Páginas de la Historia
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Páginas de la Historia

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Páginas de la Historia

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Estas Páginas de la Historia son para su autor "el resultado de algunas reflexiones que me he formulado a lo largo de una vida de historiador". Las escribe para que el lector pueda "encontrar solaz en el que se ha llamado con frecuencia jardín de la historia por su capacidad de ilustrar y distraer al mismo tiempo".Por estas páginas de madurez desfilan cinco escenarios, esenciales para entender El siglo del fin del mundo, La primera globalización, Los kilos de Leviatán, el Romanticismo, liberalismo, nacionalismo y, por último, La era y la crisis del realismo.

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Información

Año
2009
ISBN
9788432137969
Categoría
History
Categoría
World History

LA PRIMERA GLOBALIZACIÓN

Hasta el siglo XV, el mundo no se conocía a sí mismo, o, si conviene decirlo con mayor precisión, un hombre concreto, por entendido que se considerara, no conocía más que una pequeña parte del mundo que habitaba. La Europa medieval, se ha afirmado muchísimas veces, vivía encerrada en sí misma: y el hecho, a poco que nos detengamos a observarlo, es cierto; pero también lo es que, considerado aisladamente, puede suponer un juicio discriminatorio. Los demás pueblos y culturas no vivían menos encerrados. La dificultad para recorrer enormes distancias, la falta de medios adecuados para la navegación de altura, la actitud defensiva de muchos poderes o de muchas civilizaciones a la hora de admitir y acoger a pueblos extraños, dificultaron el contacto de unas partes del mundo con otras. Es cierto que de los argonautas a los astronautas (por citar un título muy sugestivo del colombiano y colombinista Mauricio Obregón, que se centra sin embargo en el siglo XV) hubo siempre una disposición tan profundamente humana como puede ser el deseo de romper horizontes y llegar más allá, plus ultra. Me atrevo a suponer que esta curiosidad es particularmente afín al hombre occidental, como que tanto los argonautas como los astronautas partieron de lo que hoy entendemos por Occidente. Una curiosidad que originó aquel reproche del sacerdote egipcio a Herodoto: «¡oh, vosotros los griegos no hacéis más que preguntar!» Y el hacerse preguntas ha sido uno de los móviles más decisivos del progreso. En este sentido, pienso que merece consideración el hecho sin precedentes de que solo una parte del mundo haya descubierto y más tarde conquistado, parcial o totalmente, otras partes del mundo. Es una realidad que la historia conjunta de las partes del mundo hará bien en reconocer.
Nunca, hasta el siglo XV, la geografía sobrepasó los mapas de Ptolomeo, que representaron con mayor o menor precisión la parte del globo de que tuvieron experiencia o noticia griegos y romanos, una zona que iba desde las costas del Atlántico hasta Sérica o China, en una franja de la región templada del hemisferio Norte. También es verdad, y eso constituye un hecho en alto grado admirable, que desde el siglo X los árabes iniciaron una fantástica expansión, que en el plazo de dos generaciones les llevó a dominar un imperio inmenso, que se extendía de Mauritania y España a parte de la India. Jamás, ni en los grandes imperios orientales de la antigüedad ni en los años más florecientes de Roma, una amalgama tan vasta de territorios y pueblos había sido dominada por un solo poder. Los árabes construyeron o quizá más bien adoptaron la cultura de los pueblos conquistados, y alcanzaron en algunos puntos —especialmente el Bagdad del siglo x— una cultura de dimensiones universales. En la historia de la conquista del mundo los árabes tienen, no parece posible dudarlo, muchas cosas que contar. No podría, sin embargo, decirse con ello que el conocimiento recíproco de los pueblos haya progresado considerablemente, ni que los pobladores de Mauritania tuvieran conocimiento siquiera de la existencia de Cachemira. La era de los grandes descubrimientos geográficos estaba todavía por llegar. Por otra parte, la irrupción de los árabes tendió un telón en las fronteras de Europa que se tardaría mucho tiempo en atravesar. Bien sabido es que Pirenne —que ya hoy, que yo sepa, no tiene partidarios ni adversarios decididos— atribuye el comienzo de la Edad Media no a las migraciones germánicas en el seno del Imperio, sino a la irrupción de los árabes, que no solo cerró todos los contactos entre el norte y el sur del Mediterráneo —es decir, clausuró el papel unitario del Mare Nostrum—, sino que hizo muy difíciles las comunicaciones con Oriente: es muy probable que sea esta más que niguna otra la causa del confinamiento de Europa en la Edad Media, entre el mar, la estepa y los ene­migos.
En el siglo XIII, con la conquista de Asia Central por los mongoles, se entreabrieron las puertas del Oriente, aunque por el camino más incómodo. Un hecho no muy difundido pero significativo es el larguísimo viaje de Giovanni da Pian del Carpine, un franciscano de 63 años, que en 1244-1247, acompañado de Esteban de Bohemia, consiguió llegar al país de los mongoles, portador de un mensaje del papa Inocencio IV con la intención de negociar la paz y proponer una alianza. Estuvo en la corte del Gran Khan Güyük. El fraile vio, recorrió, se informó, y como resultado escribió su Historia Mongolorum. La negociación tuvo como resultado el cese de las persecuciones contra los cristianos, pero para firmar una alianza, el Khan exigió la sumisión del papa a su poder, sumisión que, por supuesto, no obtuvo. Mucho más conocido es el viaje de Marco Polo, aquel veneciano aventurero, listo y dotado de un innegable don de gentes, que acompañando a su padre y a su tío, llegó a China en 1275, después de un interminable viaje de cuatro años. Entretanto, gran parte de China había caído en manos de los mongoles, y el Gran Khan Kubilai gobernaba cuando llegaron los Polo. Los mongoles, desde la embajada a que acabamos de referirnos, veían con buenos ojos a los cristianos, y el joven Marco cayó tan bien a Kubilai, que lo hizo consejero y embajador. Así fue como Marco Polo permaneció en China y sus alrededores dieciséis años (entre 1275 y 1291), aunque conoció mejor a los mongoles que a los chinos propiamente dichos, cuyo idioma nunca llegó a aprender. El regreso, todavía más largo que la ida, duró siete años (1291-1298), un hecho que no abonó ciertamente el deseo de emular aquellos viajes. No parece que Marco Polo, tras su aventura, se hiciera famoso en Venecia. Prisionero de los genoveses, escribió (o hizo escribir a su amigo Rusticello, que eso no está claro) el relato de su increíbles andanzas en China, aderezadas con noticias no falsas, pero sí exageradas, que pretendían destacar la riqueza extraordinaria del Gran Khan. El libro, que no llegaría a la imprenta hasta el siglo XVI, daría a Marco Polo una fama que no tuvo en vida, pero no en los doscientos años que siguieron a su muerte, sino más tarde. Su relato no hubiera tenido importancia en la historia del mundo si don Pedro de Portugal no hubiera adquirido una copia manuscrita en Venecia, que deslumbró, entre otros, a Cristóbal Colón.

¿La hora de los chinos?

Un punto en que quizás no se ha reflexionado es que si Cristóbal Colón, en 1492, hubiera llegado, como pretendía, a los dominios del Gran Khan, probablemente no hubiera regresado, y hasta quizás le hubieran cortado la cabeza. En 1368 cayó la dinastía mongol que, más precariamente de lo que pretende Marco Polo, rigió los destinos de China, y se entroniza la dinastía Ming, nacionalista y autoritaria, que cerró drásticamente el espacio de sus costas a los navegantes extranjeros, contra los cuales se legislaron duros edictos, y se esforzó por seguir una política naval propia. A dónde hubiera llegado esa política es un extremo difícil de dilucidar, porque aquellos refinados orientales no habían sido nunca grandes navegantes, ni tenían tampoco, no tuvieron nunca realmente visiones expansionistas. El inmenso espacio chino —menos extenso entonces, no lo olvidemos, de lo que es ahora— les bastaba y les sobraba. El emperador Yongle (1360-1424) hizo construir, se dice, centenares de barcos, y ordenó a uno de sus favoritos, el eunuco Zheng He, explorar los mares. Es así como Zheng He se transformó de la noche a la mañana en un gran navegante, que, si damos entero crédito a las crónicas de la época u otras posteriores (y también, esa es la verdad, al entusiasmo sensacionalista de algunos autores occidentales de los últimos años), estuvo a punto de cambiar la historia. El tema, por la polémica que ha suscitado, merece o más bien necesita una mención, que no pretende ser pormenorizada, pero que resulta prácticamente inevitable tocar aquí. Es absolutamente preciso, para espigar en lo posible el tema, hacer mención de la labilidad y las contradicciones de las fuentes. Todo intento de precisar los hechos hasta su verdadero alcance está hoy mismo condenado al fracaso: por eso precisamente es indispensable matizar razonablemente la cuestión.
Los relatos de las hazañas de Zheng He van desde los que hablan de siete expediciones distintas a los que refieren una sola. Resulta dificilmente creíble que en uno de sus viajes utilizara 300 barcos, tripulados por 50.000 hombres: máxime si tenemos en cuenta que su misión no era conquistar —y efectivamente, no devino conquista alguna—, y más monstruoso todavía que uno de aquellos barcos midiera casi medio kilómetro de eslora —longitud— y, aún más absurdo, que su manga o ancho alcanzara la mitad, un cuarto de kilómetro: una enorme ciudad flotante, como aún no se ha construido ninguna en el siglo XXI, absolutamente incapaz de navegar por su cuenta, y mucho más si recordamos que los barcos chinos eran de fondo plano y carecían de quilla y de timón de codaste: se los dirigía con una especie de remo largo. No parece que mente alguna, mínimamente impuesta en cuestiones de construcción y técnica naval pueda ad­mitir semejantes disparates, que, sin embargo, algunos —y no precisamente chinos— han dado por ciertos. Por otra parte, tampoco parece que quepa duda de que Zheng He fue un extraordinario navegante, sobre todo si tenemos en cuenta la modestia de los medios científicos y técnicos con que tuvo que desenvolverse. Parece que exploró las costas de Malasia, Sumatra, Java, Sri-Lanka, parte de la India, seguramente Persia, y hasta algún punto de África oriental: este último extremo es el más sorprendente, pero tuvo que ocurrir si es cierto que se trajo como trofeo una jirafa, un animal desconocido en China, y que sin embargo algún dibujante reprodujo con excelente exactitud. Queda indicado que Zheng He ni tenía instrucciones de conquistar ni hizo conquista alguna: simplemente exploró y trajo algunas riquezas, obtenidas mediante el comercio o la rapiña, no lo sabemos. Por lo demás, aquellos viajes no tuvieron trascendencia: desaparecido el navegante, nadie pretendió emularlo, ni se establecieron líneas de comunicación con los países descubiertos, ni se verificó tráfico comercial o tan siquiera cultural. Después de Zheng He, China, con su refinada y admirable cultura, siguió tan aislada del resto del mundo como había estado antes.
Pero aquí no acaba la historia, o si se prefiere la leyenda. Un impulso nuevo y en verdad sensacional comenzó cuando el abogado chino Liu Gang compró el año 2001 a un anticuario de Shanghai un mapamundi trazado por Mo Yi Tang en 1763. No es seguro que los chinos del último tercio del siglo XVIII pudieran dibujar un mapa del globo tan perfecto como los de los cartógrafos europeos de su tiempo, pero cabe la posibilidad de que Yi Tang conociera alguno de ellos. Pero lo sorprendente es que en una cartela aneja se advierte que el dibujo está inspirado en otro mapa trazado en el año 16 del emperador Yangle, que viene a ser el 1418 de la era cristiana: ¡en la época de los viajes de Zheng He!. El abogado Liu Gang aseguró a los periodistas que estaba seguro de que la atribución es auténtica, por más que no pudo aportar ninguna prueba. La bomba estalló realmente en 2002, cuando Gavin Menzies, un marino británico retirado, publicó un libro titulado 1421, el año en que China descubrió el mundo. El libro se vendió con rapidez asombrosa, especialmente en los países angloparlantes, también en Hispanoamérica. Zheng He habría descubierto América setenta años antes que Colón, habría dado la vuelta al mundo cien años antes que Magallanes-Elcano, y habría llegado a Australia 350 años antes que Cook. Los asertos basados en contradictorios relatos chinos no resisten una crítica histórica seria, pero ello no es óbice para que los medios sensacionalistas hayan divulgado hasta la saciedad el fantástico hecho, que relega al ridículo todos los descubrimientos geográficos realizados por el hombre occidental por lo menos hasta el ­siglo xix. No deja de ser curioso que mientras los occidentales, influidos por el sensacionalismo tanto como por el multiculturalismo, admiren las asombrosas navegaciones de Zheng He, los historiadores chinos las toman con prudencia y se permiten dudar de su veracidad, como Xu Shicheng, o admitan que el famoso mapa de 1418 es una superchería, como Gong Tanming. El mapa en cuestión representa no solo América ¡incluyendo el Ártico de la fachada norte canadiense y la Antártida!, nada menos que en proyección Mercator, con un detalle asombroso; sino Europa, no bien conocida por los chinos hasta el siglo XX, África —la parte del mundo mejor representada, tanto en su fachada atlántica como en la índica—; y por lo menos gran parte de Australia. Cómo es posible que en dieciséis años de navegación a vela y sin timón sea posible recorrer las costas de los cinco continentes de polo a polo, a lo largo de más de cien mil kilómetros, incluidos los océanos polares, y dibujar un mapa con una precisión imposible hasta bien entrado el siglo XVIII, es en el mejor de los casos un estupendo misterio. Y no deja de ser igualmente misterioso que después de tan asombrosos descubrimientos ningún navegante chino —y por supuesto, ningún gobernante del Celeste Imperio— se haya dignado repetir una pequeña parte siquiera de aquellos viajes.

La era de los descubrimientos

En los noventa años que van desde 1434, en que Gil Eanes consigue doblar al fin el cabo Bojador y se adentra en mares desconocidos, hasta 1522, en que Juan Sebastián Elcano, con los otros diecisiete compañeros que sobrevivieron a una hazaña sin precedentes regresa a Sevilla, de donde había partido, después de dar por primera vez la vuelta a la Tierra, se abre a los ojos asombrados de Occidente, en palabras de Charles Ageron, «una nueva visión del mundo». Todo cambia en el plazo de tres generaciones: nuevos continentes y nuevos océanos enriquecen los mapas y los conocimientos, se transforman de manera espectacular las técnicas de navegación, un Nuevo Mundo se ofrece a la Historia, que al fin comienza a hacerse Universal; se establecen con las más remotas lejanías contactos hasta entonces imprevistos, contactos que ponen en relación por primera vez hombres y culturas muy diversos de los más remotos horizontes de la Tierra, contactos que por cierto se han mantenido sin solución de continuidad desde entonces hasta ahora mismo: y ello significa al mismo tiempo que nuevos dominios, nuevas riquezas y nuevas posibilidades quedan al alcance tanto de los príncipes del Renacimiento como de los audaces aventureros capaces de llegar hasta donde nunca se había llegado; la economía se despliega con alcances por primera vez globales —la économie-monde de Braudel, Wallerstein y Chaunu—, y Europa se dispone a conocer y en su caso a dominar el resto de las partes del mundo, y a difundir su cultura y civilización, la religión, las lenguas, el arte, la imprenta, los sistemas de numeración, hasta los más lejanos horizontes. El mundo queda «abarcado» por los hijos de Occidente, que dice Glenn J. Ames, y la historia, no hay más remedio que insistir en ello, se hace por primera vez universal.
Es la Edad Europea, a la que se refiere, paradójicamente, pero no absurdamente, K. M. Panikkar en un libro que es una historia de Asia, pero una Asia que ya no puede prescindir de la Western Dominance. Panikkar, en una visión sumamente original, aunque no falta de validez, muestra una evidente concepción indocéntrica cuando coloca el inicio de la Edad Europea en 1498, año en que Vasco de Gama llegó a Calicut; vale realmente cualquier otra fecha cercana. Y prolonga esa edad hasta 1945, como consecuencia de la «European Civil War» (1914-1945), una guerra que no incluye solamente los dos grandes conflictos europeos, sino otras varias catástrofes: un hito que señala su declive definitivo. También pudo, de acuerdo con la lógica del autor, haberse establecido como hito cronológico 1947, el año en que la India se hace independiente, iniciando con ello el enorme proceso de la descolonización, al tiempo que la capital del mundo se establece por primera vez en la historia a orillas del East River, con la construcción de la sede de las Naciones Unidas. Tal vez sobre el tema de la extensión de la «edad europea», adquiera más hondura y más omnicomprensión la venerable obra de Jacques Barzum, escrita en 2000, a los noventa y tres años de una vida fecunda: Del amanecer a la decadencia. Quinientos años de vida cultural en Occidente, publicada en España en 2001. Acerca del acabamiento de la Edad Europea sería preciso un comentario en un capítulo muy distinto: aqui solo me dispongo a comentar muy libremente el inicio de esa era. Pero la historia del planeta no puede estudiarse sin tener en cuenta lo que significó el descubrimiento del planeta por los europeos, con todo lo que a ello subsiguió. Primordialmente por obra de portugueses y españoles, pero con curiosa participación de originarios de otros países del continente casi desde los primeros momentos; más tarde también por iniciativa de franceses, ingleses, italianos, alemanes, holandeses y hasta escandinavos.

La revolución en el arte de navegar

La aventura mundial fue solo posible cuando existió un conocimiento teórico y práctico de los métodos de navegación, y cuando determinados estados tuvieron capacidad de fomentar y apoyar la empresa: ambos factores, desarrollo científico y técnico, y organización oficial, confluyeron en el siglo XV. Un hecho que no parece que deba ser obviado es la traslación del centro de gravedad europeo del Mediterráneo al Atlántico. Este cambio se operó, a todas luces, en un momento histórico que tiene su centro a mediados del siglo XIV. Por cuestión de fechas, es inevitable que haya sido atribuido frecuentemente a las consecuencias de la Peste Negra, un extremo que dista mucho de haber sido probado, pero que tampoco es seguro que debamos descartar. Se dice, y en gran parte es cierto, que los países mediterráneos vieron decrecer su actividad y su comercio a partir del desastre, en tanto los países atlánticos, en principio Portugal y Castilla, se recuperaron rápidamente y les sustituyeron en la aventura de atravesar los mares y buscar objetivos. Sí es cierto, cuando menos, que Castilla vivió una etapa de prosperidad en la segunda mitad del s. xiv mediante la exportación de la finísima lana merina, que se dice traída por los invasores benimerines, procedentes de África del Norte, y derrotados al fin en la batalla del Salado (1340) por tropas —es significativo— castellanoportuguesas. Sea o no cierta la atribución, la oveja merina se extendió por Castilla y produjo la que durante siglos iba a ser la mejor lana del mundo, exportada a Francia, Países Bajos, Alemania, el Báltico, hasta a Rusia. En Brujas se conserva aún el barrio de los comerciantes castellanos, y en Riga existió durante tiempo una colonia castellana para encauzar el comercio de la lana hasta el corazón del este europeo. La exportación fomentó el desarrollo de la marina y de las técnicas de navegación. Naves gallegas, asturianas, cántabras y vascas llegaban a los puertos de Norte de Europa, y sus marineros adoptaron pronto los conocimientos que hasta entonces habían disfrutado los pueblos mediterráneos.
Por su parte, portugueses y andaluces occidentales se hicieron dueños de las rutas del Atlántico hacia el Oeste y el Sur. El surgimiento de Portugal fue un hecho realmente prodigioso, a partir del momento en que don Diniz, a fines del siglo XIII, unificó el reino, le imprimió una nueva conciencia colectiva, fomentó la cultura (la universidad de Coimbra fue fundada en 1291) y favoreció el comercio; y quizá adquirió su impulso definitivo cuando un siglo más tarde las Cortes de Coimbra (1385) resolvieron un difícil pleito dinástico con la elección del maestre de Avís, que tomó el título real de Juan I. Al mismo tiempo, la victoria de Aljubarrota, que cerró definitivamente el paso a las pretensiones castellanas, y que los portugueses siguen celebrando como un símbolo al cabo de seiscientos años —cuyo recuerdo se muestra en el gran monasterio de Batalha—, fue como una llamada histórica a la gloria de Portugal, un signo que llegó al pueblo y le confirió una especial dinámica de entonces en adelante. Parece que este impulso en las psicologías colectivas no puede ser negado. Terminada la Reconquista con la ocupación del Algarve, no quedaba otra posibilidad de seguir expandiéndose que la conquista de los mares y de las tierras allende los mares. Tal sería la vocación histórica de Portugal durante siglos.
Si el desarrollo de las técnicas navales (como antes hemos insinuado y luego comentaremios con detalle) llegó antes al mundo mediterráneo que al Atlántico, por el contrario de origen atlántico parece ser un hallazgo, que por poco importante que pueda parecer, determinó en gran manera la historia del mundo. Los alemanes pretenden, quizá por razones de similitud lingüística, que la quilla nació en el puerto báltico de Kiel. Todo es posible, aunque la arqueología náutica ha dejado en claro que las ágiles naves en que los vikingos atravesaron por primera vez el Océano alrededor del año 1000, estaban ya dotadas de una quilla muy saliente. La quilla, esa larga pieza que va de proa a popa del fondo de las embarcaciones y que sostiene todo el costillaje del navío como una columna vertebral, cumple un papel irreemplazable en la navegación, especialmente la navegación a vela. Ni los vikingos, ni los navegantes medievales, ni Cristóbal Colón poseían los menores conocimientos de cálculo vectorial, pero sabían muy bien que un barco provisto de quilla y timón puede «ceñir» al viento y navegar en todas las direcciones posibles, incluso marchar contra el aire en sucesivas orzadas. Sin quilla, un buque ha de esperar un viento favorable, y solo es capaz de desviarse ligeramente del rumbo que le marca su dirección. Un descu­brimiento complementario tan importante como éste, y al parecer posterior, es el timón de codaste . El codaste, como la quilla, es otro grueso madero colocado a popa que va de arriba a abajo. Sobre él, unida por bisagras o grandes garfios, va el timón, un elemento tan fundamental como la quilla para la gobernación del barco. El timón, se dice que de origen cantábrico, vino a sustituir al largo remo con que los navegantes fenicios, griegos, romanos, árabes, altomedievales, utilizaban para dirigir convenientemente el navío. Su manejo era incómodo y exigía un enorme esfuerzo. Sin timón hubiera sido imposible ceñir contra viento. Una «caña» o fuerte barra horizontal que, desde la popa del navío, permite girar el timón en un sentido u otro, hace el manejo del barco infinitamente más fácil. Y la combinación quilla-timón de codaste es el secreto de las posibilidades de manejo de un navío de gran envergadura, con independencia tanto del viento como del estado de la mar. Los portugueses inventaron el barinel, luego la carabela, un barco no grande, pero fuerte y ligero al mismo tiempo, capaz de las más ágiles ceñidas, y rápido como ninguno. Colón reconoció a fines del siglo XV que la carabela es «el ingenio más apto para descubrir». Y, efectivamente, fue el principal protagonista de la navegación en la era de los descubrimientos. Luego, ya conocida la configuración del mundo, cuando se trataba más de transportar hombres y mercancías a las tierras descubiertas que encontrar tierras nuevas, la carabela sería sustituida por la nao, luego por el «navío».
Si la estructura de los barcos que fueron capaces de recorrer todos los mares nació en el Atlántico, la ciencia de navegar y de servirse de medios útiles para orientarse en la mar es, como antes decía, de indudable tradición mediterránea. De acuerdo con un consenso historiográfico usualmente aceptado durante mucho tiempo, la brújula, como instrumento para orientarse en la mar, nació en China, de los chinos la conocieron los árabes, y de los árabes pasó a los europeos. Los hechos pueden ser tal como se han admitido, pero solo es posible la propia posibilidad. Autores como Bárbara Kreutz o Frederic C. Lane, han estudiado con detenimiento la historia de la brújula y de sus aplicaciones prácticas. Por de pronto, acerca de sus orígenes chinos, son necesarias dos precisiones. Primera: que la tradición que pretende remontar su descubrimiento nada menos que al año 2500 antes de Cristo no responde a la realidad. Las alusiones a la piedra imán y sus propiedades no parecen anteriores al siglo i, pero la primera me...

Índice

  1. Pequeño prólogo explicativo
  2. El siglo del fin del mundo
  3. La primera globalización
  4. Los kilos de leviatán
  5. Romanticismo, liberalismo, nacionalismo
  6. La herencia del 48
  7. La era y la crisis del realismo
  8. Índice