La ética en el país de los duendes
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La ética en el país de los duendes

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La ética en el país de los duendes

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En el itinerario de su conversión, el autor recupera por oleadas algunas convicciones de la niñez, conservadas entre las líneas de cuentos de hadas y novelas de aventuras. Lo relata en Ortodoxia, su libro más central y el que mejor lo define, y del que se ha extraído este capítulo. En él se muestra su profunda independencia intelectual y un discernimiento clarividente.

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Información

Año
2019
ISBN
9788432151453
Edición
1
Categoría
Filosofía
LA ÉTICA EN EL PAÍS DE LOS DUENDES[1]
Cuando un hombre de negocios quiere rebajar el idealismo del chico de la oficina, le dice este tipo de cosas: «Sí, claro, cuando uno es joven tiene esos ideales utópicos, esos castillos en el aire, pero cuando te haces mayor, se esfuman como las nubes y entonces empiezas a creer en la política práctica, y aprovechar los recursos que tienes y amoldarte al mundo real tal como es». Esto era, al menos, lo que solían decirme cuando era joven algunos venerables y filantrópicos ancianos que hoy descansan en sus honradas tumbas. Pero cuando me he hecho mayor, he descubierto que lo que me decían esos filantrópicos caballeros es totalmente falso: sucede exactamente lo contrario.
Dicen que debería haber perdido mis ideales y empezado a creer en los métodos prácticos de la política. Pero no he perdido mis ideales en lo más mínimo; mi fe en lo fundamental es exactamente igual que siempre. Lo que he perdido es mi antigua fe infantil en la práctica política. Me siento más implicado que nunca en la Batalla de Armagedón; pero, en cambio, muy poco interesado en las elecciones generales. Y eso que cuando era niño corría a los brazos de mi madre cada vez que las mencionaban. No, el ideal siempre es sólido y seguro. El ideal siempre está. Lo que a menudo resulta un fraude es la realidad.
Ahora, como siempre, más que nunca, creo en el Liberalismo. Pero hubo una época rosa e inocente en que también creía en los liberales. Escojo este ejemplo de una de mis creencias permanentes porque tengo que describir ahora las raíces de mi pensamiento y creo que ésta es la única que puede ser tenida como una inclinación positiva.
Me crié como un liberal y siempre he creído en la democracia, en la doctrina liberal fundamental de que la humanidad debe gobernarse por sí misma. Por si a alguien le parece vaga o muy trillada esta idea, me entretengo sólo un momento para explicar que el fundamento de la democracia —tal como yo lo entiendo— puede resumirse en dos principios.
El primero es que los rasgos comunes de todos los hombres son más importantes que los rasgos singulares de cada uno. Las cosas ordinarias son más valiosas que las extraordinarias; es más, son más extraordinarias. El hombre en general es más tremendo que los hombres. El milagro de la humanidad, en cuanto tal, resulta siempre más fascinante que todas las maravillas particulares del poder, la inteligencia, el arte o la civilización. Tendríamos que darnos cuenta de que el hombre normal, en cuanto tal, es más dramático que cualquier música y más llamativo que cualquier caricatura. La muerte en sí misma también es más dramática que la muerte de hambre. Y tener nariz resulta en sí mismo más cómico que tener una nariz enorme. Este es el primer principio de la democracia: que lo verdaderamente esencial en el hombre son los rasgos comunes, no los singulares de cada uno.
Y el segundo principio es sencillamente este: que el instinto o el interés político es uno de los rasgos comunes de los hombres. Enamorarse es más poético que ser poeta, pero son cosas distintas. La enjundia de la democracia es que gobernar (ayudar a regular la tribu) es como enamorarse y no como ser poeta. No es como tocar el órgano en la iglesia, iluminar un pergamino o descubrir el Polo Norte (costumbre realmente molesta últimamente), rizar el rizo, ser astrónomo de la Casa Real o cosas por el estilo. No nos parece bien que cualquiera haga esas cosas, sino sólo el que sabe hacerlas. En cambio, gobernar es como escribir uno mismo sus propias cartas de amor o sonarse las narices. Preferimos hacer estas cosas cada uno, aunque no las hagamos bien. No estoy defendiendo aquí la verdad de estas ideas. Ya sé que algunos modernos defienden que los científicos deberían escogerles sus mujeres[2] y, a este paso, —por lo que veo— pronto reclamarán asistencia para que les limpien las narices. Yo sólo digo que la humanidad reconoce que estas funciones humanas son comunes, y que la doctrina democrática incluye entre ellas el gobierno. En resumen, la fe democrática consiste en esto: que las cuestiones más importantes deben estar en manos de los hombres normales, como las relaciones entre los sexos, la educación de los jóvenes y las leyes del estado. En esto consiste la democracia, y en esto he creído siempre.
Pero hay algo que no he podido entender desde que era joven. Nunca he entendido de dónde saca la gente la idea de que la democracia es contraria a la tradición. Porque es evidente que la tradición es sólo la democracia extendida en el tiempo. Se trata de confiar en el consenso de las opiniones comunes más que en testimonios aislados o arbitrarios. Por ejemplo, el que se basa en un libro de historia de Alemania para atacar la tradición de la Iglesia Católica, está recurriendo a un planteamiento aristocrático. Porque pone la opinión de un experto por encima de la tremenda autoridad de la masa.
Es fácil ver por qué a las leyendas se les trata —y se les debe tratar— con más respeto que a los libros de historia. Generalmente, la leyenda ha sido hecha por la mayoría del pueblo, que es gente muy sensata. En cambio, el libro suele estar escrito por el tipo más loco del pueblo. Los que argumentan contra la tradición diciendo que los hombres del pasado eran ignorantes, deben ir al Carlton Club[3], donde están todos de acuerdo en que los votantes de los suburbios son unos ignorantes. Pero esto no nos va. Si damos gran importancia a la opinión mayoritaria de la gente normal cuando se trata de cuestiones ordinarias, no hay razón para que desconfiemos de ella cuando se trata de historia y de leyendas.
Tradición significa dar voz y voto a la más oscura de todas las clases sociales, la de nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos. La tradición rechaza someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de los que, sólo por casualidad, siguen sobre la tierra. Todos los demócratas rechazan que se pueda discriminar a una persona por su nacimiento. La tradición rechaza que se pueda discriminar a una persona por su muerte. La doctrina democrática nos enseña a no despreciar la justa opinión de nadie, aunque sea nuestro criado; la tradición nos pide que no despreciemos la justa opinión de nadie, aunque sea nuestro padre. No veo cómo separar en ningún caso las dos ideas de democracia y tradición; porque me parece evidente que son la misma idea. Tenemos que tener a los muertos en nuestras asambleas. Los antiguos griegos votaban con piedras y estos votan con lápidas. Es perfectamente reglamentario y oficial, porque la mayoría de las lápidas, como los votos, se marcan con una cruz.
Ya he dicho al principio que si tenía alguna inclinación de pensamiento, ha sido siempre a favor de la democraci...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. PRÓLOGO
  6. LA ÉTICA EN EL PAÍS DE LOS DUENDES
  7. AUTOR