Disturbios
  1. 544 páginas
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Año 1919, tras sobrevivir a la Gran Guerra, el comandante Brendan Archer viaja a Irlanda para descubrir si todavía sigue prometido a Angela Spencer, cuya familia regenta el hotel Majestic en Kilnalough. Pero al llegar encuentra a su prometida extrañamente alterada y a su futura familia política en plena decadencia económica: el hotel se desmorona poco a poco, los escasos huéspedes que quedan se pasan el día cotilleando y jugando al whist, hordas de gatos salvajes se van adueñando del bar Imperial y de las plantas superiores, el bambú amenaza con colonizar los cimientos del edificio y los lechones campan a sus anchas por la pista de squash. Mientras el comandante Archer atiende los desastres domésticos que aumentan día tras día, fuera de los muros del hotel el Imperio británico también se tambalea y desmorona: los disturbios son diarios, el malestar crece por momentos y en la propia Irlanda la violencia arrecia. Farrell nos traza, con un humor centelleante e irrepetible, un cuadro desolador de la decadencia y del final, no sólo de un imperio, sino de toda una época.Premio "The Lost Man Booker" 2010"Si no hubiera muerto tan joven, no hay duda de que J.?G. Farrell sería hoy día uno de los mayores escritores del mundo".Salman Rushdie"Uno de los lamentos más delicadamente modulados y mágicamente cómicos que haya podido encontrar nunca el lector … Sin duda alguna su obra maestra".John Banville"Un tour de force… triste, trágico, y a la vez divertido".The Guardian"Un jardín de las delicias".'The New York Times'

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2011
ISBN
9788415277200
Categoría
Literature

II.
DISTURBIOS

LOS ASESINATOS DE TUAM
El Reverendísimo Doctor Gilmartin dijo en el sermón que pronunció el domingo en la catedral católica de Tuam que acudía a confortar a los vecinos de la localidad después del terror y el horror estremecedores de la semana anterior. La noche del lunes pasado se había producido el asesinato abyecto de dos policías a unos cinco kilómetros de la población. Si no se hubiesen tomado represalias, dijo, se habría producido una gran oleada de solidaridad con la policía. Comentando la devastación de la ciudad, Su Ilustrísima dijo que no necesitaba añadir que un crimen no justificaba otro…, en este caso la policía se había vengado de una forma terrible con una población inocente. Daba igual quién les hubiese impulsado a hacerlo, los policías cometieron un crimen atroz al destruir con las balas y el fuego una población dormida. El pueblo había sido saqueado vengativa e implacablemente por los guardianes oficiales de la paz, y si el gobierno no reparaba los daños causados y compensaba por ellos inmediatamente, el sentimiento clamoroso de injusticia persistiría como una amenaza más a la paz y la concordia.
El edificio del hotel continuó durante todo este tiempo deslizándose imperceptiblemente hacia la ruina. Sin embargo, el comandante, lo mismo que Edward, ya casi se había adaptado a vivir bajo aquel paraguas abierto de deterioro. La diferencia entre esperar que algo durase eternamente y esperar, por el contrario, que no durase eternamente, se decía el comandante, no era tan grande al fin y al cabo. Era, en realidad, cuestión de hacerse a la idea. Así pues, cuando su pie se hundió a través de una tabla del suelo del pasillo alfombrado de la cuarta planta, que por entonces casi nadie visitaba ya, saltó ágilmente hacia un lado (la alfombra le había impedido hacer una aparición súbita en el piso de abajo) y pensó: «¡Podredumbre seca!». Pero una mirada al techo bastó para indicarle que, en realidad, también podía ser fácilmente podredumbre húmeda. Informó a Edward, por supuesto. Edward suspiró y dijo que «consideraría el asunto». El comandante, por su parte, se dispuso a adaptarse al hecho de que estaba viviendo en un edificio con podredumbre, de uno u otro género, en los pisos más altos.
En otra ocasión, cuando se entregaba a la contemplación de sus mejillas recién afeitadas con las manos apoyadas en el lavabo, sintió que éste cedía lentamente bajo su peso. Se deslizó de la pared, torciendo las tuberías de plomo de manera que quedó colgando cabeza abajo y vació un diluvio de agua sobre sus zapatillas. El tapón se balanceó con suavidad durante unos instantes en la cadena, como el péndulo de un reloj. El comandante se secó los pies cuidadosamente y trasladó sus pertenencias a la puerta de al lado. Aquél no era ni mucho menos su primer traslado. Desde el episodio de la cabeza de cordero en descomposición de su primera visita se había trasladado muchas veces por una u otra razón.
La verdad es que el comandante tenía la ventaja de haberse acostumbrado ya durante la guerra a una atmósfera de cambio, inseguridad y deterioro. Pero debía de ser un asunto muy distinto para las señoras, que habían vivido toda la vida con un suelo firme bajo los pies y un techo de fiar sobre la cabeza. El comandante las observaba a veces en el salón de los huéspedes, espiándolas mientras leían en el periódico los desastres del día. ¿Qué pensarían al leer que una patrulla de doce soldados había sido atacada en pleno día entre College Green y Westmoreland Street? ¡En el corazón mismo del Dublín imperial! Veintidós personas habían sido asesinadas y cincuenta y siete heridas sólo en el mes de junio, la mayoría policías. Por otra parte, el Regimiento de Manchester sufría cuantiosas pérdidas en Mesopotamia (aunque ése había sido siempre un rincón del imperio donde los súbditos de Su Majestad creaban problemas). ¿Se sentirían aliviadas y complacidas al leer aquel agosto sobre la Ley de Restauración del Orden en Irlanda? Tribunales militares (dado que los jurados reclutados en el país hacía mucho que no eran de fiar) y retención de subvenciones a las autoridades locales que se negasen a cumplir sus obligaciones… El comandante no creyó ni por un instante que eso pudiese restaurar el orden en Irlanda. Tal vez tampoco lo creyesen las señoras, porque ninguna de ellas pareció alegrarse ni mucho menos cuando, con mejillas temblorosas, leyeron la noticia. El primero de septiembre se levantó la veda de las perdices. Se informaba de que había abundancia de ellas.
Una mañana el comandante y Edward se encontraban junto al patatal que había dentro del recinto cerrado del Majestic, al final de la pomarada. Estaban allí contemplando en silencio las hileras de plantas verdes en las que habían empezado a aparecer de pronto descarnados y misteriosos cráteres como alvéolos vacíos de dientes arrancados.
—Ahora ya saltan el muro. Lo siguiente será que aparezcan sentados a la mesa con nosotros.
—No tienen nada que comer. ¿Qué espera usted?
—Que no tengan nada que comer no es culpa mía.
—Oh, eso ya lo sé. Lo único que quiero decir es que no se puede esperar que alguien esté dispuesto a morir de hambre voluntariamente. ¿Qué haría usted si estuviese en su lugar?
—No sea absurdo, Brendan. Yo en primer lugar no me permitiría llegar a esa situación.
El comandante se volvió para ver cómo volaban los cuervos en perezosos círculos, buscando algún alimento en el suelo recién removido. Hubo entre Edward y él un largo e incómodo silencio.
Al principio de la tarde la débil claridad del sol quedó enmascarada por las nubes, el cielo se acercó más a las copas de los árboles y empezó a lloviznar. El aliento cálido y pegajoso del otoño colgaba junto a las ventanas aún abiertas, pero Edward, con distraída munificencia, pidió que se encendieran fuegos de turba y leña. Más que contra el frío que hubiese en el aire, contra la melancolía; todo el mundo se hallaba afectado por ella. A las cuatro y media estaba ya completamente oscuro fuera, gracias a la llovizna. El comandante, traspasado de tristeza, estaba recostado en un sillón de la sala de armas, con los codos al nivel de las orejas, mirando hacia el fuego y observando cómo el reflejo de éste temblequeaba en las escamas relumbrantes y barnizadas de un inmenso lucio disecado. En los tiempos dorados del hotel, aquel lucio había sucumbido a un caballero con un título, nombre y fecha ilegiblemente inscritos con floreos delicados e inseguros en una placa de latón, y descansaba ahora sobre la repisa de la chimenea, con su pequeña y malévola boca abierta en una mueca congelada de desesperación y rabia impotentes.
Las señoras nunca entraban en aquella sala; era un coto masculino. En Irlanda, por supuesto, la diferenciación entre los sexos se había hecho en años recientes imprecisa. Muchas mujeres jóvenes eran tiradoras excelentes, según había oído el comandante, y disparaban ambos cañones sin parpadear. Alguien a quien él conocía tenía una sobrina que era una excelente lanzadora de críquet. A otra chica, la hermana pequeña de uno de sus amigos del ejército, le habían regalado por su decimosexto cumpleaños un látigo de piel de rinoceronte; cuando tenía dieciocho era capaz de arrancar un puro de los labios de un hombre a veinte pasos. Y, por supuesto, estaba la condesa Markievicz, que llevaba día y noche una pistola a la cadera, según se decía, y no le parecía gran cosa pegarle un tiro a un hombre entre ceja y ceja. Había oído también que últimamente las chicas fumaban puros y bebían oporto. Pero todo eso era la generación más joven. Las señoras mayores habían sido educadas con ideas diferentes sobre la forma adecuada de comportarse. Era un notable alivio para el comandante saber que allí en la sala de armas estaba protegido de ellas, porque, la verdad, no podía pasarse toda la vida con señoras mayores. Por supuesto, las jóvenes (si hubiese habido alguna) habrían irrumpido allí, sin plantearse ningún problema, a fumar y charlar. Pero el comandante no consideraba particularmente necesario que le protegiesen de ellas.
Suspiró. Llevaba todo el día eludiendo a las damas del Majestic. Aquella noche tendrían la sensación de haber sido desdeñadas. Era muy probable que la señorita Staveley le hiciese algún desaire en la cena. Recibiría miradas avinagradas de alguna otra. Ya había pasado antes.
Edward entró y se sentó junto a él en un sillón. Después de coger un poco de tabaco de un cuenco de peltre que había en la repisa de la chimenea, procedió a encender su pipa, diciendo entre bocanadas que iría a la ciudad al día siguiente a ver a Ripon, ¿quería el comandante alguna cosa?
—No, gracias.
—Sarah tiene que ir al médico, así que puede que la lleve también. Para que no tenga que hacer el viaje en tren.
El comandante suspiró con envidia, pensando en lo mucho que le gustaría ir en automóvil hasta Dublín en compañía de Sarah. Habría sitio para él, además, en el Daimler. Pero Edward no mostró indicio alguno de invitarle a ir y él, por alguna razón, se sintió incapaz de plantear el asunto. Suspiró de nuevo, contrariado. Ella era sólo una amiga, por supuesto. La colérica boquita del lucio y sus pérfidos dientes expresaban a la perfección su estado de ánimo.
—¿Será seguro viajar solos?
—Oh, yo diría que sí—replicó suavemente Edward; al cabo de un momento añadió en tono reflexivo—: ¡En qué estado se encuentra el país! ¿Sabe?, Brendan, a veces me digo «que se vayan al diablo todos ellos», viendo cómo han destrozado este país creo que daría la bienvenida a un holocausto. Puesto que quieren la destrucción, dádsela. Me gustaría verlo todo desbaratado y en ruinas para que supieran de verdad lo que es la destrucción. Las cosas han llegado tan lejos en Irlanda que ése es el único medio por el que pueden arreglarse de una forma justa, reduciéndolo todo a escombros. ¿Entiende usted lo que quiero decir?
—No—dijo agriamente el comandante.
Después de que Edward se fue a Dublín a la mañana siguiente, el comandante dio un paseo hasta el cenador con Rover (que estaba haciéndose viejo, pobre perro) y luego miró hacia atrás por encima del césped, al Majestic. ¡Qué ruinoso parecía desde aquel ángulo! Las grandes chimeneas que se alzaban sobre la masa de madera y piedra le daban la apariencia de un acorazado encallado. La hiedra había empezado a crecer, a extenderse ávidamente sobre la enorme pared de muchas ventanas contigua al Patio de las Palmas. De hecho, parecía surgir del propio Patio de las Palmas, a través de un paño roto del techo podía verse un tronco que brotaba grueso y peludo como el muslo de un hombre y se ramificaba luego con múltiples dedos sobre la piedra. En las paredes del sur sobresalían como venas varicosas las cañerías oxidadas. «Tal vez—pensó el comandante—la hiedra ayude a mantener unido todo el edificio un poco más».
Ripon estaba parado junto a la estatua de la reina Victoria con un pie elegantemente calzado sobre el estribo de un Rolls Royce resplandeciente. Protegía sus ojos una gorra de tweed, y miraba inquieto hacia arriba, hacia las ventanas del primer piso. Su actitud, pensó el comandante, era extrañamente furtiva al dirigirse hacia las escaleras de la entrada. Se detuvo bruscamente cuando le vio y pareció azorado.
—Oh, hola.
—Hola.
—No sabía que estaba usted otra vez aquí. Se me ocurrió acercarme…
—Su padre no está en casa. De hecho, tengo entendido que tienen previsto visitarle a usted hoy.
Ripon arqueó las cejas bruscamente, remedando sorpresa y desesperación.
—¡Qué fastidio!
—Volverá a última hora del día, así que ¿por qué no se queda? Sé que está deseoso de verle.
—Eso es un poco difícil, ¿sabe? Es que…
El comandante esperó, pero la explicación de Ripon se perdió en el silencio. Por encima de su hombro atisbó la silueta inmóvil de un chófer detrás del volante del coche. Ripon, por su parte, miraba por encima del hombro del comandante con curiosa impaciencia hacia la puerta de entrada entreabierta. ¿Podría ser que el muchacho estuviese nostálgico?, se preguntó, conmovido.
—Debería usted quedarse, de verdad.
—Ojalá pudiera, amigo mío. Me gustaría si…, el hecho es…—Pero la explicación quedó de nuevo abortada.
—Bueno, entre usted al menos un momento. Podría escribir una nota o algo.
Pero Ripon no prestó ninguna atención a esta sugerencia. En vez de eso, se volvió hacia el automóvil y empezó a enumerar con una vehemencia sombría sus virtudes. El tamaño, la velocidad, el confort…
—Parece un vehículo espléndido.
—No es mío, claro. El amigo Noonan me lo prestó hoy para venir a ver al viejo. Muy civilizado por su parte. Muy considerado. —Se acercó al automóvil, convocando al comandante—. Éste es Driscoll. Venga a conocerle, Driscoll es de toda confianza.
El chófer era un joven rubio y delgado de ojos saltones y con la expresión anormalmente solemne del insolente; el comandante conocía del ejército a los de su tipo, donde los alborotadores se ponían ellos mismos al descubierto tan infaliblemente como el ácido con el papel de tornasol. Movió la cabeza secamente. Driscoll alzó la gorra visera con mayor deferencia de la que el caso requería. Ripon miraba de nuevo ávidamente hacia la puerta de entrada. Apartando la vista de ella a regañadientes, dijo:
—Un conductor espléndido, ¿verdad que lo eres, Driscoll?
—Si usted lo dice, señor.
—Te veo corriendo en Brooklands el día menos pensado, ¿eh? Casi se carga a una ternera en el camino… Se lo aseguro, comandante, es una auténtica lumbrera. Venga, ¡en guardia!
Y, echándose hacia delante, tiró de un manotazo la gorra visera de Driscoll a la grava. Driscoll adoptó instantáneamente una posición de boxeador, el puño derecho protegiendo la barbilla, el izquierdo bombeando atrás y adelante exageradamente, riendo entre dientes mientras Ripon fintaba a un lado e intentaba asestar un golpe por el otro. El comandante observaba, con tristeza.
—Me encontrará usted dentro—dijo con aspereza y le dio la espalda, agradeciendo que Edward no estuviese allí para ver a su hijo haciendo tonterías con el chófer.
—Eh, espere un momento. ¿No le gustaría dar una vuelta en el coche? Espere, comandante…, mire, Driscoll podría llevarle a dar una vuelta mientras yo le escribo una nota al viejo.
—No, gracias—el comandante ya había llegado la puerta. Se volvió y miró hacia atrás. Driscoll estaba recogiendo la gorra. La cara redonda de querubín de Ripon miraba hacia él con consternación. «¿Qué demonios le pasará?», se preguntó el comandante.
Se sentía cansado y un poco febril (creía tener un principio de catarro), así que subió a su habitación y se echó en la cama. Pero luego se levantó otra vez, buscó en los cajones de la ...

Índice

  1. DISTURBIOS
  2. PRÓLOGO
  3. I. UN MIEMBRO DE LA CLASE DISTINGUIDA
  4. II. DISTURBIOS
  5. ©