Amor y desamor. La pureza liberadora
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Amor y desamor. La pureza liberadora

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Amor y desamor. La pureza liberadora

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¿Es la castidad algo deseable? ¿Está realmente al alcance de la gente corriente? ¿Cuánto tiene de renuncia y cuánto de felicidad? El autor lleva a cabo una reflexión positiva sobre esta virtud tan cuestionada en nuestros días, a la vista de las palabras de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".La pureza guarda un estrecho parentesco con el amor, y su ausencia, con el desamor. Hablar de pureza es hablar de felicidad. Contribuye al propio desarrollo y enriquece la relación. Tratar de pureza es hablar de don de sí, de equilibrio y valentía y de interacción entre persona y sociedad. Pero también de castidad conyugal, de celibato cristiano y paternidad espiritual.

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Información

Año
2015
ISBN
9788432144868
1. CORAZÓN
Después de haber elegido a los Doce, Jesús recorría con ellos los caminos de Galilea. En ocasiones les enviaba a predicar, prolongando así su misión en las regiones colindantes. Un día los discípulos estaban junto a Jesús, pero no se encontraban solos: unos escribas y fariseos habían llegado desde Jerusalén para verle. Los fariseos respetaban el Sabbat, observaban los ritos de la purificación, pagaban el impuesto del Templo y creían en la resurrección de los cuerpos. El Señor confirmó su doctrina sobre la conveniencia de dirigirse a Dios como Padre y sobre el carácter primordial del mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Algunos fariseos eran amigos de Jesús y le invitaban a almorzar. En casa de Simón, la pecadora derramó sobre Él sus lágrimas y un valioso perfume. Los ritos de la Antigua Ley manifestaban la necesaria pureza moral para acercarse a Dios. La tradición había ampliado esos ritos a las comidas, pues cualquier acción debía tener un sentido auténticamente religioso y acercar al hombre a Dios.
El corazón como fuente
San Marcos relata que aquel día algunos manifestaron su sorpresa al ver que los discípulos de Cristo comían «con las manos impuras, es decir, sin lavar» (Mc 7, 2). El evangelista explica, dirigiéndose sin duda a los que no tenían raíces judías, en qué consistía aquella costumbre. Llega incluso a decir que se lavaban las manos con todo cuidado, prácticamente hasta el codo (v. 3). Un gesto que implica las manos suele tener un sentido profundo en el ser humano. En este caso, no obstante, el legalismo de las normas rituales terminaba por asfixiar poco a poco el sentido del culto.
Jesús denuncia esta actitud remitiéndose a la Sagrada Escritura: «Bien profetizó Isaías de vosotros, como está escrito: este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me dan culto» (Mc 7, 6-7; Is 29, 13). Y Cristo añade: «Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis la tradición de los hombres», e incluso llega a decirles que anulan este mandamiento (cf. v. 9): «Su corazón está lejos de mí». ¡El Verbo de Dios hablando de sí mismo! Isaías es justamente el profeta que nos revela a un Mesías lleno de amor: anuncia la pasión y le da su sentido. ¿Comprendieron los fariseos que la plenitud de la Ley, la cumbre de la Sagrada Escritura, es el amor? Su comportamiento parece hipócrita. En todo caso, ignoran que se cumple plenamente en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. San Agustín dirá que se trata del amor a este Ser del que estamos llamados a gozar: Dios; y también del amor a esos seres llamados a gozar de Dios con nosotros: el prójimo.
Luego, Cristo invita a acercarse a la multitud, como nos cuentan Mateo y Marcos; sin duda quiere dar mayor relieve a su enseñanza. Nos imaginamos cómo se apresurarían sus discípulos, los curiosos, los vecinos. ¿Qué va a pasar? ¿Hará un milagro? San Mateo nos transmite las palabras del Verbo encarnado: «Del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones» (Mt 15, 19; cf. Mc 7, 21).
La pureza de corazón
Es en la interioridad del hombre, en lo más íntimo de la persona, donde se encuentra la verdadera pureza. Solo tiene sentido cuando abarca a toda la persona, no a una parte de ella. En el corazón se define la autenticidad de la castidad. Es algo esencial para captar el sentido de la pureza, pues esa no es ritual, formal o externa, y tampoco es etérea, abstracta o angélica. Ya no se trata de algo antiguo, formal o legal: es una pureza nueva, humana y divina, la del corazón. También el mandamiento confiado por Jesús en la intimidad del cenáculo, tras la salida de Judas, es el de amar como Él nos ha amado (cf. Jn 13, 34): amar a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 37-39). La novedad de este mandamiento reside en la persona divina de Cristo, nuestro único modelo, que en el Monte de las Bienaventuranzas proclama la felicidad de los corazones puros.
¿Qué es el corazón? Siguiendo el sentido bíblico, el término «corazón» reemplaza en el pensamiento cristiano al término clásico, estoico, de «pectus» («pecho»), que era el signo de la inteligencia. El corazón es el centro escondido de la persona, el lugar de sus decisiones, y también del encuentro con Dios y con los demás[1]. Dos textos sobre esta noción esencial nos ayudarán a delimitar mejor su naturaleza. Uno de san Josemaría y el otro de Benedicto XVI.
En una hermosa meditación sobre el sagrado Corazón de Jesús, san Josemaría considera que la Escritura ve el corazón humano como «toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás», «el resumen, y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras y de las acciones»: la alegría, el arrepentimiento, la alabanza a Dios, la disposición para oír al Señor, la vela amorosa, y también la duda y el temor:
«El corazón no solo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida en el corazón, y en él permanece escrita. Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y para resumir todos los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15, 19).
»Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se habla de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella —alma y cuerpo— a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 2)»[2].
San Josemaría describe aquí el corazón como lo más profundo de la persona, el lugar en el que se apoya su relación con Dios y con el prójimo. Es la persona entera orientada hacia su bien. «Deja que tu corazón se expansione, que se ponga junto al Señor»[3], nos dice. Pues bien, el Señor mismo «deja que su corazón se enternezca ante el dolor de la viuda de Naín»[4], y resucita a su hijo.
La disposición afectiva
En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI manifiesta que esta orientación del corazón desempeña un papel unificador de la persona, inteligencia, voluntad y sentimientos. «A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no basta. Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su existencia. La voluntad tiene que ser pura y, antes que ella, debe serlo también la base afectiva del alma, que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir». ¿Qué es el corazón? Benedicto XVI lo define como «la interrelación interna de las capacidades perceptivas del hombre». Hay pues una dinámica del corazón, que es al mismo tiempo como la resultante de diferentes factores y los consolida en una interacción constante. Benedic­to XVI indica en especial «la correcta unión de cuerpo y alma, como corresponde a la totalidad de la criatura llamada “hombre”».
Para Benedicto XVI, «la disposición afectiva fundamental del hombre depende precisamente también de esta unidad entre el alma y el cuerpo, así como del hecho de que acepte a la vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu». Y continúa: «El corazón, la totalidad del hombre, ha de ser pura, profundamente abierta y libre para que pueda ver a Dios»[5]. En resumen, es esencial considerar todo lo que compone la persona, en una misteriosa alquimia en la que cada elemento, bajo la mirada de Dios, necesita del otro y se encuentra constantemente influido por el otro. El centro está en el corazón, pero ese centro está llamado a «descentrarse», porque el corazón debe ser puro, abierto y libre para ver a Dios. Así, el centro se desplaza del hombre hacia Dios: Benedicto XVI muestra el hilo que con...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. CONTENIDO
  5. PRÓLOGO
  6. 1. CORAZÓN
  7. 2. DON DE SÍ
  8. 3. DON DE DIOS
  9. 4. PUREZA, CULTO Y EUCARISTÍA
  10. 5. EQUILIBRIO
  11. 6. VALOR
  12. 7. SOCIEDAD
  13. 8. CASTIDAD CONYUGAL
  14. 9. CELIBATO CRISTIANO
  15. EPÍLOGO
  16. ÍNDICE DE TEXTOS DE LA SAGRADA ESCRITURA
  17. ÍNDICE DE LOS NOMBRES CITADOS
  18. OTROS TÍTULOS RIALP