París-Brest
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París-Brest

  1. 128 páginas
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Brest tiene fama de ser la ciudad más fea de Francia; una ciudad de la que uno sueña con huir para instalarse, por ejemplo, en París. Tal como hace Louis, quien, tras cometer un delito, escapa de Brest con cien mil francos en la maleta y vuelve, varios años después, con un manuscrito bajo el brazo: una "novela familiar" de ciento setenta y cinco páginas. En ellas decide ajustar cuentas con el mundo: con su padre, exiliado tras un escándalo financiero en el club de fútbol que dirigía, con su madre, obsesionada por el dinero y las apariencias e incluso con su hermano, incapaz de tomar las riendas de su propia vida. A través del humor y de una ingeniosa mezcla de géneros literarios, 'París-Brest' es también una reflexión sobre los límites de lo verdadero y lo falso. 'Qué hay de autobiográfico y cuánto de literario? Con un singular dominio del estilo y de la intriga, Tanguy Viel nos seduce con una novela en la que el color negro se mezcla con la sonrisa."'París-Brest' es una novela de una gran libertad, que toca todos los registros. Una historia para todo el mundo".Norbert Czarny, 'La Quinzaine Littéraire'"La agilidad y la soltura son virtudes poco habituales en la literatura y Tanguy Viel las emplea de maravilla, con una inteligencia seductora".Thierry Clermont, 'Le Figaro'"Esta admirable novela confirma el talento de Tanguy Viel".Augustin Trapenard, 'Elle'

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2011
ISBN
9788415277095
Categoría
Literatura

III.
KERMEUR HIJO

1
Kermeur hijo y yo íbamos juntos a la escuela. Por eso nos conocíamos de mucho tiempo atrás, quiero decir, de mucho antes de que la señora Kermeur se convirtiera en la asistenta de mi abuela. Kermeur hijo era mayor que yo, pero había repetido curso muy pronto y por lo tanto nos encontramos muy pronto en la misma clase. «Yo repetí—decía—, porque era un inadaptado al sistema escolar». Y estaba orgulloso de repetirlo, «inadaptado». «Siempre en guardia en la reserva de la inadaptación», decía. Era su gran frase, digamos, una de sus grandes frases.
—Si me hubieran dicho que un día nos volveríamos a encontrar después de tanto tiempo—decía Kermeur hijo—, y en condiciones tan improbables…
Y era cierto, era improbable que nuestros caminos se volvieran a cruzar. Pero ocurrió. Ocurrió el día exacto de mi mudanza a casa de mi abuela, ese día en que no había visto a Kermeur hijo desde hacía cinco años, apenas mi madre aparcó la camioneta sobre la acera y, con cajas en los brazos, apenas comenzaba a desembalar todo, una silueta apareció por la esquina de la calle y la reconocí en seguida. Mi madre no, pero yo, a pesar de los años, supe en seguida que era él y supe en seguida que iba a darme una palmada en el hombro. Kermeur hijo es del tipo de los que dan una palmada en el hombro a alguien a quien no han visto desde hace cinco años.
—¡Cómo, ¿tú aquí?!—dijo dándome una palmada en el hombro.
—Eh, sí—dije—, ya ves, me estoy instalando.
—Ahí, ¿en la planta baja?
—Sí—dije—, mi abuela vive encima, así que, como mis padres se van de la región, me vengo a vivir aquí, debajo de la casa de mi abuela.
—Ah, sí—dijo bastante alto—, ¿es por culpa de tu padre?
Y yo dije muy bajito, «Sí, es por culpa de mi padre».
—Pero ¿quién es?—dijo mi madre discretamente, al pasar por detrás de mí.
—Pero mamá, si es el hijo de la señora Kermeur.
Y ella dirigió sus pasos hacia la camioneta sin saludarle, porque ella odiaba a Kermeur hijo desde que habíamos estado juntos en el colegio, y más aún desde el episodio del supermercado. Una vez más es necesario que cuente el episodio del supermercado, por más que disguste a mi madre, estoy obligado a contarlo, por como siguieron los hechos.
Así pues, íbamos a la misma escuela, Kermeur y yo, y todas las tardes mi madre venía a buscarme a la salida del colegio, todas las tardes excepto la del viernes, porque el viernes mi madre iba a jugar al bridge con las señoras importantes de la ciudad, y por culpa de su bridge no podía venir a buscarme, por lo tanto yo tenía que volver a casa a pie. Por lo tanto el viernes, el destino, o digamos el azar geográfico quería que Kermeur hijo y yo hiciéramos un trozo del camino juntos. Y seguramente fue el mismo azar geográfico el que quiso que alguna vez pasáramos delante del supermercado para comprar una tableta de chocolate. Por lo visto aquel día teníamos especialmente ganas de una tableta de chocolate, pero no teníamos dinero. Fue entonces cuando Kermeur hijo tuvo la mala idea de que nos las apañaríamos a pesar de todo, lo que quería decir que comeríamos chocolate sin tener dinero, lo que quería decir que lo robaríamos. Evidentemente, era mi primera vez, no para Kermeur hijo, pero para mí sí.
Me acuerdo, cómo miraba para todos lados por culpa de la sensación extraña de que toda la ciudad nos estaba observando, así que cuando entré en el supermercado, cuando las puertas automáticas se abrieron, estaba escrito en mi cara que la cosa iba a acabar mal. Así que seguí a Kermeur hijo hasta la sección de los chocolates, con la firme intención de robar yo también una tableta de chocolate. Y cuando ya no hubo nadie a nuestro alrededor, cuando comprobamos que en los pasillos no había nadie, comenzamos a meternos las tabletas entre la ropa. Kermeur hijo reía y me decía «Venga, coge más», cuando ya había metido mis dos tabletas en la cintura de mi pantalón y él por lo menos el doble, y tres en el bolsillo de mi abrigo, y él también al menos el doble. Y yo incluso conseguía sonreír mientras lo hacía.
Estábamos exactamente en ese punto cuando vi a Kermeur hijo volver la cabeza de golpe, un poco como hacen las gaviotas, muy rápido, y vi hacia donde miraba y entonces por reflejo miré también, y de pronto vi una especie de gran sombra negra que se aproximaba suavemente y ya estaba sobre nosotros.
Seguramente que en realidad se aproximaba muy rápido, pero en mi cabeza lo hacía suavemente, porque en mi cabeza a partir de entonces todo ocurrió al ralentí. Al ralentí el guardia de seguridad puso la mano en mi hombro, al ralentí dijo: «¿Quieres que te ayude, pequeño?». Al mismo tiempo que me levantaba por la capucha del abrigo, al mismo tiempo que empezaba ya a temblar, recuerdo que tuve tiempo de decirme que era un mal sueño, que iba a despertarme y que este señor era demasiado grande y demasiado bestia para existir realmente y que yo en realidad nunca había entrado en ese supermercado y que el hombre no estaba levantándome como a un saco de cemento.
Pero sí. Y todo a mi alrededor se puso a girar, la luz lánguida de los neones, la suavidad metálica de las estanterías y la sombra negra del guardia de seguridad en mis ojos, nada se parecía ya a como era en realidad, y yo sólo me oía gritar, decirle que me dejara, «Pero déjeme», dije.
Me pregunto qué es lo que vivimos en la vida normal, porque no tiene nada que ver con esos momentos, los momentos en la vida en los que ocurre algo de verdad, en los que el mundo calla de golpe, o incluso en el interior de uno mismo todo se detiene, el tiempo se detiene, el pensamiento, los nervios, y todo está cerrado, apagado, como si fuera falso, sí, como si fuera falso cuando en realidad es lo único cierto.
Pedí socorro varias veces esperando que Kermeur hijo acudiera a ayudarme y fue en ese momento cuando vi, vi que Kermeur hijo ya no estaba allí, que había echado a volar como una gaviota, porque, con mayor rapidez que yo, había visto venir hacia nosotros al guardia de seguridad. Y para cuando el guardia de seguridad dijo con esa especie de voz cavernosa «¿Te puedo ayudar, pequeño?», para cuando dijo eso, en el tiempo en que me volví hacia él, hacia el guardia de seguridad, y después hacia Kermeur hijo para preguntarle qué hacíamos, una fracción de segundo, y él había desparecido.
Y entonces vi como un túnel delante de mí, sentí mis pies que se arrastraban por el embaldosado de la tienda, con mi cuerpo arrastrado por el guardia de seguridad, que medio me estrangulaba a fuerza de tirar, como si llevara la correa de un perro. «Pequeño idiota», oí, sin que supiera si me hablaba a mí o si ya echaba pestes por haber dejado escapar a Kermeur hijo.
Kermeur hijo me dijo después que en toda su vida nunca había corrido tan rápido ni durante tanto tiempo. Me dijo que, a la velocidad a la que se había puesto a correr hasta el otro extremo de la ciudad, a esa velocidad seguramente hubiera ganado el cross del colegio, cuando en realidad en el cross del colegio él llegaba siempre el último. Por esa razón, generalmente, yo, en el cross del colegio, llegaba también de los últimos, porque nos parábamos a fumar un cigarrillo detrás de los matorrales y yo me ponía de nuevo a correr antes que él para no despertar sospechas.
Mi madre se preguntaba siempre por qué yo era de los últimos, cuando ella hubiera querido, evidentemente, que llegara entre los primeros. Incluso por cosas como ésta acababa avergonzándose de mí, hasta tal punto que los días que había cross en el colegio yo sabía de antemano que no me dirigiría la palabra en toda la tarde, porque había tenido que bajar la cabeza delante de las madres de los otros alumnos y, particularmente, delante de las madres de los alumnos que habían llegado los primeros.
—Creo que vas con malas compañías—decía mi madre—, creo que ese Kermeur es una mala influencia para ti.
En aquella época ella no conocía a la madre de Kermeur hijo, por la sencilla razón de que mi abuela no conocía todavía a Albert, pero mi madre sabía a pesar de todo que la señora Kermeur era una asistenta, y con ese título para mi madre era una mala compañía. Si en aquella época le hubieran dicho a mi madre que la señora Kermeur llegaría a ser la asistenta de mi abuela, seguramente no lo hubiera creído.
Pero desde que me había visto estrechar la mano de Kermeur hijo saliendo de la escuela, es decir, aceptar la amistad de ese Kermeur, no dejó de decirme que, evidentemente, había elegido lo peor.
—Yo no le elegí, mamá, yo nunca elegí a Kermeur hijo. Fue tan sólo que él vino hacia mí el día de la vuelta al cole, vino hacia mí y me dijo: «Serás mi amigo porque te lo mereces».
Yo nunca supe por qué ocurrió así, por qué lo había merecido, pero lo peor es que nunca se lo pregunté, ni en aquella época ni más tarde, ése fue mi mayor error, ese que, como es evidente, aún sigo pagando hoy, no haber tenido el saludable reflejo de decir que no, de decir, «Es muy amable por tu parte, gracias, pero no quiero tu amistad». No, no éramos lo que se dice amigos. Y todo hubiera debido quedarse como al principio, como en la primera impresión, sólo que siempre hay gente que quiere forzar la primera impresión. En lugar de que todo sea tranquilamente establecido desde la primera vez, que desde el principio se establezca una distancia, hay quien quiere a toda costa inventar una amistad que no existe.
Y mi madre lo había comprendido perfectamente, quiero decir, había comprendido perfectamente que Kermeur hijo era el último de los zoquetes. «Hay que ser el primero en todo», me decía. Decía eso antes del episodio del supermercado. Después del episodio del supermercado, nunca más lo dijo. A partir de ese día, nunca más contó conmigo para nada y de alguna manera fue mejor para mí, de alguna manera Kermeur hijo me salvó de mi madre, analicé mucho más tarde al margen de mi novela familiar; quiero decir, no directamente en mi novela familiar, sino en todas las notas, digamos psicológicas, que no pintaban nada en mi historia, pero que a pesar de todo no pude evitar redactar, para aclarar mi situación conmigo mismo, digamos, entre mi madre y yo.
Así que aquel día, para volver al episodio del supermercado, estaban los neones que pasaban horizontalmente por encima de mi cabeza, el cuello como arrancado por el guardia de seguridad y la música de Johnny Hallyday en la radio, pero no puedo decir hoy si me acuerdo o si me lo invento, porque sólo recuerdo que el guardia de seguridad dijo: «Vas a dar un paseíto al despacho del director, te va a poner las ideas en su sitio».
Dijo eso, después me enderezó de la oreja, casi me la arrancó para ponerme de pie, para que dejara de arrastrarme por el polvo del embaldosado, repitió, «Pequeño idiota», y esta vez supe que me lo decía a mí. A continuación me señaló con el dedo el despacho acristalado encima de la entrada, y añadió: «Mira, ya te está esperando». Y era verdad, allí estaba, con las manos a la espalda, el director de la tienda, mirándome desde arriba fijamente tras el cristal, sonriendo como si acabara de ganarse el jornal. Y, por supuesto, yo lloraba, por supuesto, yo gritaba y seguramente toda la tienda me miraba.
Pero todo lo que supe decir al entrar en el despacho del director, con mis tabletas de chocolate que me apretaban la tripa como si fueran kilos de cocaína en una aduana, fue «¿No va a llamar usted a la policía, verdad?, ¿no voy a ir a la cárcel?, dígame, ¿no voy a ir a la cárcel?».
—Por supuesto que no, pequeño, por supuesto que no—me dijo el director. Y añadió—: Entonces, pequeño, dime, ¿pensabas comprar esas tabletas de chocolate?
A esta pregunta, lo comprendí más tarde, siempre hay que responder que sí, siempre hay que responder que ha habido un malentendido y que se está dispuesto a pagar inmediatamente. Pero nunca decir sinceramente que pensabas robarlas. Es exactamente lo que hice ese día; por inexperiencia caí en la trampa de la sinceridad, dije llorando que lo confesaba, que quería robarlas, y que no hubiera debido hacerlo.
Con el tiempo, hoy me pregunto si no hubiera preferido a la policía, por culpa del director, por culpa sobre todo del sello que, en su dedo índice, giraba maliciosamente con placer, para que al darme una bofetada en la mejilla me hiciera más daño, primero en un sentido, después en el otro, y dos veces seguidas.
—Esto de parte de la tienda—dijo—, y ahora de mi parte. —Y empezó de nuevo con una precisión de tenista—. Ya está, ahora podemos llamar a tu mamá.
—No está en casa—dije llorando—, está jugando al bridge.
Y el director se echó a reír, por lo del bridge, por supuesto. Pero fue necesario que diera el número del Club de Bridge, que interrumpieran a mi madre durante su partida, y yo ya me imaginaba la cara que pondría delante de sus amigas, ya me imaginaba su respiración agitada y su malestar.
Mi madre no me dijo nada. Nunca dijo nada. Tuvo sofocos hasta la noche sin decir nada. Pero, al día siguiente, Kermeur hijo había cambiado de colegio.
No, no fui yo quien cambió de colegio; fue Kermeur hijo. Mi madre hizo valer sus contactos ante la directora, y en seguida Kermeur hijo cambió de escuela. Kermeur hijo tuvo que ser inscrito al día siguiente en la escuela pública y nunca más en la escuela privada a la que íbamos, a la que yo seguiría yendo. «Así ya no tendrás más malas compañías», dijo mi madre.
—Pero si es culpa tuya—dije más tarde a mi madre—si yo he tenido malas compañías. Esto no hubiera ocurrido nunca si yo hubiera ido a la escuela pública—le dije riéndome en sus narices años más tarde. Y el hecho es que, después de lo que yo tengo la costumbre de llamar el episodio del supermercado, ya nunca vi a Kermeur hijo durante cinco años....

Índice

  1. PARÍS-BREST
  2. I. CON VISTAS A LA RADA
  3. II. TRES AÑOS MÁS TARDE
  4. III. KERMEUR HIJO
  5. IV. COSAS SOBRE NOSOTROS
  6. ©