¿Volverá el peronismo?
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¿Volverá el peronismo?

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A pesar de dos contundentes derrotas electorales, sigue habiendo razones concretas y específicas que ponen en cuestión la perspectiva de un ocaso definitivo del peronismo: la inconsistencia del programa de Cambiemos, el descascaramiento de la promesa meritocrática de un gobierno que dijo que necesitábamos pura economía y menos política, y la resiliencia objetiva del peronismo con su diversidad real. Ambas cosas nos enfrentan a la lógica precisa de que no sólo el peronismo no ha muerto, como pronosticaban algunos, sino que además es sensato creer que puede volver.Este nuevo libro de la serie La Media Distancia, estructurado siempre alrededor de un disparador-pregunta, tres artículos y un prólogo, busca indagar en la sobrevida del peronismo, la inevitabilidad de su resurrección, las condiciones de su persistencia. Porque preguntarse por el peronismo es preguntarse por las mutaciones de las clases sociales argentinas.¿Sigue siendo razonable pensar que todos los humildes votan al peronismo? ¿Sigue siendo razonable, tras el kirchnerismo, pensar que todas las capas medias son anti peronistas?

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Información

Julieta Quirós
La interna peronista del siglo XXI.
Enseñanzas desde Córdoba, corazón de un drama nacional
Para el argentino medio los porqué del peronismo –por qué su origen, por qué sus bases, por qué su persistencia, por qué su resurrección– son lugares sobresaturados. Algunos científicos sociales han sugerido que el problema de “explicar el peronismo” es parte de las prácticas políticas que lo producen como obstinación nacional (1). De entre todos los rumbos que ha tomado esa obsesión, las páginas que siguen buscan tomar distancia de uno, de carácter geopolítico: nuestro pensamiento en el peronismo ha sido y es excesivamente bonaeren-céntrico (lo que quiere decir también porteño-céntrico y conurbano-céntrico). Claro que esta distorsión no es del peronismo per se, sino más bien efecto del pensamiento indefectiblemente unitario de un país que, como el nuestro, se quiere −o dice querer− federal: Buenos Aires (ciudad, conurbano y provincia: cada una o todas juntas) es el punto de apoyo sobre el que delineamos las cosas (que imaginamos) argentinas. Y así, cuando queremos hablar de (el) peronismo nos basta echar un vistazo al peronismo bonaerense, al que suponemos sin tonada y, por esa razón, más representativo que lo que podría ser el peronismo correntino o el riojano. Tenemos al peronismo bonaerense y después el resto el “peronismo periférico”, han dicho los historiadores (2)–, compuesto por peronismos que llamamos provinciales pero consideramos provincianos; territorios que presuponemos con lógicas demasiado propias, que cuando mucho condimentarían con especias regionales un guiso hecho a base de carne vacuna, criada y faenada en las tierras húmedas del Río de la Plata. Es cierto que Buenos Aires es, además de “cuna” del peronismo, el territorio que define la política del país; pero también es cierto que con el conurbano solo no alcanza, y eso que llamamos peronismo es siempre y necesariamente un plural. Esto, sin embargo, no quiere decir que el peronismo sea la suma de las partes (centros y periferias, puertos e interiores, ciudades y parajes, colectivos, cosechadoras y carros de tracción a sangre): más bien quiere decir que es la necesaria negociación entre esas partes; el peronismo es lo que se cose y se desgarra entre ellas en cada momento histórico.
Para contrarrestar, entonces, la sobredosis bonaerense que domina nuestra manera de conocer y pensar el peronismo –para descolonizar, en suma, nuestro pensamiento–, sigue aquí una mirada desde Córdoba. No vamos –entiéndase bien– a “dar voz al interior”, ni tampoco a “visibilizar”, en un grito de redención federalista, versiones autóctonas de peronismo. Más bien vamos a hablar de las tramas invisibles que hilvanan al peronismo como cosa de todos –Nada peronista me es ajeno, podría decir cada argentino–; tramas que anudan puntos y escalas geográficas desparejas, en una superficie nacional tan arenosa como maciza. Vamos a hablar de peronismo hoy, en sus relaciones y en su cartografía.
2017: ¿Cómo llegamos a esto?
“La culpa no es de afuera, la culpa es del peronismo”, sentenció colérico un intendente del interior cordobés ante un auditorio colmado de jefes comunales, legisladores, secretarios y ministros del Ejecutivo, la tarde de agosto de 2017 en que el peronismo provincial reunió a toda su tropa en la Casa de la Gobernación. El aire se cortaba con un cuchillo. El domingo anterior Córdoba había votado legisladores nacionales y el peronismo –que llevaba cinco mandatos consecutivos (casi veinte años) al frente del Ejecutivo de la provincia bajo la coalición Unión por Córdoba– había perdido por 18 puntos frente al oficialismo nacional presidido por la alianza Cambiemos. La cifra de 18 puntos superaba por mucho –demasiado– los cálculos preelectorales, y anunciaba lo peor.
Viniendo de quien venía, decir que la culpa era del peronismo quería decir: la culpa es de Cristina, que dividió al peronismo. Una manera de poner el problema adentro del peronismo pero afuera del peronismo cordobés. Sin embargo, todos los que estaban ahí ese día, en la Casa de la Gobernación, sabían que el nosotros no estaba libre de culpa: quienes habían encabezado las decisiones de campaña todavía padecían esa pastosa resaca moral de quien se levanta el día después de un pifie irreparable y da cualquier cosa por volver a la inimputabilidad del sueño. Sabían de las torpezas tácticas de la campaña, empezando por el hecho irremontable de que el gobernador Juan Schiaretti había salido demasiado tarde a despegarse del presidente Macri –el amigo Macri, como solía llamarlo–.
Todavía recuerdo el clima de desconcierto vivido en una escena perdida de una pequeña y desconocida ciudad del norte cordobés, faltando sólo dos meses para las elecciones primarias (PASO) (3) de aquel agosto de 2017. El gobernador Schiaretti aterrizaba en la capital departamental con una comitiva de ministros y secretarios para presidir un acto de inauguración de obra. Lo esperaba una audiencia abultada para las escalas del interior del interior: intendentes y concejales peronistas de la región, representantes de instituciones locales, prensa local, vecinos. Pasada la liturgia convenida, llegaron las ansiadas palabras del gobernador: Schiaretti se explayó en los logros de la obra inaugurada, repasó las obras en curso y por venir, celebró la llegada del progreso a todos los rincones de la provincia, recibió los aplausos previsibles en cada momento de su discurso, hasta que, ya en tren de cierre, lanzó unas palabras que descolocaron a más de uno: “Porque nosotros sabemos –dijo– que la desigualdad de oportunidades no la resuelve el llamado ‘derrame’ del mercado. Nosotros sabemos –enfatizó– que la justicia social sólo la puede hacer el Estado. ¡Sabemos –y acá robusteció el tono de voz, preanunciando que lo que estaba por decir iba a ameritar un estallido de aplausos– que no hay derrame del mercado que garantice la justicia social!”. Cualquiera que mirara el auditorio desde el estrado habría podido ver los ojos levemente achinados de intendentes y concejales allí presentes; el aplauso tibio que alguno atisbó a iniciar expresaba más desconcierto que convicción: ¿había que aplaudir?, ¿“mercado” versus “Estado”?, ¿“derrame”?, ¿“justicia social”? ¿Quién carajo estaba hablando? El mensaje contenido en ese vocabulario exótico –que salía de la boca del flamante gobernador– los había tomado por sorpresa: la campaña había comenzado.
Hacía mucho tiempo que el peronismo cordobés no predicaba con ese lenguaje. Es cierto que el gobernador Juan Schiaretti –a diferencia de su predecesor y tres veces gobernador de la provincia por el justicialismo, José Manuel de la Sota– siempre se había caracterizado por un perfil y una comunicación más evocativos de los valores peronistas; esto en buena medida por la relación afectiva que Schiaretti conservaba con su militancia de juventud en el peronismo de izquierda, de raigambre cristiana. Pero aun así, el drama que en la última década había cismado al peronismo a lo largo y ancho de la provincia de Córdoba –y del territorio nacional en su conjunto– había hecho de ese lenguaje propiedad y sello distintivos del adversario: un enemigo interno llamado kirchnerismo. A los oídos del peronismo cordobés mayoritario y hegemónico –es decir, el justicialismo que presidía el Ejecutivo de la provincia desde fines de los años 90–, el léxico duro de la justicia social se había vuelto cosa de otros. Y si ahora, a casi diez años de enfrentamiento, Schiaretti salía a reapropiarse de algunos de esos símbolos era porque en estas elecciones (las legislativas de 2017) el contrincante que le esperaba era otro: a dos años de un kirchnerismo derrotado y debilitado, la saga que le tocaba esta vez al peronismo cordobés era resistir el vertiginoso ascenso del macrismo, una tromba política que él mismo había ayudado a crear.
Vale la pena recordar el significado de Córdoba en el resultado de las elecciones presidenciales que en 2015 pusieron fin, en contra de todos los pronósticos iniciales, a un ciclo de 12 años de hegemonía del peronismo kirchnerista. El día después del ballottage del 22 de noviembre de 2015 no hubo diario, radio o analista político que no hablara del “aplastante voto cordobés” contra el oficialismo K. En Córdoba la fórmula presidencial de Cambiemos obtuvo el 71,5% de los votos, lo que significa que la cantidad de votos con que Mauricio Macri superó en Córdoba a su contrincante kirchnerista, Daniel Scioli, fue mayor a la suma de todas las ventajas que le sacó en el resto de los distritos del país. Si a nivel nacional Macri aventajó a Scioli por la menuda cifra de casi 3 puntos (que lo terminaron consagrando Presidente), en la provincia de Córdoba esa diferencia se multiplicaba a 44 puntos: la mayor del país. Le seguía en segundo lugar y lejos, la Ciudad de Buenos Aires, con 30 puntos de ventaja.
En una palabra: en 2015 el aporte de la provincia de Córdoba a la reconfiguración del mapa político nacional fue decisivo. Y el aporte del peronismo cordobés a ese 71,5% de votos amarillos, también. Si en las primarias de agosto y en las generales de octubre ese peronismo pudo darse el lujo de presentar una lista propia, como proyección de una alternativa peronista no-K (primero acompañando la precandidatura de José Manuel de la Sota en las PASO, y luego la candidatura del justicialista bonaerense Sergio Massa en octubre), en el ballottage de noviembre las cosas se pusieron negro sobre blanco: o cambiamos o sigue el kirchnerismo, y el peronismo cordobés no dudó en elegir lo primero. Desde luego, no lo hizo abiertamente –entiéndase: Macri no es peronista y el principal socio de su coalición partidaria era el radicalismo; el justicialismo cordobés no podía llamar a votar por eso oficialmente–, pero sí por abajo. Así, a lo largo y ancho de la provincia, en las grandes ciudades y en las localidades del interior, los cordobeses pudieron ver a representantes y emisarios del justicialismo yendo y viniendo con boletas de Cambiemos en la guantera del auto, y no faltaron figuras de renombre (intendentes, legisladores, militantes, presidentes locales del PJ) que los días previos a la elección definitoria echaran a rodar en sus comunidades un aviso “a título personal”, que ofició de franca invitación al cambio: “Amigos, yo voto a Macri”.
Ante el hecho consumado –la abrumadora cifra del 71,5% y Mauricio Macri festejando desaforadamente entre globos amarillos lo que no tuvo mejor idea que calificar de “un nuevo Cordobazo”–, no faltó peronista mediterráneo que en su fuero íntimo balbuceara: ¿cómo llegamos a esto? La culpa, le dirán los compañeros, la tiene el peronismo.
La interna peronista del siglo XXI
En la segunda década del siglo XXI la gramática política argentina acuñó un nuevo giro para narrar viejas tragedias; aprendimos a decir y lamentar que aquello que nos divide es una grieta: la que separa a los kirchneristas de los anti-kirchneristas, kirchnerismo y anti-kirchnerismo; la imagen de un país partido al medio. Pero, lejos de calcar la fractura tradicional entre peronismo y antiperonismo, la grieta tuvo una particularidad de la que, acaso, hemos hablado poco: fue una fisura irremediable al interior del propio peronismo. Dicho de otro modo: eso que aprendimos a llamar la grieta no es otra cosa que la interna peronista del siglo XXI, e inclusive uno podría preguntarse si no fue la grieta del peronismo aquello que llevó a la grieta de la sociedad, y no a la inversa.
“¿Peronismo? –repreguntó por esos tiempos José Manuel de la Sota a un periodista que lo entrevistaba–. Hoy hay muchos que se dicen peronistas; hay peronistasss [repitió marcando la ese], pero no hay más peronismo”. Una respuesta sobre la que acaso deberíamos decir: no hay más peronismo del mismo modo que no lo había antes, si es que alguna vez lo hubo. “El peronismo nunca fue un partido, el peronismo es una hidra de siete cabezas que se niegan a sí mismas pero pertenecen al mismo tronco”, sintetizó poco tiempo después Dante Caputo, político y politólogo radical. Y no por acaso a los argentinos el drama de la “unidad del peronismo” nos suena a arpegio re manyado: solo lo que es separado puede (querer, añorar, tener que, o amenazar con) unirse. La “unidad” es una de las cartas míticas del peronismo –y entre otras cosas esto quiere decir que, como todo mito, tiene tanta fuerza de realidad como la realidad que la desdice–.
El punto es que, más que preguntarnos “qué fue” lo que produjo la grieta peronista al promediar la primera década del siglo XXI, deberíamos decir: ¿por dónde se rajó el peronismo esta vez? Córdoba nos ofrece una suerte de caso ejemplar para responder a esta pregunta, entre otras cosas porque en Córdoba la interna peronista estalló tempranamente y a cielo abierto. Podríamos decirlo así: a diferencia del resto de los peronismos, el peronismo cordobés no pudo contener en la olla a presión la antipatía –tan ideológica como cultural– que desde el vamos existe o puede existir entre un peronismo provincial de raíz conservadora (como el que José Manuel de la Sota logró reinventar en los años 90 bajo la coalición Unión por Córdoba) y un peronismo progresista de aspiración cosmopolita (como el que Néstor Kirchner propuso proyectar, desde 2003 en adelante, bajo el ala de su Frente para la Victoria). En Córdoba estos peronismos no empatizaron ni compatibilizaron, y por eso se enfrentaron. Su hostilidad alcanzó decibeles estridentes, y si esos decibeles reverberaron en todo el territorio nacional fue en buena medida porque Córdoba hablaba por todo ese territorio. En otras palabras: por mucho tiempo el peronismo cordobés fue la herida por la que pudo supurar una lesión subcutánea que iba de Ushuaia a La Quiaca –y que incluía, desde luego, a nuestro usual peronismo “de referencia”, el bonaerense–.
Para comprender esa herida desde Córdoba, conviene proporcionar al lector un par de detalles de la política mediterránea reciente. En primer lugar, recordar que Unión por Córdoba es la coalición inter-partidaria a través de la cual el justicialismo cordobés logró acceder a la gobernación de la provincia a fines de los años 90, tras 15 años ininterrumpidos de gobierno radical. Es decir: Unión por Córdoba es el peronismo que logró ganar una provincia históricamente reconocida y auto-narrada como bastión radical. Esa coalición no solo tomó la forma –tal como habría de hacerlo a nivel nacional con Carlos Menem– de una alianza entre justicialismo y fuerzas políticas liberales (entre ellas las agrupadas en la emblemática UCeDé), sino que en el caso cordobés necesitó también apelar, como señala el historiador Juan Manuel Reynares (2013:72), a una “lectura a la vez conservadora y empresarial” de la propia tradición justicialista. En este sentido, bien podemos decir que la hostilidad que habrá de sobrevenir entre el peronismo delasotista y el peronismo kirchnerista calca los contornos de eso que acostumbramos a distinguir como un peronismo “más de derecha” y un peronismo “más zurdo”.
Sin embargo, hay más: ese peronismo que De la Sota logró convertir en alternativa de poder provincial a fines de los años 90 era hijo de la Renovación peronista de la década anterior; junto a Antonio Cafiero, Carlos Grosso y Carlos Menem, De la Sota había sido una de las principales figuras de un movimiento que entendió que el justicialismo debía revisar seriamente sus modos y modales –excesivamente pasionales, por decirlo de alguna forma, para lo que la sociedad argentina post-dictadura esperaba y exigía a su dirigencia: una política razonable y de métodos pacíficos–. El peronismo necesitaba profesionalizarse como partido democrático, y esta fue parte de las apuestas de la Renovación. Ello requirió, como señala Reynares, de algunos desplazamientos identitarios, que en el caso del peronismo cordobés fueron reivindicados virtuosamente, por De la Sota y su entorno, en términos de una “apertura del partido”: “La gente no quiere un tiempo radical ni uno peronista, sino un tiempo cordobés, donde los partidos tengan su espacio pero donde los independientes sean tanto o más importantes”, decía De la Sota a inicios de los 90 (citado en Reynares 2014: 124). Esta iniciativa de “apertura” adquirió una peculiaridad –acaso un costo– que merece nuestra atención; lo pondría en estos términos: para erigirse como expresión de mayorías, el peronismo cordobés tuvo que someterse a un cierto trabajo de des-peronización. Táctica política o mecanismo inconsciente de superv...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Presentación. ¿Qué se puede hacer salvo hablar de peronismo?
  4. Prólogo. El peronismo y el alma de los argentinos
  5. Los huérfanos de la política de partidos revisited
  6. El perpetuo viaje hacia la barbarie
  7. La interna peronista del siglo XXI. Enseñanzas desde Córdoba, corazón de un drama nacional