La vida como obra de arte
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La vida como obra de arte

  1. 142 páginas
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La vida como obra de arte

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Información del libro

El autor nos ofrece una teoría de la felicidad, que consiste en brindar un camino que no arranca, como tantos otros, desde la perspectiva del bien, sino que parte de la atractiva y serena contemplación de la belleza, y la proyecta en la aparente monotonía de la vida cotidiana. Esa vida real, y no imaginada, podrá así convertirse en una valiosa obra de arte.

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Información

Año
2019
ISBN
9788432151569
1.
VIDA CREADORA Y VIDA AUTOMÁTICA
SI RESULTA DIFÍCIL CREAR UNA OBRA de arte lograda, una obra que inaugure en el espectador la visión de un mundo nuevo y realísimo a la vez, tanto o más difícil es crear una vida lograda, una vida feliz. Si el artista sufre en muchos momentos de su trabajo creador, tratando de encarnar en la materia de un papel o de un lienzo la luminosa imagen que vio con los ojos del alma, también sufre el creador de una vida feliz para alcanzar el resultado de la dicha verdadera.
La salvedad es que la segunda obra, la vida, dura lo que dura la existencia, y por este motivo el dolor se puede sentir durante más tiempo. En cualquier caso, la obra de arte lograda y la vida feliz se inician a partir de una luz inicial: una imagen cuyo resplandor llena el alma del creador artístico o vital de una promesa de felicidad hasta ahora desconocida. Y es tanta la fuerza de esa promesa, y es tan real su luz, que da aliento al creador para lanzarse a una aventura que, de entrada, le excede, pero que vale todas las penas y garantiza todas las alegrías.
La dificultad sólo atañe a las condiciones del trabajo creador, a la relativa incertidumbre con que se da un paso y otro (todo lo contrario al trabajo automático) y al continuo riesgo de equivocarse. Pero el resultado a corto y largo plazo compensa cualquier esfuerzo con una satisfacción inmensa.
Lo importante en ambos casos, arte y vida, es esa imagen cuya luz nos atrae de forma irresistible y permanente. Esa luz compensa cualquier tramo oscuro del camino hacia la consecución de la obra de arte o de la felicidad plena de la existencia. Digo esto porque, para el ser humano (que vive en la limitación del tiempo pero que quiere vivir en un tiempo ilimitado), muchos obstáculos le dificultan a diario la contemplación de esa imagen verdadera que un día iluminó toda su vida.
Lo mismo ocurre al poeta que una tarde vio la espuma del mar en otra orilla distinta de la suya y vio que el mar y el mundo entero eran su propia casa. ¿Quién le hará dudar de esa realidad que descubrió por medio de una imagen tan patente? Sin embargo, la superficie inmensa del papel en blanco y los mil deberes más urgentes de cada jornada le exigen mucho esfuerzo para cavar el surco y echar la semilla de palabras que, más tarde o más temprano (extrema incertidumbre), harán brotar el fruto sabroso del poema cumplido.
Luz que entreveo y que me atrae con una promesa de iluminación plena y permanente. Y, a la vez, un sinfín de recodos en medio del camino que no sólo me hacen difícil percibir esa luz, sino que con frecuencia me llevan a pensar que aquella luz fue sólo un espejismo. He aquí la persistente lucha del poeta y del hombre.
Lo fácil es que, en medio de tantas vicisitudes, permitamos que aquella imagen luminosa se nos olvide y la sustituyamos por una lámpara eléctrica, para sentarnos junto a ella en un rincón oscuro. Lo fácil es dejar que el mundo se nos reduzca a ese rincón donde instalemos una tienda más o menos confortable, autoconvenciéndonos de que el universo no es nuestro y de que cualquier afán por poseerlo será una aventura pueril. Lo fácil es abandonar la vida creadora, con su carga habitual de incertidumbre y de oscuridades, para conformarnos con una vida automática donde cada deseo —y aun cada capricho— se vea satisfecho por un placer inmediato y provisional, con toda la fragilidad que esto conlleva.
DEL HOMBRE CREADOR AL HOMBRE CONSUMIDOR
Este es el paradigma vital que nos ofrece continuamente la sociedad de consumo, donde el hombre no se define por lo que crea, es decir, por lo que aporta al universo. Lo que define al hombre de nuestra sociedad y de nuestros sistemas educativos es su hábito diario para consumir productos fabricados en serie. El mundo ya no es tierra para cultivarla y transformarla según nuestros deseos y proyectos, sino un mercado donde comprar lo que otros han producido –no creado– para satisfacer la demanda de todos los consumidores.
Y lo dicho vale tanto para los productos que reclama nuestro cuerpo —ya sea por necesidad fisiológica o por puro capricho— como para los que llenan nuestro espíritu y acallan la ansiedad natural de un amor sin límites. El resultado es la uniformidad de cuerpos y espíritus que observamos en nuestra sociedad, donde la libertad personal es simplemente una posibilidad de consumir tanto o cuanto, pero no de elegir el producto consumido, y mucho menos de crearlo.
No quiero ser alarmista ni profeta de ninguna desgracia universal, por muchas que lleguen cada día a nuestros oídos. Tampoco pretendo volver nostálgicamente a una Arcadia agrícola y ganadera. Si la inteligencia humana ha podido diseñar y fabricar unos instrumentos en los que delegar gran parte de las tareas de la tierra y del ganado (nunca podrá delegar todo), el hombre también tendrá que empeñar gran parte de su trabajo —es decir, de su potencia creadora— en cultivar, crear, nuevos terrenos.
Como ejemplo de esas tareas creativas y tan necesarias, pongamos la preparación de alimentos cada vez más saludables, la confección de unos vestidos más acordes con la personalidad de cada uno; la programación e instalación de unas infraestructuras materiales que hagan la vida humana más confortable, el diseño de un sistema educativo que desarrolle la capacidad crítica y creadora de los niños y jóvenes. Y, entre otras muchas más tareas, el desarrollo de unas ciencias biomédicas que posibiliten una vida sana, precisamente para que el hombre pueda dedicarse sin sobresaltos a las grandes aventuras del espíritu.
Digo esto porque en el hombre (entiéndase siempre el hombre y la mujer, por supuesto) cuerpo y espíritu son una sola cosa, aunque la capacidad creadora nace del espíritu y desde él se proyecta siempre por todo su ser y el de sus semejantes.
Por seguir usando la analogía vida-obra de arte, el artista siente en su alma una insuficiencia inquietante ante la realidad material que contempla —por mucho que le guste y que la ame—, una insuficiencia que nace del campo visual siempre insaciable del espíritu, pues la visión del cuerpo, en cuanto realidad material separada y propia, es siempre otra realidad material más o menos limitada.
El artista, pese a todo, puede ver en la materia la imagen del otro y de los otros, la imagen del mundo. Pero ese ver la materia y mucho más allá sólo acontece por una inquietud radical que precede a toda mirada física y que, por tanto, podemos llamar inquietud espiritual. La inquietud es, pues, espiritual, aunque sólo se despliega y satisface viendo con los ojos del cuerpo la materia que este tiene ante sí. En ella ve también el artista la inmensa realidad que esa materia representa.
El desarrollo del espíritu, por tanto, debe ir en armonía con el desarrollo de nuestro cuerpo. Es insensato emprender una vida creadora sin un cultivo del espíritu tan delicado y constante como el del propio cuerpo. A la sociedad de consumo no le interesa este cultivo espiritual que hace del hombre un creador de sí y del mundo en torno, porque a la sociedad de consumo no le interesan los hombres creadores, sino los hombres automáticos que consuman automáticamente sus productos.
DEL HOMBRE TRABAJADOR AL HOMBRE PRODUCTOR
A la sociedad de consumo tampoco le interesa que el hombre trabaje, sino que produzca. Y la diferencia entre ambas acciones es abismal: el trabajo es la acción humana que, partiendo de una intención personal del espíritu, nacida del amor al otro y a los otros, moviliza todas las potencias de la persona, en su alma y en su cuerpo, para perfeccionar a la vez al mundo y a uno mismo.
Esa perfección simultánea del mundo y del trabajador hace que todo el Universo se enriquezca con la creatividad singular del que trabaja. Esta persona no queda aislada de sus semejantes; muy al contrario, su tarea la une amorosamente a todos ellos. Cuando el hombre trabaja, dona todo su ser, alma y cuerpo, al otro y a los otros: a la entera realidad que a todos pertenece.
Se me dirá, tal vez, que hay unos trabajos muy creativos y otros poco o nada creativos. Pero no: en cuanto que el trabajo es donación de un yo a un y, progresivamente, a todos nosotros, en toda tarea profesional queda impresa la huella de su autor. Más adelante veremos que, si bien por la materia hay distintas escalas de creatividad en el trabajo humano, por la forma cada tarea es absolutamente singular, personalísima.
Pero a la sociedad de consumo no le importa esta forma personal de realizar la propia profesión u oficio. A la sociedad de consumo no le interesan las obras, sino los productos, es decir, los objetos fabricados en serie de forma absolutamente anónima. Y este modo degradante de afrontar el trabajo no sólo afecta a la tarea profesional, sino que pretende configurar todas las acciones de la persona, incluidos esos actos tan personales como el pensamiento y el amor.
A la sociedad de consumo no le interesa la vida creadora de las personas, sino la vida automática, que va anulando progresivamente todo lo que de sagrado hay en cada una de ellas.
2.
LA PRIMACÍA DEL ESPÍRITU
ATENDAMOS A LA PRIMERA CONDICIÓN de nuestra vida creadora y procuremos entender todo lo que ella comporta, a sabiendas de que nunca lo entenderemos del todo. Me refiero a la primacía del espíritu.
No es este el lugar para demostrar la existencia del espíritu, del alma, como principio de vida que, sin prescindir nunca del cuerpo, otorga al ser humano un carácter personal y único, gracias al cual puede actuar de modo libre, inexplicable con las solas leyes biológicas[1].
La existencia del alma (del alma espiritual, no de la puramente sensitiva) es un hecho que podemos comprobar a diario, por mucho que los distintos materialismos del mundo contemporáneo insistan en su negación. Que un padre o una madre pueda ver en el rostro de su hijo la distinción sagrada entre el yo y el otro, con toda la responsabilidad y el profundo respeto que ello implica, resulta imposible para el que entienda a la persona como un compuesto singular de sustancias químicas.
LA ASPIRACIÓN DEL ESPÍRITU
Este es precisamente el gran misterio del hombre: que un ser corporal, como todos los que existen en la naturaleza, no se reduzca a la materia ni a los procesos materiales, sino que sea gobernado por un espíritu que trasciende la materia y que aspira al infinito. He aquí el principio de toda vida creadora, el principio que la distancia de modo abismal de la vida automática. He aquí también la razón de por qué se ha pretendido tantas veces en la historia convencer al hombre de que es sólo materia...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. PREFACIO
  6. 1.VIDA CREADORA Y VIDA AUTOMÁTICA
  7. 2.LA PRIMACÍA DEL ESPÍRITU
  8. 3.EL REINO DE LA INTIMIDAD PERSONAL
  9. 4.LA INTIMIDAD COMO FORMA PERSONAL DE CONOCER EL MUNDO
  10. 5.LA UNIDAD DE CUERPO Y ESPÍRITU
  11. 6.PROYECTO PERSONAL Y VOCACIÓN
  12. 7.LA APERTURA AL DESTINO
  13. 8.LA ACEPTACIÓN DE LA REALIDAD
  14. 9.LA ACEPTACIÓN DE UNO MISMO
  15. 10.LIBERTAD PERSONAL Y ENTORNO SOCIOCULTURAL
  16. 11.LA LIBERTAD PERSONAL ANTE LA MODA
  17. 12.LA CONQUISTA DIARIA DE LA LIBERTAD PERSONAL
  18. AUTOR