Primera parte
1
Cuando la oscuridad es absoluta te abandonas a la confianza completa en tus compañeros de equipo. No puedes hacer otra cosa que seguir adelante a tientas, agarrando la bombona de oxígeno del guía con la mano izquierda, mientras con la derecha tanteas los escombros de la casa, las vigas reducidas a cenizas, las paredes que manchan tus guantes como quien pasa un dedo por una ilustración al carboncillo. Sobre tu hombro, la presión del último componente del equipo de rescate. El silencio es tan denso como la negritud. Solo el jadeo de tu respiración te recuerda que los tres estáis vivos en medio de la ruina, del polvo y del humo que os anula el sentido de la vista.
Desnivel. Derecha. Oigo una voz metálica.
Repito la alerta del primer compañero para asegurarme de que el cierre la escuche. Bajamos en cuclillas lentamente por los restos de una escalera. El techo se ha desplomado y nuestras botas pisan un cielo de ladrillos. Aunque el incendio está controlado, sabemos que la casa no es estable. Los cimientos pueden ceder en cualquier momento y enterrarnos bajo un manto de piedras como si fuéramos un trío de paganos, un trío que camina sin la luz de la gracia en medio de la noche. Porque aquí no tenemos linternas. Nos jugamos la vida confiando en nuestra intuición y en la de los demás.
Obstáculos.
El sonido de mi voz me resulta extraño con la escafandra puesta. Pero, al menos, es útil. Las voces son tablones a los que sujetarnos en medio de las olas, en medio de los muebles calcinados, en medio de la nada que ha ocupado el lugar de una familia.
Un zumbido en el manómetro me anuncia que me quedan quince minutos de oxígeno. Sé que el resto también lo ha escuchado. Pronto sonarán sus alarmas. Debemos darnos prisa. Lo prioritario a partir de este instante ya no son los cuerpos que habitaban la casa y que daban sentido a sus objetos, sino encontrar una salida. Los rescatadores nos hemos convertido en prisioneros de un laberinto con alma de volcán. Rezo porque se demore su entrada en erupción.
¡Un jadeo!
El grito de mi compañera viene acompañado de un tirón de mi hombro que por poco me hace perder el contacto con el guía. Repito sus palabras con más énfasis, pretendiendo que mis sonidos se aferren a la botella de oxígeno que tengo por delante.
Nos giramos los tres a un tiempo, en una coreografía invisible mil veces ensayada.
Diez pasos al frente.
La cadena de transmisión ha invertido su orden.
A la izquierda. Viene del otro lado de la madera.
Palpamos, ahora con la mano izquierda, de nuevo la pared, donde se amontonan varias vigas.
Deben de tapar una entrada a otro espacio. Doy forma a la imagen que el humo nos esconde.
De acuerdo. Este es el plan nos convoca el guía, mientras suena la alarma de su equipo de respiración autónoma: nos soltamos, retiramos las vigas y entramos. Nos doy tres minutos.
Llevamos en la casa algo más de media hora. Buscamos los cuerpos de una madre y un niño. Ninguno imaginábamos que estuviesen con vida. La explosión ha reventado buena parte de la estructura de lo que debió de ser un chalet con jardín, tres alturas, garaje, sótano y piscina. Justo el reverso de la nube negra que enfrentan nuestros ojos.
Retiramos las vigas...