Blanco neutralizado
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Veinte años de la guerra contra el narcotráfico

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Blanco neutralizado

Veinte años de la guerra contra el narcotráfico

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El narcotráfico creó una forma de vida con consecuencias nefastas en las nuevas generaciones, sin dimensionar el daño colateral que generaron los carteles, los capos y la mafia. Veinte años después de la muerte de Pablo Emilio Escobar, el Patrón, Jineth Bedoya, junto con el equipo de investigación de el diario El Tiempo, cuentan cómo funcionaba el país, el por qué del éxito del narcotráfico durante tantas décadas y cómo se ha ido desmantelando este fenómeno desde el 2 de diciembre de 1993 hasta hoy.

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Información

Primera parte

HISTORIAS DETRÁS DE LA
DEVASTACIÓN DEL NARCOTRÁFICO
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ESTA MATA FUE TESTIGO

Wilson Vega
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En una finca sin nombre, en el sur de Colombia, hay una mata de coca. Este discreto arbusto, que las culturas amerindias consideran una planta sagrada, ha sido el centro de una sangrienta guerra que se ha extendido por décadas y que ha recibido en las esferas políticas y policiales de Washington toda clase de epítetos: desde «plaga» y «veneno» hasta el publicitario calificativo de «la mata que mata».
Pero aquí, en el silencio de una mañana en una zona rural de Puerto Asís, Putumayo, la verdad es que la planta no luce tan mala. Mide poco más de un metro de altura, no tiene un olor particularmente fuerte, y nada da pista alguna sobre la tenebrosa reputación que rodea su cultivo. A diferencia de la marihuana -cuya silueta estrellada es identificable de inmediato-, o de la amapola -inconfundible por la colorida belleza de su flor- las hojas de coca, hay que decirlo, lucen simplemente como eso: como hojas; ni siquiera hojas bonitas.
El popular eslogan puede decir lo que quiera, pero la verdad es que esta mata, esta mata solitaria en la vereda Nariño de Puerto Asís, casi con seguridad no ha matado a nadie. Muy al contrario, ha sobrevivido a numerosos intentos por matarla: sucesivos Gobiernos en Washington y en Bogotá le han declarado la guerra y han movilizado a sus formidables aparatos militares para acabarla. Aún así, la coca, que los indios peruanos llamaban «kuka» y que en el siglo XIX recibió elogios de renombrados naturalistas europeos como Markham y Von Humboldt, sigue ahí.
O por lo menos esta mata, con sus hojas ovaladas y quebradizas.
Está, eso queda claro, mucho más sola que antes, cuando miles y miles de sus pares cubrían hectárea tras hectárea de campo y bosque deforestado. En esa época, docenas de campesinos, desde niños hasta ancianos, derivaban de su cultivo un sustento mucho más holgado que el que ofrecían cultivos tradicionales como la yuca o el maíz.
Eran los alucinados años ochenta, cuando Colombia dominaba el mercado mundial de la cocaína y ganaba terreno en el de la heroína. Era la época de los capos y los carteles, de los «chamberos» y los «raspachines», los años del Palacio de Justicia y el edificio del DAS. Eran los días en que Colombia se volvió para Estados Unidos una prioridad en materia de seguridad, porque la coca constituía un «peligro inminente» para la vida en esa nación. La palabra «Colombia» se convirtió en un sinónimo de «coca», y el país aprendió a vivir con la merecida fama de ser uno de los más peligrosos del mundo.
Las cifras no hacían sino confirmarlo: la tasa de homicidios, que era de menos de treinta por cada 100 mil habitantes a fines de los setenta, se había más que duplicado en tan solo quince años. Con más de 150 mil hectáreas sembradas con coca, Colombia producía el noventa por ciento de la cocaína que entraba a los Estados Unidos. Las ganancias del negocio eran del orden de entre el cuatrocientos y el ochocientos por ciento por viaje «coronado».
En ese contexto, una serie de contactos entre los Gobiernos del recién elegido Andrés Pastrana y el estadounidense Bill Clinton dio forma a una iniciativa para reducir el número de hectáreas cultivadas mediante la combinación de aspersión aérea y erradicación manual, con una «ofensiva social» dirigida a transformar las zonas de siembra de coca en áreas de cultivos legales y rentables.
Sin abandonarlo, era una idea diferente al tradicional enfoque punitivo de sucesivas administraciones, tanto en Bogotá como en Washington, que invirtieron sus recursos y esfuerzos en una «Guerra contra las drogas», un enfoque que había cambiado poco desde que el término fuera acuñado por Richard Nixon.
No bien posesionado, Pastrana anunció la creación de «un nuevo plan Marshall». El zar antidrogas de EE.UU., Barry McCaffrey, dijo haber recibido una copia de la «nueva estrategia» colombiana contra el narcotráfico. El propio Clinton expresó su apoyo a un plan para «el fortalecimiento del Estado colombiano». Preso del convulsionado proceso político que removió a los demócratas del poder y dio inicio a la era Bush, el enfoque original fue considerablemente influenciado por Washington, que comprometió miles de millones de dólares para su ejecución. También se incluyó una provisión para que el presidente de EE.UU. pudiera certificar el desempeño y compromiso de Colombia en materia de lucha contra las drogas y la protección de los derechos humanos. El resultado final fue un borrador en inglés que solo se tradujo al español una vez avalado por la Casa Blanca.
En palabras del columnista Hernando Gómez Buendía, «Pastrana le pidió a Clinton la plata para el Plan y Clinton le dio la plata para un plan distinto. En la versión que ayudó a redactar el subsecretario de Estado Norteamericano para Asuntos Políticos, Thomas Pickering, pasó a ser "Our Plan in Colombia", un programa de gasto militar masivo para acabar con la droga».
Poco después de su elaboración, dos cosas se aclararon: la alusión al Plan Marshall no iba a funcionar, por lo que se requería un nuevo nombre, y fuera cual fuera su nombre, la iniciativa iba a definir la historia de nuestro país en el naciente nuevo siglo.
El 19 de diciembre de 2000 entró en operación el Plan Colombia. Esta mata estaba ahí.

Los récords del Putumayo

El Putumayo es un territorio en forma de pierna, con una silueta alargada muy semejante al mapa de Italia. Pero mientras el mapa italiano termina en la reconocida forma de una bota con tacón, el de Putumayo se corta de manera abrupta en una línea recta que marca el límite con el departamento del Amazonas. Si el mapa de Italia es una bota, el de Putumayo es una pierna amputada.
Allí se concentró el músculo militar y económico del Plan Colombia con una mezcla de fumigaciones y erradicación manual. A esa estrategia, en la que se invirtieron fondos nunca antes destinados a esa región, se sumó el denominado Plan Patriota (2003), una estrategia de corte militar que comenzó con la inyección de recursos a la Brigada Veintisiete de Selva en Mocoa y la Base Naval del Sur, desde donde se monitoreaba la actividad en los ríos Caquetá y Putumayo. La Policía creó la Base Antinarcóticos en Villagarzón, y el Ejército puso a punto un aeropuerto militar que demostraría ser clave para las tareas de interdicción aérea.
Sin embargo, si en alguna parte Colombia estuvo a punto de perder la guerra contra el narcotráfico, fue en Putumayo. Más de la mitad de la coca producida en el país en los noventa se sembró allí. En menos de diez años de haber ascendido de intendencia a departamento, esa zona de marcada presencia guerrillera (allí opera el Bloque Sur de las FARC, la segunda estructura más grande de la organización subversiva) vio surgir una febril actividad productiva en que la coca movía desde los mercados de carros y electrodomésticos hasta la construcción y, en ocasiones, la salud o la educación. No en vano, según reportaban las propias autoridades, las 40 mil hectáreas sembradas dentro de sus límites podían producir, en un mes, y tan solo en ganancias, más plata que todo el presupuesto departamental para un año.
Fue un cambio notable, en especial para los campesinos, que por años pasaron penurias en una economía fuertemente dependiente de las actividades agropecuarias y de la explotación de petróleo, y que a menudo se quedaban sin poder sacar sus productos hacia los mercados debido a la inseguridad y al pésimo estado de las vías. Ahora, además de los descomunales márgenes de ganancia, los compradores iban hasta sus cultivos para comprar la cosecha. La región vivió una abundancia que nunca antes había conocido: un cultivador se ganaba 4 millones por hectárea (2 mil dólares); un recolector, 75 mil pesos al día.
Eran días de excesos y de derroche. Nelson Salud, un antioqueño que llegó a Puerto Asís en los albores del Plan Colombia, lo recuerda claramente: «Cuando esto estuvo bien acá había hogares con dos, tres o cuatro motos. Hoy ve uno hogares que no tienen ni una. Uno veía gente jugando billar: 1 millón, 2 millones por mesa. Hoy no apuestan ni quinientos pesos».
Eso mismo cuenta Yolanda Penagos, que se ha dedicado a las causas sociales tras el asesinato de su esposo, un líder político local:
Yo era administradora de una empresa «camuflada» del Brasil. Se vendían artículos brasileros pero, mentira, cada semana llegaban de Medellín treinta o cincuenta bultos de plata. A mí me enseñaron a probar la buena y la mala. Yo tenía la plata y la pesa. Y se cuadraba con el coronel de Ejército o de la Policía lo que tocaba darle a cada uno para que no arrestaran a toda la asociación. Entonces toda la gente campesina, lo que era sábado y domingo, hacía una cola de cuadra y media. Y eso era pese y pese y pese y pague y pague y pague. Encima del pago yo me sacaba tres o cuatro kilos a la semana, no porque me robara nada, sino raspando las bolsas de lo que se quedaba pegado. La plata se movía en bultos y la gente salía con su platica y al hijo, a la hija, todo eran motos. Nadie pensaba en una casa o en organizarse, sino que pensaban en cadenas de oro, en lujos y en trago.
La «buena vida» de los que estaban en el negocio fue motivando a otros a meterse. Luis Eduardo Montenegro, un cultivador de la vereda El Paraíso, a casi una hora de Puerto Asís, vivió la génesis, la bonanza y el declive del fenómeno cocalero:
Las semillas de coca llegaron por el Perú, por la frontera, porque los peruanos eran cultivadores antes y sembraban más. Los primeros cultivos ilícitos estaban en la orilla de los ríos, en el río Putumayo, y comenzaron a vender la pasta de coca en Puerto Asís. Cuando los narcotraficantes llegaron a Puerto Asís, comenzaron a ofrecer lo que compraban. Entonces todo el mundo comenzó a ver ese mercado: los campesinos sacaban el arroz, o el maíz, y los productos se quedaban en las calles de Puerto Asís, se perdían. En cambio los que ya tenían coca en la orilla del río sí venían y cobraban de contado. La gente comenzó a decir: «¿Cómo es que usted hace?» y luego: «Es mejor sembrar coca».
Desde su mecedora, así también lo atestigua Manuel Burbano, un agricultor de la vereda Nariño:
A mí no me gustaba la coca, pero al ver que los demás tenían, que los demás conseguían, que los demás tenían plata... Al ver pasar la plata uno dice: yo voy a sembrar. Nosotros teníamos el cultivo de plátano, de yuca, hasta fríjol y maíz. Yo llegué a sembrar diez, doce hectáreas de arroz. Y la verdad es que lo que daba el Idema (Instituto de Mercadeo Agropecuario) no nos alcanzaba ni para los costales. Se demoraban cuatro y seis meses para pagar. Nosotros con los brazos cruzados, esperando a ver cuándo. El plátano lo sacábamos y se nos podría en las calles de Puerto Asís. Sacábamos la cabecita de ganado y la colgábamos en el matadero y tocaba darla al precio que quisieran pagarla. Cómasela. Nosotros los campesinos éramos abandonados por todo lado. Vivíamos a oscuras. El cultivo ilícito nace por el abandono del Estado. Y nos está apercollando otra vez.
Otro campesino explica que las personas no se preocupaban mucho por trabajar. Era más fácil sacar una libra de coca, que sacar un bulto de plátano. Y era más rentable. «Mucho más».
Cultivar coca implica desyerbar un campo o deforestar un área suficientemente plana. Esta última opción, si bien más dañina para el ambiente, tiene la ventaja de proveer madera para cercas, cambuches o estructuras aledañas. Toma más de un año para que los arbustos maduren y, a pesar de que la coca tiene fama de ser un cultivo resistente, es necesario acompañar su crecimiento con fertilizantes e insecticidas. Las hojas que pueblan las ramas de los arbustos madurados se arrancan con movimientos rápidos de la base y hacia la punta. Este oficio, a menudo a costa de callos y cortadas, dio origen a una nueva profesión: «raspachín» de coca.
Los que vivieron el auge de la coca no dudan en señalar como responsable el abandono estatal de una región que, para muchos, hacía parte de un país tan lejano como ignorado. Montenegro dice que el Estado tenía abandonada a la región: «No había carreteras, no había electrificación, no había acueducto. Ni salud teníamos en la región. Y en cambio los narcotraficantes sí venían con el billete en la mano a decir: "Señores, este sí es el negocio que sirve acá"».
El «negocio que sirve» atrajo a pobladores de otros lugares del Putumayo y, pronto, de otros departamentos como Valle, Huila, Antioquia y hasta Chocó. La idea de una «bonanza» atrajo incluso a ecuatorianos, peruanos y brasileños, todos convencidos de poder lograr fortuna con rapidez en una frontera sin dios ni ley. El mercado floreció, y prácticamente en cada vereda se encontraban cultivos. Al caminar hoy por Nariño no se necesita mucho para imaginar lo que era el paisaje hace diez años, cuando, según una campesina del lugar, «todo esto era coca».
Pero los cultivadores de coca pronto descubrieron que la hoja sin procesar no era -de lejos- tan rentable como la base de coca (alrededor de ochocientos dólares por kilo) por lo que muchos optaron por vender esta última. En partes de la geografía del Putumayo, la base de coca llegó a remplazar el peso como la moneda habitual.
Así fue en Puerto Vega, un caserío ubicado frente a Puerto Asís, en la punta de un corredor fronterizo que va a dar al sitio conocido como Teteyé, escenario de frecuentes episodios de violencia guerrillera y alguna vez una de las carreteras más peligrosas de Colombia. Para llegar a esta doble hilera de casas, regadas a ambos lados de una polvorienta carretera, hay que cruzar el río Putumayo, a veces caudaloso y turbulento y otras veces debilitado por el verano, pero siempre traicionero.
Dicen los chaluperos que por mil pesos llevan pasajeros al otro lado (y por 3 mil llevan motos), que el tiempo de espera se ha triplicado debido a la inconstancia del nivel de las aguas, lo cual obliga a menudo a reconsiderar y trazar de nuevo la ruta para un trayecto que, en condiciones normales, no debería pasar de cuatro minutos. Su odisea, sin embargo, palidece en comparación con la de los navegantes de los dos barcos que a diario transportan docenas de camiones, carrotanques y tractomulas que utilizan, sobre todo, las petroleras que operan en la zona.
En Puerto Vega, las gallinas corren con sus pollitos por debajo de motos, carros y camiones. El único billar queda a un tiro de piedra de la rampa de tierra que conecta con el muelle, y rostros curiosos y desconfiados reciben en silencio a los extraños. No hay estación de Policía ni Defensa Civil, ni tampoco Alcaldía ni hospital. La autoridad del Estado está representada en un inspector de Policía.
Allí tuvieron su apogeo los «chamberos», como se conocía a quienes le «pegaban» (hacían dinero rápido) en el negocio de la coca. Se hacían conocidos por derrochar en toda clase de gustos: fiestas, noches de juerga y de mujeres, motos, carros y lujos antes prohibidos por sus pobres ingresos. Gastaban sin problema varios cientos de miles de pesos por día y, cuando escaseaba el efectivo, el gramo de coca era aceptado como moneda.
Pero esa bonanza, dicen las autoridades, se dio a costillas de un enorme costo ambiental que, a la larga, terminó por perjudicar al campesino. Entre la tala de bosques para cultivar o para poner laboratorios y la contaminación de las quebradas y los ríos, la tierra aún hoy sufre los estragos de los chamb...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLA
  3. MUCHO MÁS QUE UNA ANTOLOGÍA
  4. PRÓLOGO
  5. LA HORRIBLE NOCHE
  6. PRIMERA PARTE
  7. SEGUNDA PARTE
  8. TERCERA PARTE
  9. CUARTA PARTE
  10. QUINTA PARTE
  11. SEXTA PARTE
  12. SÉPTIMA PARTE
  13. OCTAVA PARTE
  14. NOVENA PARTE
  15. BIOGRAFÍA
  16. CRÉDITOS