ES MI PUTA BODA
Pocos días después, estaba sentada en el jardín sin hacerle caso al teléfono (mi madre, que llamaba para preguntar por los sobres, según reveló un mensaje no demasiado claro en el buzón de voz) cuando Tyler apareció corriendo a toda velocidad por el lateral del bloque. Había estado fuera toda la noche.
—¡Entra, entra! —gritó.
Llevaba la rebeca colgando; en una mano sujetaba un par de cuñas ridículamente altas que le había dado su hermana y con la otra se apretaba contra el pecho un bote grande de cristal que parecía estar lleno de sal quitanieves. No era invierno. Me levanté de un salto, salí corriendo detrás de ella y aparté de una patada la botella vacía de whisky que había usado para mantener la puerta abierta. La puerta se cerró de un golpe a nuestras espaldas. Subimos las escaleras a toda prisa.
—¿Qué coño pasa?
—¡Calla y corre!
Buscó a tientas su llave con la mano en la que sostenía las cuñas, la aparté y usé la mía. Abrió la puerta de un empellón y se metió corriendo. Yo corrí detrás de ella, cerré la puerta y di dos vueltas a la cerradura. Fue a la cocina, abrió la nevera y bajó la compuerta de plástico del congelador. Se puso a meter el bote a empujones y a sacar bandejas de cubitos para hacerle sitio.
—¿Qué coño es eso? —dije mientras me acercaba.
Y entonces reconocí los cristales beis que parecían azúcar. Nunca había visto una cantidad tan grande, pero yo sabía qué eran, mi estómago y mis intestinos también lo sabían. Mis entrañas se contrajeron de esperanza, miedo y demás grandes sentimientos.
—Dios mío, Tyler, ¿eso es...?
Me miró. Sus ojos lo dijeron todo.
—Eme, sí. Es un bote de eme más grande que la hostia y tenemos que guardarlo en el congelador para que no se estropee, porque ahí es donde lo tenía ella guardado.
Sacudí la cabeza.
—¿Ahí es donde lo tenía guardado quién?
Tyler se apartó del bote (que seguía sin caber en el congelador, porque era uno de esos grandes con cierre de presión, de los que se suelen usar para guardar espaguetis o cereales) y me miró.
—La camella a la que se lo he robado.
No hizo falta que añadiera «idiota» al final de la frase.
Volví a sacudir la cabeza, esta vez más rápido, ya con la adrenalina, el miedo y el pánico interviniendo en la coreografía de mis músculos.
—¿Qué-cojones-has-hecho?
El hielo se estaba derritiendo en el suelo. Tyler sostuvo el bote en alto y lo agitó.
—Este pequeño va a tenernos contentas hasta Navidad.
Me pellizqué el puente de la nariz y cerré los ojos.
—Le has robado droga a una traficante de droga.
—¡Ah, bueno! Si tú ya sabes cómo es y cómo se llama. Siempre está bailando tecno cuando entras. Un adefesio babeando en la esquina y unos cuantos salidos hechos polvo en los sillones.
—Le has robado droga a una traficante de droga —repetí.
—No se va a dar ni cuenta, créeme. No tiene ni puta idea de en qué día vive.
—¿Cómo se llama? —Tyler me miró con cara de tonta—. ¿Sabes cómo es, verdad? ¿Sabes cómo es y no sabes cómo coño se llama?
Tyler parpadeó lentamente con un movimiento elaborado. Era el parpadeo de alguien que llevaba un rato sin cerrar bien los ojos.
—Marie —respondió.
—Te lo acabas de inventar.
—No, de verdad. Se llama Marie.
Me derrumbé en el suelo. De pronto fui consciente de la situación. Habría un ataque violento. Unos mafiosos vengativos nos torturarían y, al final, después de mucho suplicar y un montón de agonía y sufrimiento, llegaría la muerte.
—Bueno, pues ya lo has hecho, Tyler. Sabía que terminarías haciéndolo.
—Te estás preocupando demasiado.
Volvió al bote y siguió tratando de embutirlo en el congelador.
—Y, entonces, ¿por qué corrías? —ni caso—. Tyler.
—Espera que guarde bien esto y luego ya nos relajamos.
—¡Tyler!
Dejó de empujar el bote, pero no me miró.
—El perro me ha seguido un trecho.
Di un respingo.
—¿Cuánto trecho?
—¡No lo sé, estaba corriendo!
Con un último empujón, como un imitador de Elvis nervioso y en pequeñito, consiguió meter el bote del todo en el congelador. Unas virutas de escarcha salieron disparadas y cayeron sobre el linóleo. Cerró la portezuela de plástico y la puerta de la nevera y se giró hacia mí, victoriosa.
—Mira, Marie no sabe usar ni el pomo de una puerta. Es una colgada de manual.
Cogí de la encimera un paño de cocina con marcas de quemado y lo...