PatchWord
  1. 336 páginas
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El narrador de este artefacto literario, ni más ni menos que un sombrero, cuyo último nombre es ATHANASIUS PERNATH, nos cuenta las peripecias de los dispares personajes a los que ha acompañado a lo largo de los años. El relato de este Genuine Panama Hat 58 es un compendio de las cosas que ha oído y percibido, al hilo de las cuales va desgranando sus opiniones sobre el mundo e incluso sobre el lector, al que no dejará indiferente. Así que si vosotros, pacientes lectores, tenéis la osadía de llegar hasta la última página, comprenderéis algo que quizá no sepáis aún: que las historias no sólo existen cuando alguien las cuenta, sino, sobre todo, cuando alguien las lee."Más allá de toda su enjundiosa carga filosófica, PatchWord es una pura y simple celebración de la literatura".Andrés Seoane, El Cultural"Un friso de personajes y peripecias donde no falta el fino humor de una perspicaz sátira social".Jesús Ferrer, La Razón

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2019
ISBN
9788417902117
Categoría
Literature
POR SI NO LO SABÉIS, LAS HISTORIAS SÓLO EXISTEN CUANDO SON NARRADAS O LEÍDAS. DE MODO QUE AL PRINCIPIO LO QUE SABÉIS DE UNA HISTORIA ES NADA
Os contaré una historia. En realidad es una historia que encierra multitud de historias, aunque en adelante seguiré llamándola la historia. Tiene que ver con un sombrero que a lo largo de su vida adorna o protege distintas cabezas y eso le da que pensar, porque las cabezas que cubre y las historias que éstas viven le obligan a recapacitar sobre el mundo y los seres que lo habitan, y también acerca de los porqués y en toda esa clase de monsergas que a los humanos a menudo os da por considerar cuando el insomnio se enseñorea de vuestras noches, cuando os ponéis sentimentales o nostálgicos, o cuando caéis en la ruina más sórdida, la física y espiritual, no la material. El sombrero al que me refiero pasa por tres, cuatro, cinco y algunos propietarios más, y al final es sacrificado en un ritual desesperado cuyo objeto es que su último dueño pueda recuperar la propia estima. Y ya está. Eso es todo. Ese sombrero soy yo, y esa historia es mi historia. Una historia increíble, aunque ahora, a estas alturas, ya sé que todas las historias son increíbles—aunque tal vez vosotros no sabréis nunca que todas las historias son increíbles—y que de nada sirve que os lo diga, porque seguiréis vuestro camino indiferentes, fieles a vuestras propias creencias, las que sustentan vuestro pasado—quizá debería decir que justifican vuestro pasado—y que habrán de sustentar o justificar vuestro futuro. De todos modos os contaré mi historia, ya que en el fondo también es la vuestra. En ocasiones sucede que alcanzado el final de tus días, ya seas una cosa u otra, humano, robot o simple sombrero, por ejemplo, te decides a hacer balance, y a contar tus logros y tus fiascos, a ti mismo y a esos otros seres de los que formas parte mientras los acompañas por dondequiera que transcurran sus pasos. Será eso que los humanos llamáis destino lo que está detrás de toda confesión, tal vez el vestiros y el estar presente en vuestras conversaciones, el hecho de indagar en vuestros pensamientos más profundos, será eso—digo—lo que hace que me crea en posesión de algo inmaterial pero de suma importancia, tanta, que debo referirlo aquí. Y es que durante estos años—tampoco vayáis a creer que demasiados—me moveré entre vosotros lo suficiente como para que ahora mismo pueda llenar páginas y más páginas con historias que, erróneamente, consideraréis verdadera ficción. Lo lamento, pero no estoy dotado para la ficción. Las personalidades de las que daré cuenta y razón vivirán historias auténticas y también otras—producto de una imaginación desbocada o de la fiebre avasalladora—que no lo serán tanto, mantendrán ruidosas y acaloradas discusiones, se sumergirán en procelosos libros, contemplarán embelesados un sinfín de películas y de series, y también alternarán sueños y pesadillas. En algunos casos, terribles pesadillas. En definitiva, un compendio de ideas y sensaciones, opiniones y emociones que sólo en algunos casos me parecerán originales y que merecerán toda una amalgama de consideraciones. En otros casos, los más, no, nada, simples lugares comunes, tópicos, circunstancias anodinas sobre las que no voy a detenerme ni un segundo. Ni una palabra. Quizá mis ansias de contar se deban a un simple rasgo de vanidad que me hace creer único, porque ninguno de aquellos a quienes cubriré me leerán jamás, ni siquiera tendrán noticia de un sombrero con voz propia, y con eso no quiero decir que pueda moverme libremente, o que vaya a influir en las decisiones de mis propietarios, sino que me refiero a tener una línea original de pensamiento. Algunos y algunas, ya que también cubriré cabezas femeninas, leerán y verán conmigo historias sorprendentes o novedosas, y también conversarán acerca de ellas, aunque en ocasiones sólo lo serán bajo su contaminado punto de vista—y no siempre coincidiré con su opinión, ni siempre os trasladaré su versión de los hechos—, aunque he de confesar que el escritor a quien cobijaré hacia el final de mi relato, un escritor que agota sus escasas fuerzas en negar la depresión que le atenaza, recordará que no hay nada que pueda considerarse nuevo bajo el sol, y que todo se repite una y otra vez, de modo que, por más increíbles que sean, historias originales y sorprendentes podremos encontrar más bien pocas en este mundo. Tendréis que perdonarme, si es que todavía no os habéis convertido en unos escépticos como yo, y es que con el tiempo me iré decepcionando de todo, o de casi todo, que para el caso es lo mismo, hasta el punto de aceptar casi como mío ese tuit que escribirá un día Cristina León parafraseando una famosa sentencia de Diógenes: «Cuanto más conozco a la gente, más aprecio le tengo a mi smartphone». Cristina León, la que podría ser la cantante y compositora más destacada de su generación si fuera capaz de vencer su espíritu autodestructivo. Vaya por delante, pues, que mi escepticismo me impide valorar que estas confesiones sean una excepción a la falta universal de originalidad, porque en algún lugar habrá un congénere mío, por humilde que sea su procedencia, que, erigido en testigo de hechos de interés, habrá dejado testimonio—sin que su obra alcance reconocimiento—de sus circunstancias y obsesiones, incluso de sus angustias. Historias protagonizadas por sombreros o en las que los sombreros tengan un papel relevante hay muchas, y habrá más, pues hasta mí han llegado varias: la de aquel perteneciente a un tal ATHANASIUS PERNATH y que sirve de epígrafe de este relato; la de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, un libro de historiales clínicos que describe algunos déficits causados por problemas en los hemisferios izquierdo o derecho del cerebro—deterioro que yo creo generalizado entre toda vuestra especie y no entre unos pocos casos particulares—; la de Tres sombreros de copa de Mihura, un sainete del absurdo con diálogos que se parecen a los de un humorista llamado Gila, a quien más adelante veré en la televisión del salón de mi querida Carolina Meifrén, hundida en el sofá y con el pensamiento a seis horas de distancia; la que se cuenta en Un sombrero de paja de Italia, de Labiche; o en La ruta de los Panamás, obra de Tom Miller a la que le tengo un cierto aprecio porque, aunque sea un libro de viajes, habla de los sombreros Panamá, que viene a ser como hablar de mí, y también del país donde nací, Ecuador, y donde tan poco tiempo pasé, y porque, como dice su autor, se trata de un libro que pretende seguir nuestra pista desde los sótanos del Tercer Mundo hasta los áticos del Primero; y por supuesto que he sabido de otras historias de sombreros, incluida la metáfora de los Seis sombreros para pensar, de Edward de Bono cuya finalidad es la toma de decisiones en grupo, como si la toma de decisiones en solitario no fuese una actividad suficientemente compleja y necesitarais aventuraros a rematarla a coro; la de El carbunclo azul, de Conan Doyle, que se inicia con un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes, que muy bien podría ser el autor de esa famosa frase que dice «con lo que yo he sido»; o la de El sombrero de tres picos, de Alarcón, que leyó cerca de mí y por precepto escolar Lucía, la hija del profesor Torres, de la que estoy seguro que extraerá algunas enseñanzas que influirán de algún modo en su trayectoria, ya que por lo pronto llegará a la conclusión de que en lo fundamental no habéis cambiado nada, ni en un siglo ni en veinticinco. Bueno, pues a pesar de mi creencia de que habrá habido más casos como el mío, sombreros que os cuenten su propia historia o la de sus propietarios, no me creáis modesto, lo que sucede es que tampoco gano nada con lo contrario, y al fin y al cabo sólo pretendo situaros en el contexto de esta biografía coral y relatar por qué motivo, tal como les sucede a tantos otros, se desencadena en mí la necesidad de contaros unas vivencias que, aunque a veces puedan parecer intrascendentes, quizá, y sólo quizá, sirvan para colmar alguna carencia propia. Un rasgo que no aprenderé del psicoanalista Pérez Cuscó—uno de esos personajes que hacen bueno el dicho de «en casa de herrero, cuchillo de palo», y me entenderéis cuando llegado el momento tenga la oportunidad de relatar la angustia de su mujer y la burbuja aséptica que ésta ha erigido alrededor del hijo—, aunque si de algo estoy convencido es de que en tal caso—la necesidad de colmar alguna carencia propia—no hay mejor terapia que emprender la aventura de la confesión—llamadla narración si queréis—y hacerlo a borbotones, con atropello y desorden si es preciso, porque estoy seguro de que las palabras, y tras ellas las frases, se dispondrán solas hasta encadenar un orden lógico, consecuencia—según vuestra errónea concepción—de cierta pericia en el método. Ése es el motivo, pues, y no otro, de la existencia de este discurso. No insistiré más en ello, de modo que voy a contaros ya esta historia que, sin ser afortunada, a ratos será gratificante, un tanto convulsa, una historia que nunca cambiaría por vuestras vidas monótonas, esas que no destacan, que no brillan, que se parecen las unas a las otras de tal modo que se dirían fabricadas en serie. Mi existencia será más o menos agitada y emocionante según con quien la comparta, pero sobre todo será veraz, y estos que presento son los hechos de los que seré testigo, y éstos son los pensamientos de esos individuos, y ésta es mi opinión sobre esa gran variedad de cabezas que vestiré, muchas más de las que cubrirán buena parte de mis congéneres en trayectorias que, aun siendo finitas, pueden llegar a ser incluso más largas que las de sus propietarios. Visto lo visto, una raza curiosa—dejadme puntualizar—la vuestra, la de los humanos.
ALENTADO POR UNA VISIÓN, EL JOVEN MISIONERO JAVERIANO DESENCADENARÁ UNA TORMENTA DE FUEGO Y DESCONCIERTO
Y así, del mismo modo que algunos nacen ricos o pobres, otros nacemos sombrero, y nuestros orígenes pueden ser tan variopintos como los de cualquier humano. El mío, me refiero a mi origen, es el de un clásico Panamá blanco adornado con una también clásica cinta negra, con una etiqueta interior cuyo lema me definirá como A GENUINE PANAMA HAT 58, número que se refiere a la talla—igual que vosotros podéis encontrar una etiqueta en el interior de vuestro sombrero, una etiqueta que no os pertenece, que dice ATHANASIUS PERNATH, y a partir de entonces seáis otro y vosotros mismos a la vez, vuestro propio doble diría yo, un monstruo quizá, una dualidad que luego hallaré, junto a la temeridad de pretender darle un sentido a la vida, en todos los personajes a quienes cubriré—. Y sí, por mi procedencia soy un capricho, según algunas voces, de los llamados Montecristi, aunque he tenido y tendré tantos sobrenombres que perderé la cuenta, y como sé que vosotros no prestaréis la más mínima atención a los sobrenombres, y menos a que los ponga por escrito, porque os sería demasiado fatigoso seguir la genealogía milenaria de un Panamá, entiendo que os bastará saber que fui impermeable y difícil de arrugar aunque me estrujaran con saña. En argot dirían «difícil de pelar». Y, ya puestos, os diré también que yo, que tantas cabezas realzaré, daré mis primeros pasos, en sentido figurado como comprenderéis, en el litoral de Ecuador, en la provincia de Manabí, de donde procede mi materia prima, la llamada paja toquilla, y aunque no venga a cuento de nada, y posiblemente ni siquiera os interese, diré que de las manos gráciles del artesano viajaré a la sombrerería del maestro Padilla en Ciudad de Panamá. Gente muy puesta donde la haya. De los que se ríen de los parientes esnob poniéndoles motes como Cowboy Stetson, Lady Pamela o Lord Bombín, por emplear tres ejemplos representativos de cómo las gastan por allí si no eres uno de los suyos. Sin duda, un Panamá como yo es—no os quepa ninguna duda, porque lo son todos los de mi condición—un artículo apreciado en las más elegantes sombrererías y boutiques de moda de ciudades como Nueva York, París, Hong Kong, Madrid, Barcelona, Londres o Tokio, donde se nos vende en hermosas cajitas labradas en madera de balsa a precios auténticamente desorbitados. Y aunque a lo largo de mi vida viajaré a algunas de esas ciudades, el azar y sólo el azar—¿seguro?—hará que en primera instancia sea adquirido por un joven misionero javeriano que pagará por mí más de doscientos dólares que nunca fueron suyos, de los que se apropió amparado por las fuerzas oscuras, como dirá más tarde el Superior de la Orden de los Javerianos del Japurá. Y así como la vida de los hombres está marcada por su origen, también puedo afirmar que mi existencia estará marcada por la ignominia; y que ésta, como si se tratara de un pecado original, se proyectará sobre mí y de algún modo también sobre aquellos cuyas cabezas adornaré. Hay objetos que son verdaderas obras de arte, que han sido diseñados para la ostentación y el lucimiento, que se ciñen y se adaptan a su propietario, que forman parte de su vida y se confunden con ella, aunque algo debe suceder—me refiero a algo de carácter maléfico—cuando el destino arrastra a ese objeto, a esa primorosa obra de arte, de un individuo a otro, y lo empuja como si de una maldición se tratara. Yo nunca seré considerado una obra de arte, con ser Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad me conformo, que para el caso ya sirve, aunque eso no importa porque, en cualquier caso, hasta el final de mis días seré testigo de la malaventura de esos desvalidos propietarios. Gente a la que llegaré a coger cariño, por utilizar una de esas expresiones huecas a las que sois tan aficionados, aunque reconozco que los únicos propietarios que me apreciarán por la calidad de mis diecinueve vueltas de paja serán el joven misionero javeriano, que me poseyó por primera vez, y el secretario del Superior de la Orden del Japurá. Los demás sólo tendrán una idea vaga, romántica y estival de lo que cubre su cabeza. Bueno, tampoco me prestéis demasiada atención, de momento yo seré encerrado en una cajita en compañía de un pequeño alijo de marihuana, y eso, además del hecho de ser adquirido con dinero de dudosa procedencia, me empapará de una visión que cualquiera en su sano juicio consideraría una enfermiza lucidez. Y ciertamente tendrá su lógica, porque la mirada con que captaré los hechos acontecidos a mi alrededor a partir de este instante, llamémosle iniciático, tendrá mucho que ver con un poderoso relativismo vital, sin duda congruente con aquella inmersión. El relativismo no es algo que esté contraindicado para los escépticos, sino todo lo contrario. Por ejemplo, algunos piensan que, para el hombre del futuro, las generaciones actuales serán consideradas poco menos que herederas de la barbarie. Algunos opinan eso, pero yo dudo que sea cierto, puesto que todo lo que puede empeorar, inevitablemente empeora, de modo que tal vez esas generaciones futuras vean vuestra época como la de unos alfeñiques que deberían haber puesto sus argumentos encima de la mesa. En fin, aquí lo dejo, pero quedaros con una idea sencilla y sabia: todo lo que puede empeorar, empeora. Además, tampoco sé si sois de los que andan buscándole un sentido a la vida, pero en tal caso dejadme que os desengañe, porque probablemente si la vida tiene algún sentido su comprensión no está a vuestro alcance. Y permitidme una apostilla, ya que, como apunta una de las obras de cabecera de mi futura propietaria Cristina León, titulada Guía del autoestopista galáctico, os podéis encontrar con que el dictamen que os dé la mayor y mejor supercomputadora que jamás se haya construido, tras siete millones y medio de años ordenando datos y haciendo cálculos con la finalidad de encontrar la «Respuesta a la Pregunta Última de la Vida, del Universo y de Todo lo demás», no sea otra cosa que un simple número, concretamente el cuarenta y dos.
El que sufrirá buscando un destino para su vida será el joven misionero javeriano que se acercará a la sombrerería Padilla para comprar un Panamá. Que se trata de un misionero javeriano lo sabré más tarde, cuando llegue a conocer su historial de primera mano: que llegará a Medellín, Colombia, con una carta de recomendación para la Orden de los Misioneros Javerianos del Japurá, que son, según se definen ellos mismos, una comunidad de sacerdotes, hermanos y laicos dedicada a proclamar la buena nueva de la salvación para quienes todavía no conocen a Jesucristo y, entre ellos, a los más desfavorecidos. Algunos de vosotros conoceréis a gente que confía en la facultad redentora de la religión, pero yo me encuentro en las antípodas de esa opinión y no creo en ninguna clase de salvación en vuestro mundo, ni colectiva ni individual, y no os hagáis ilusiones porque, escuchadme bien, por lo que llevo averiguado hasta aquí, todavía hay menos posibilidades de que haya algo a lo que llamar salvación fuera de él. Sin embargo, esos javerianos, equivocados o no, son buena gente que acepta al muchacho, posiblemente porque intuyen que anda buscándole un sentido a eso que la supercomputadora ha tardado siete millones y medio de años en encontrar, es decir, a lo de la Vida, el Universo y a Todo lo demás, y se convencen de que él lo ha hallado en la palabra de Dios, y estos misioneros javerianos, siguiendo su instinto, lo instruirán y formarán y poco después lo mandarán a la Misión de Panamá y, cegados por su buena fe, no adivinarán que el joven misionero ha resultado ser un fanático, un fanático de no importa qué, pues basta con que se obsesione y se ofusque para descarrilar. La última de sus obsesiones, la que en este caso será su perdición—aunque os pueda parecer contradictorio—es la mismísima religión. De todos modos, por el momento, lo primero que escucharé de sus labios será una queja que pronunciará en la sombrerería Padilla, donde mostrará su disgusto al saber que los sombreros Panamá somos, en realidad, originarios de Ecuador, si bien les debemos el nombre y la popularidad a los obreros que empezaron a construir el canal en 1880. Tal vez por eso, a ese país, a la República de Panamá, en ningún momento la llamará por su nombre, sino que empleará el de «el país herido». A mí me parecerá incluso curioso que en ocasiones alargue la frase hasta hacerla comprensible, de modo que para él y para los demás «el país herido de lado a lado por esa vía marítima transoceánica» acabe siendo un sinónimo de República de Panamá. No será la única de las rarezas de que hará gala este personaje—enseguida tendréis noticia de ello—, pero he de advertiros que, como todos, inicié mi andadura sin ninguna experiencia, de modo que tratándose de mis primeros balbuceos, por lo pronto me será imposible comparar el comportamiento de este misionero con el de otros hombres y mujeres, sean éstos misioneros o no. Estaré poco tiempo con él—una cabeza considerable para un cuerpo tan delgado—y no será porque se lleve una decepción al comprarme. Y es que a nadie en su comunidad le pasará desapercibida mi presencia, y para entonces ya habrá quien, atando cabos, lo imaginará detrás de la incomprensible cicatería de los feligreses; quien, haciendo cuentas, habrá echado en falta un buen monto de dólares y de balboas de la caja comunitaria; quien, investido como juez, habrá alertado de que este joven desatiende sus obligaciones; y finalmente, quien, espiando sus pasos, le habrá visto llegar demasiado tarde y turbio a causa de una inapropiada embriaguez y una mirada altiva tan sólo atribuible a aquella marihuana que le prometerá, al joven misionero, un futuro espléndido junto al Señor. Así se descubrirá el modo en que ha conseguido un Panamá—me refiero a este servidor—que, en opinión de los miembros de aquella comunidad, sólo es útil para exacerbar la vanidad de los hombres.
De modo que el joven misionero pronto habrá de volver a Medellín y responder de sus actos ante un tribunal constituido por miembros de la Orden que, entre otros requerimientos, querrán saber qué tortuosos caminos le han conducido hasta la vanidad y el robo. Y así pasaré, casi de inmediato, a manos del Superior de los Javerianos del Japurá, quien me incautará como la prueba y la culpable tentación que ha arrastrado hasta la ciénaga del pecado a ese desdichado joven misionero. Os resultará difícil de creer, pero, a poco de iniciar su declaración, los presentes comprobarán que yo, el percance, el anzuelo del Diablo, no soy más que la culminación de una vida sumida en el mal, y que lo es hasta tal punto, la vida pecaminosa, que si pudieran preferirían no escuchar cómo el joven se remonta hasta sus orígenes, porque lo que para él no es más que una salvífica confesión, para ellos será una dolorosa penitencia que no conseguirá mitigar el error de haberlo aceptado en la misión, error que caerá, también, sobre sus conciencias. Y tanto es así que, aunque los detalles que habrán de abocarle a la expulsión no estén relacionados con las irregularidades de mi adquisición, él los expondrá hasta el menudeo. Tal vez porque ya se piense fuera de la Orden y crea que Cristo—al que él llama Nuestro Señor—le está insuflando fuerza suficiente para revelar su pasado pecador, y para poner de manifiesto de qué circunstancias se sirve el Todopoderoso cuando su deseo es reconducir a los impenitentes por la senda del Bien, y, ya que habla de sí mismo, para que acepte la sagrada misión de convertir a tantos infieles como pueblan el mundo, empezando por aquellos que malviven a su alrededor, y desde allí avance predicando la fe, aunque no cualquier fe, sino la fe pura en los mandamientos del Señor, una fe ciega que no admite atajos, mientras exhorta a todos a llevar una vida digna a los ojos de quien da la suya perpetuamente por vosotros. Al llegar a Medellín y más tarde a la misión de Panamá, según confesará, el joven misionero aún mantiene frescas las imágenes del catecismo del padre Gaol. Un catecismo en el que puede verse a Dios Padre, allá en los cielos, en toda su plenitud y gloria, rodeado de nubes rojas y de ángeles armados, lanzando una lluvia de azufre y de fuego sobre las ciudades y, por ende, sobre las cabezas pecadoras que en ellas habitan. El mundo sólo se salvará por la fe, y su misión, la misión de este humilde recién convertido, no será otra que recordar que el tiempo está tocando a su fin, y que el Armagedón dará cuenta del mundo y de sus culpas. Como se ve, todo muy bíblico y muy aterrador si uno no es creyente de los de verdad, porque ya sabéis que los creyentes verdaderos serán llamados a formar parte del coro divino y nada han de temer. Bueno, tampoco deseo apabullaros aquí con mi opinión sobre las religiones, que no sé dilucidar si son el opio del pueblo, vuestra salvación o simples coartadas que deben ayudaros a bien morir, o incluso si sirven para darle ese sacrosanto sentido a la vida que tarde o temprano necesitaréis encontrar y que andaréis buscando cuando el aburrimiento os asfixie o cuando estéis atrapados en las miserias de la vejez. No insistiré más en ello, ya he comentado antes que no está en vuestras manos hallarlo y menos comprenderlo, me refiero al sentido de la vida, ni siquiera a la relación de ese número enigmático, el cuarenta y dos, con el Universo y con Todo lo demás. Y ahora no quisiera contrariar cualesquiera que fueran vuestras creencias, pero quedaros con este enunciado: hipótesis de simulación. Argumento que propone que la realidad es una simulación de la cual vosotros, los afectados, no sois conscientes. Una simulación que tiene su origen—según Alexander von Jodowski, personaje al que más adelante tendréis ocasión de conocer—en el Gran Programador, tal vez el mismo que a través de la supercomputadora se encuentra en el origen del número cuarenta y dos. No voy a ahondar en esto tampoco, pero ahí es donde se encuentra el quid de la cuestión, el porqué de la inutilidad de vuestros esfuerzos respecto a Dios y a vosotros mismos, prácticamente a todo lo que signifique pensar lo trascendente. Lo dejo aquí, pero sabed que ésa es la realidad oculta con la que os daréis de bruces al final de ésta y de todas las historias que os contaré. En fin, y por si no lo sabéis todavía, os advertiré que aunque la memoria en sí misma pueda localizarse en un punto exacto del cerebro, los recuerdos que atesora—recordad lo de la hipótesis de simulación—no tienen por qué corresponderse en nada con lo que soléis llamar hechos reales, y si añado que sólo podéis acceder a una versión de la realidad, cuando lo cierto es que existen múltiples realidades, todas ellas, según Von Jodowski, cocinadas previamente por el Gran Programador, creo que podremos hacernos una idea de lo que representa la declaración de un sujeto claramente perturbado ante un tribunal—que una semana más tarde no se atrev...

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