Pedigrí
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Pedigrí

  1. 616 páginas
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Información del libro

Pedigrí es la novela más extensa, insólita y atrevida de Simenon, uno de sus mayores logros como cronista del individuo y la sociedad modernos. A principios de 1940 Simenon empezó a escribir sus memorias de infancia en Bélgica. Cuando mostró las primeras páginas del proyecto a André Gide, éste le instó a que convirtiera el material en una novela escribiendo en tercera persona. El resultado fue, como Simenon recuerda en el prefacio de 1957, un libro en el que "todo es verdad pero nada es exacto". A través de la historia de Roger Mamelin, un niño belga precoz e inquieto que alcanzará la mayoría de edad dolorosamente, el autor nos transporta a los inestables inicios del siglo XX, desde las amenazas terroristas de la primera década hasta el final de la Primera Guerra Mundial, y nos ofrece una epopeya de la vida cotidiana llena de intensidad."Pedigrí es una especie de islote dentro de mi producción".Georges Simenon

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2016
ISBN
9788416011971
Categoría
Literatura

PRIMERA PARTE

1
Abre los ojos y durante unos instantes, varios segundos, una eternidad silenciosa, nada ha cambiado en ella ni en la cocina a su alrededor; por otra parte, ya no es una cocina, es una mezcla de sombras y de reflejos pálidos, sin consistencia ni significado. ¿Tal vez el limbo?
¿Ha habido un instante preciso en el que los párpados de la durmiente se han entreabierto? ¿O acaso las pupilas se han quedado enfocando el vacío como el objetivo del cual un fotógrafo ha olvidado bajar la cortinilla de terciopelo negro?
Fuera, en algún lugar—simplemente en la rue Léopold—, discurre una vida extraña, sombría porque ya ha oscurecido, ruidosa, apresurada porque son las cinco de la tarde, mojada, viscosa porque llueve desde hace varios días, y los globos lívidos de las lámparas de arco parpadean frente a los maniquíes de las tiendas de confección, y los tranvías pasan arrancando con el extremo del trole una chispas azules, aguzadas como relámpagos.
Élise, con los ojos abiertos, aún está lejos, en ninguna parte; sólo esas luces fantásticas de fuera penetran por la ventana y atraviesan las cortinas de guipur con flores blancas cuyos arabescos proyectan en las paredes y en los objetos.
El runrún familiar de la cocina de carbón es el primero que renace, y el pequeño disco rojizo de la puertecilla a través de la cual se ven caer de vez en cuando carbones incandescentes; el agua empieza a silbar en el hervidor de hierro esmaltado blanco con un desportillado cerca del pitorro; el despertador, sobre la chimenea negra, vuelve a hacer tictac.
Sólo entonces Élise nota una molestia sorda en el vientre y se ve a sí misma; sabe que se ha dormido, sentada en la silla en una postura incómoda, delante del fogón, sin soltar el trapo de secar los platos. Sabe dónde está, en el segundo piso del edificio Cession, en medio de una ciudad muy activa, no lejos del pont des Arches, que separa esa ciudad de los suburbios, y siente miedo, se levanta temblorosa y jadeante, y después, para tranquilizarse con gestos cotidianos, echa carbón al fuego.
—Dios mío…—susurra.
Désiré está lejos, en el otro extremo de la ciudad, en su oficina de la rue des Guillemins, y tal vez ella dé a luz, sola, mientras los paraguas de centenares, miles de transeúntes seguirán entrechocando por las aceras relucientes.
Su mano hace el gesto de coger las cerillas junto al despertador, pero no tiene paciencia para retirar el globo lechoso de la lámpara de petróleo, y luego el cristal, levantar la mecha; está demasiado asustada. No tiene ánimos para guardar en el armario los pocos platos que hay en la cocina, y sin mirarse al espejo se pone el sombrero de crepé negro, el que aún le queda del luto de su madre. Se enfunda el abrigo de cheviot negro, que también es un abrigo de luto y ya no le cierra, que tiene que sujetar para cruzarlo sobre su vientre abombado.
Tiene sed. Tiene hambre. Algo le falta. Siente como un vacío, pero no sabe qué hacer, huye de la habitación, mete la llave en el bolsito.
Estamos a 12 de febrero de 1903. Una lámpara silba y escupe en la escalera su gas incandescente, porque en la casa hay gas, pero no en el segundo piso.
En el primero, Élise ve luz debajo de una puerta; no se atreve a llamar, ni se le ocurre. Allí viven unos rentistas, los Delobel, unos que juegan a la Bolsa, una pareja egoísta que se cuida mucho y pasa varios meses al año en Ostende o en Niza.
Una corriente de aire en el pasillo estrecho, entre dos tiendas. En los escaparates de la tienda Cession, docenas de sombreros oscuros y, en el interior, personas fuera de su ambiente que se miran en los espejos y no se atreven a decir que están satisfechas con su imagen, y la señora Cession, la casera de Élise, con un traje de seda negro, adornos de blonda negra, un camafeo y un reloj con cadena colgado del cuello.
Cada minuto pasa un tranvía, los verdes que van a Trooz, a Chênée o a Fléron, los rojos y amarillos que hacen la circunvalación de la ciudad.
Unos buhoneros pregonan a gritos la lista de los números ganadores de la última lotería y otros vociferan:
—¡La baronesa de Vaughan, diez céntimos! ¡Compren el retrato de la baronesa de Vaughan!
Es la amante de Leopoldo II. Al parecer, su mansión comunica a través de un subterráneo con el palacio de Laeken.
—¡Compren la baronesa de Vaughan…!
Desde que tiene memoria, Élise recuerda la misma sensación de pequeñez; sí, se siente muy pequeña, muy débil, indefensa, en un universo demasiado grande que no le hace ningún caso, y sólo puede balbucir:
—Dios mío…
Se ha dejado el paraguas. No tiene ánimos para subir a buscarlo y unas gotitas finas se posan en su cara redonda de niña del norte, en sus cabellos rubios y rizados de flamenca.
Para ella, todo el mundo es impresionante, incluso ese hombre con levita, tieso como un maniquí, con el bigote engominado y el cuello postizo alto como un puño de camisa, que camina arriba y abajo iluminado por el globo de una tienda de confección. Tiene los pies helados, siente frío en la nariz y tiene los dedos helados. Entre la multitud que pasa por la acera, su objetivo son las madres que llevan a un chiquillo de la mano. Tiene los bolsillos llenos de cromos, de adivinanzas ilustradas: «Buscad al búlgaro».
Es un día frío. Llueve. Hace un tiempo pegajoso.
Al pasar por delante del sótano enrejado de Hosay, de donde salen tan buenos olores, le llega una vaharada caliente de chocolate. Élise camina deprisa. No siente dolor, pero está segura de que el trabajo del parto ya ha empezado y de que no dispone de mucho tiempo. Se le ha desprendido una liga. La media se desliza. Un poco antes de la place Saint-Lambert, entre dos tiendas, se abre un callejón estrecho que siempre está oscuro; entra precipitadamente y apoya el pie en un guardacantón.
¿Está hablando sola? Sus labios se mueven.
—¡Dios mío, ojalá que me dé tiempo!
Y al remangarse la falda para sujetar la liga, se queda inmóvil: en la sombra donde penetra un reflejo de la rue Léopold hay dos hombres. Dos hombres cuya conversación ella sin duda ha interrumpido. ¿Se esconden? No sabría decirlo, pero confusamente nota algo turbio en su actitud. Sin duda esperan en silencio que se vaya esa atolondrada que ha entrado corriendo y sin mirar para subirse la media y que ahora está a dos metros de ellos.
Élise apenas los mira; ya se bate en retirada, pero le viene a los labios un nombre:
—Léopold…
Ese nombre ha debido de pronunciarlo en voz baja. Está segura, o casi, de haber reconocido a uno de sus hermanos, Léopold, al que hace mucho tiempo que no ve: la espalda ya encorvada a los cuarenta y cinco años, la barba negrísima, los ojos brillantes bajo unas cejas muy pobladas. Su compañero es muy joven, un niño, imberbe, aterido en esa tarde de febrero, en medio de la corriente de aire del callejón. No lleva abrigo. En el rostro una mueca, como si estuviera conteniéndose para no llorar.
Élise se zambulle de nuevo en la multitud sin osar volverse. La liga sigue desabrochada y eso le da la sensación de andar coja.
—Dios mío, sólo te pido que… ¿Y qué hacía allí mi hermano Léopold?
En la place Saint-Lambert, las lámparas más numerosas y brillantes del Grand Bazar, que no para de crecer y que ya ha devorado dos manzanas de casas. Los bellos escaparates, las puertas de cobre que se deslizan sin ruido y ese hálito caliente, tan especial, que llega hasta la mitad de la acera.
—¡Compren la lista de los números premiados en la lotería de Bruselas!
Por fin divisa unos escaparates de un lujo más discreto, los escaparates de L’Innovation, con tejidos de seda y de lana. Entra. Le parece que debe apresurarse cada vez más. Sonríe, porque siempre sonríe cuando vuelve a L’Innovation; como en sueños, saluda, distinguiéndolas a duras penas, a las dependientas vestidas de negro detrás de los mostradores.
—¡Valérie!
Valérie está allí, en la sección de labores, atendiendo a una anciana, esforzándose por conjuntar las sedas de bordar; y sus ojos, al ver la cara asustada de Élise, dicen a su vez:
—¡Dios mío!
Pues las dos son iguales, todo las asusta y siempre se sienten demasiado pequeñas. Valérie no se atreve a darle prisas a la clienta. Ha comprendido. Ya está buscando, busca con la mirada en la caja central al señor Wilhems, el jefe, con sus zapatos lustrados que crujen y sus manos tan cuidadas.
Tres o cuatro secciones más allá, en la de las canastillas, está Maria Debeurre; mira a Élise y desearía hablarle; ésta última, muy erguida dentro de sus ropas de luto, se aferra con la punta de los dedos al mostrador. El calor húmedo de la tienda se le sube a la cabeza. El olor dulzón de las telas, los madapolanes, las sargas, y el olor más sutil de todas las bobinas y los carretes sedosos de colores pálidos la marean, así como el silencio pesado que reina en los pasillos.
Le parece que se le forma un surco junto a las aletas de la nariz, que las piernas no la sostienen, pero una sonrisa triste permanece estampada en sus labios y de vez en cuando saluda discretamente a unas dependientas que están muy lejos y de las cuales sólo distingue, a través de una niebla luminosa, el vestido negro y el cinturón de charol.
Ella pasó tres años detrás de uno de esos mostradores. Cuando se presentó…
Pero hay que remontarse más lejos. Su vida de ratita asustada y siempre un poco dolorida empezó cuando tenía cinco años, cuando su padre murió, cuando abandonaron la casa inmensa junto al canal, en Herstal, con unas naves amplias como iglesias llenas de maderas procedentes del norte.
Ella no sabía nada. No comprendía nada. Apenas conocía a ese padre de largos bigotes color de tinta, que había cometido tonterías, que había firmado letras de favor, y eso lo había matado.
Los hermanos estaban casados o ya se habían ido, pues Élise es la decimotercera, nacida cuando ya nadie lo esperaba.
Dos habitaciones pequeñas en...

Índice

  1. INICIO
  2. PEDIGRÍ
  3. PREFACIO
  4. PRIMERA PARTE
  5. SEGUNDA PARTE
  6. TERCERA PARTE
  7. ©