afirman que «a menos que ocurra algo negativo que impida el progreso, la evidencia empírica indica que las habilidades musicales normalmente se desarrollan con la edad y la experiencia y, particularmente, en un ambiente educativo» (p. 11).
Wallersted y Lindgren (2016) añaden que los contextos en los que se producen experiencias y aprendizajes musicales son muy diversos, independientemente de que esas experiencias hayan sido o no diseñadas desde un punto de vista educativo, ya que se pueden desarrollar en contextos de aprendizaje formal, no formal e informal. Y más en la actualidad, donde la música tiene un protagonismo en nuestra vida cotidiana mucho mayor que en el pasado debido, en parte, al desarrollo tecnológico que ha incrementado el poder económico de la industria musical (Hargreaves, Miell y MacDonald, 2002). Gracias a los dispositivos tecnológicos tenemos un acceso fácil y poco costoso a gran variedad de estilos musicales. «Los modos en los que la gente experimenta la música como consumidores, fans, oyentes, compositores, arreglistas, intérpretes o críticos, así como los contextos en los que esto ocurre, son mucho más diversos que tiempo atrás» (p. 1).
Esta amplia posibilidad de oportunidades de experimentar la música supone un aspecto muy importante a tener en cuenta desde el punto de vista de los profesionales de la educación musical (Folkestad, 2006). Así, desde este ámbito se hace obligatorio proporcionar una comprensión del diverso caleidoscopio de manifestaciones musicales en las que el ser humano está inmerso, y en este proceso se necesita la implicación de todos los agentes educativos (Porta, 2001).
Si pensamos que la media de consumo de música por parte de los jóvenes es de hasta seis horas diarias, «una asimilación permanente e irreflexiva de los fenómenos acústicos, en lugar de fomentar el desarrollo personal a través de la música corre el riesgo de producir más bien los efectos contrarios. Por ello, es de particular importancia estimular a los niños ya en edades tempranas para que hagan música activamente y capacitarlos para una relación adecuada tanto con los nuevos medios que la técnica pone hoy a nuestra disposición como con el entorno musical (sin olvidar la contaminación acústica asociada al mismo)» (Rodríguez-Quiles, 2003: 2). Las capacidades musicales se desarrollan si los niños y las niñas están expuestos a un ambiente musical apropiado (Adachi y Trehub 2012; Barrett y Tafuri, 2012; Harwood y Marsh, 2012; Hodges y Gruhn, 2012; Tafuri, 2009; Trevarthen y Malloch, 2012) así que, como educadores, el desafío debe ser utilizar nuestros conocimientos pedagógicos y evidencias científicas para, independientemente de la capacidad más o menos innata de los individuos, atender a las necesidades de cada uno y proporcionarles una experiencia musical educativa adecuada (Welch y McPherson, 2012).
Necesitamos, por tanto, tomarnos en serio la manera en la que se desarrolla la educación musical teniendo en cuenta que las primeras experiencias directas con la música suelen ser las responsables de en qué línea y con qué intensidad se desarrollará posteriormente la relación del joven con ella (Allsup, Westerlund y Shieh, 2012; Mota y Figueiredo, 2012; O’Neill, 2012; Spruce y Ódena, 2012).
Y en esta tarea no nos debemos limitar al conocimiento de las habilidades técnicas que implican estos procesos y a conocer cómo las adquieren los sujetos, sino que, tal y como apuntan McPherson, Davidson y Faulkner (2012), el propósito de nuestro trabajo debe ir más allá y entender el papel que juega la música en la vida de las personas.
La intención es, aun sin dejar a un lado los conocimientos técnicos y de alfabetización musical, poner un mayor acento en la importancia de una educación musical que atienda a las interacciones expresivas, comunicativas y afectivas que permiten a los y las aprendices ser conscientes de sus propias vidas musicales y experimentar el poder de la música en sus procesos de autoconocimiento personal y de interrelación con los demás (Hargreaves, MacDonald y Miell, 2012; Renwick y Reeve, 2012). Además, como apuntan estos autores, nuestro objetivo debe ser que el proceso de enseñanza-aprendizaje musical esté conectado a los y las discentes, de modo que resulte significativo para ellos.
Antes de poner nuestra mirada en la escuela es necesario comprender la naturaleza holística de la experiencia musical, pues para poder introducir la música en el aula hay que tener en cuenta el papel que juega en la vida de las personas. Así, en este primer capítulo voy a realizar un análisis de las dimensiones cognitivas, emocionales y sociales de la experiencia musical. Se trata de entender ese papel, empezando por la dimensión individual, para continuar por la social y aportar evidencias que nos permitan justificar el valor educativo de la música y la importancia indiscutible que juega en el desarrollo humano.
Así indagaremos en cómo la música influye en nuestro cerebro y cuáles son las capacidades cognitivas que se ponen en juego a través de la experiencia musical. A continuación, me detendré en una de las características propias de la música: la capacidad de emocionar. En este segundo epígrafe analizaré ese proceso de vinculación de la música con la emoción y cómo puede contribuir al desarrollo de competencias emocionales y sus implicaciones educativas. Finalmente, abordaré el concepto de identidad musical aproximándome al modo en el que la música influye en los procesos de configuración de la identidad individual y social, poniendo el acento en el carácter intersubjetivo de la experiencia musical.
1.1. Música y cerebro: aportaciones desde la neuroeducación
La aproximación a la dimensión cognitiva de la experiencia musical se puede realizar desde diferentes perspectivas y con diversos propósitos. En este caso, la intención es conocer en qué medida la música incide en los procesos cognitivos que lleva a cabo el ser humano en la construcción de conocimiento. La percepción, la atención, la memoria, el análisis y la síntesis, la comparación, la clasificación, la experimentación, la generalización, la intuición... están operando diariamente en la manera en que aprendemos, en la manera en la que conocemos el mundo. Entender las implicaciones que la experiencia musical tiene en estos procesos nos permite comprender mejor cómo inciden dichas experiencias y, además, nos proporciona evidencias de la influencia de la música en el aprendizaje que contribuyen a la defensa de su importancia como mediación educativa.
En los últimos años, la investigación sobre el aprendizaje desde la perspectiva de la neurociencia ha cobrado gran relevancia en los contextos educativos como otro elemento más a tener en cuenta a la hora de comprender los procesos de enseñanza-aprendizaje. Junto a las evidencias procedentes del ámbito de la psicología y de la pedagogía, vinculadas a estudios de corte tanto cuantitativo como cualitativo y a las diferentes dimensiones que necesitamos tener en cuenta en los contextos educativos, conocer la manera en la que funciona el cerebro se ha convertido en otra dimensión más. Hablar de plasticidad cerebral, de neuronas espejo o funciones ejecutivas es algo ya habitual entre docentes.
Por lo tanto, esta aproximación al binomio música y cerebro puede ser relevante, siempre siendo cautos en la manera en la que los estudios son interpretados y teniendo en cuenta que no se trata de aplicar directamente los hallazgos provenientes desde la neurociencia, sino que hay que considerar otros muchos factores que intervendrán según sean los contextos particulares. Como apunta Stern (2005), aunque este tipo de investigación es prometedora, no podemos olvidar la necesidad de colaboración con los educadores y la importancia de ofrecer una información correcta con el fin de evitar la generación de mitos y falsas expectativas. La neurociencia, por sí sola, no puede proporcionar el conocimiento específico requerido para diseñar entornos de aprendizaje adecuados, pero sí que puede ayudar a explicar por qué algunos entornos de aprendizaje funcionan y otros no, al informar sobre las capacidades y limitaciones del cerebro en el aprendizaje. Así, sin olvidar la necesidad de tener una visión holística de los procesos de enseñanza-­aprendizaje, creo que no debemos desechar la contribución importante que la neurociencia puede hacer a la educación.
Gracias a este tipo de investigaciones se han confirmado aspectos que conocíamos de forma intuitiva como, por ejemplo, la importancia de factores como la motivación intrínseca, la interacción social o el contexto en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Se han obtenido evidencias «de la integración de los nuevos conocimientos en estructuras previas o familiares, de las consecuencias de un ambiente rico en estímulos o del desarrollo de nuevas redes neuronales» en los procesos educativos musicales (Hodges y Gruhn, 2012: 208). Tal y como puntualizan estos autores, aunque la investigación neuromusical no puede contestar a la pregunta de qué enseñar, sí que puede arrojar luz acerca de las estrategias metodológicas que son más o menos apropiadas.
Además, en el ámbito de la educación musical este tipo de información que proviene de la investigación científica de corte más cuantitativo, relacionada con la biología y la neurociencia puede ser también de gran utilidad a la hora de aportar evidencias que se sumen a la justificación de la importancia de la música en el desarrollo humano y, que nos permitan, poner en valor las bondades de la experiencia musical que, normalmente, el grueso de la sociedad desconoce. Aunque no se trata de depositar toda nuestra esperanza en este tipo de investigaciones para defender la importancia de la música en el currículo escolar, sí que puede constituir un ámbito más desde el que aportar evidencias científicas que avalen el valor de la experiencia musical, cómo afecta el hecho sonoro a la estructura y funciones cerebrales y cuáles son sus implicaciones en el aprendizaje.
Hodges (2005) señala la enorme influencia que tiene la experiencia musical en el cerebro humano, pues, tal y como apuntan Muller, Toni y Buchs (citados por Hodges y Gruhn, 2012), en el aprendizaje musical se producen cambios estructurales y funcionales en el cerebro, de modo que se crean nuevas sinapsis neuronales. El desarrollo cerebral de los niños y niñas que tienen un contacto con la educación musical a edades tempranas es diferente de aquellos que no la reciben y las respuestas a actividades musicales son mucho más rápidas y potentes en músicos profesionales que en oyentes noveles.
A pesar de que la influencia de la genética es un factor importante en la musicalidad, Hodges (2005) insiste en que son muchos los indicadores que nos dicen que la educación musical provoca cambios en el cerebro y que cuando antes se inicia esta formación, más importantes son esos cambios. Además, apunta que debemos que tener en cuenta que el cerebro musical no crece en soledad, sino que lo hace dentro de una persona completa, que vive en un contexto particular donde los factores sociales (p. e.: las interacciones entre pares), familiares (p. e.: el apoyo o no desde el contexto familiar) y/o escolares (p. e.: la personalidad del docente) van a ser determinantes.
Aunque la mayor activación cerebral se produce cuando creamos música, escucharla también afecta a nuestro cerebro, ya que en este proceso se ponen en funcionamiento en torno a diez mil millones de células nerviosas (Rodríguez-Quiles, 2003). Incluso, tal y como apuntan Zatorre y Halpern (2005), las respuestas cerebrales que experimenta el intérprete son similares a las que experimenta el oyente tanto si está expuesto a la audición en vivo de una pieza musical como si la imagina. Según estos autores, las áreas corticales auditivas pueden ponerse en funcionamiento incluso en ausencia de sonido simplemente con la experiencia de imaginar música.
Cuando escuchamos música que nos resulta agradable se activa el sistema de recompensa cerebral de forma parecida a como lo hacen estímulos biológicamente relevantes como la comida y el sexo o, de forma artificial, las drogas (Blood y Zatorre, 2001). En el proceso de escucha aumenta la actividad en regiones que intervienen en procesos emocionales (ínsula), cognitivos (corteza orbitofrontal) o motores (cerebelo) y disminuye la actividad en regiones que se encargan de señalar emociones negativas o desagradables (amígdala y corteza prefrontal ventromedial).
En la interpretación instrumental se realiza una activación rápida y masiva de regiones cerebrales, en especial de la corteza visual, auditiva y motora. Incluso si la práctica instrumental es continuada se observan cambios en la estructura cerebral, habiéndose comprobado que en los músicos hay regiones cerebrales con mayor tamaño (Hodges y Gruhn, 2012). Diferentes inv...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Sumario
  4. Prólogo: Experimentar la música en un hábitat sonoro expandido
  5. Introducción
  6. 1. La música como experiencia humana en la sociedad del siglo XXI: una aproximación holística
  7. 2. ¿Qué papel puede desempeñar la experiencia musical en la escuela?
  8. 3. La música en el aula de Educación Primaria: realidades, posibilidades y desafíos
  9. 4. Ecología de saberes en el aula universitaria: reflexiones y propuestas desde la educación musical
  10. Reflexiones finales
  11. Referencias bibliográficas
  12. Índice