Millán-Puelles. VI. Obras completas
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Millán-Puelles. VI. Obras completas

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Obras Completas de Antonio Millán-PuellesEste octavo volumen comprende el título Teoría del objeto puro (1990).Con un permanente horizonte metafísico, Millán-Puelles ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. La amplitud de su planteamiento filosófico le permite abrir su indagación hacia cuestiones específicas del ámbito económico, social o cultural, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Su amplia bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían la práctica totalidad del saber filosófico.

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Información

Año
2014
ISBN
9788432144585
Categoría
Literatura

Sobre el hombre y la sociedad
(1976)

Prólogo

En la feliz ocasión de las «bodas de plata» del profesor Millán-Puelles con su cátedra universitaria de filosofía, un amplio equipo de colaboradores y discípulos hemos querido ofrecerle, en un homenaje abierto al público, la edición de esta antología, que recoge muy diversos trabajos —conferencias, estudios monográficos, artículos en diarios y revistas—, todos ellos centrados en los temas del hombre y la sociedad.
De estos trabajos, unos son muy recientes, otros menos, y algunos fueron escritos al comienzo del oficio universitario de su autor. Estoy seguro de que todos ellos —en conjunto una muestra muy significativa— resultarán provechosos para el lector que acierte a conjugar el interés por los temas centrales de la antropología con la atención a las cuestiones básicas de todo el pensamiento filosófico. En servicio a ese tipo de lectores, Ediciones Rialp, que tantas páginas lleva publicadas del profesor Millán-Puelles, se asocia a nuestro homenaje, dando a la estampa este libro. Conste por ello nuestra mayor gratitud. Por mi parte, quiero justificar y resumir este mínimo prólogo haciéndole un cordial reto a quien a mí y a tantos ha guiado por los caminos de la filosofía: nuestra esperanza de que siga ahondando en los problemas del hombre de nuestro tiempo, a la luz de una razón y de una fe dinámicamente abiertas a las verdades de siempre. Tal es, en definitiva, el claro emblema del magisterio del profesor Millán-Puelles durante los cinco lustros que este año conmemoramos con la ilusióny la entrañable exigencia— de la fecunda continuidad de su labor.
JUAN JOSÉ R. ROSADO

I. FILOSOFÍA DE LA CONDICIÓN HUMANA

El problema ontológico del hombre como criatura

La necesidad de interpretar la coyuntura histórica en que vive se presenta en el hombre con muy variadas formas y según grados de intensidad muy diferentes. En ocasiones, como sucede en nuestro tiempo y, en general, en todas las épocas de crisis, esta necesidad se hace sentir de un modo tan apremiante que hasta puede llegar a convertirse en verdadera obsesión. Cuando ello ocurre nos encontramos en el caso de la expresión patológica de una exigencia lógica de nuestro ser. Porque, en principio, la necesidad de que se trata es perfectamente racional para un ser como el hombre, cuya vida posee un sentido histórico, aunque éste no la defina por completo, ni sea siquiera posible de una manera aislada. Los hombres necesitamos conocer la circunstancia histórica en que vivimos, para poder estar en condiciones de trazar nuestros planes de acuerdo con lo que ella nos exija. La validez de la conducta humana se mide, efectivamente, entre otras cosas, por su «oportunidad», la cual a su vez requiere un lúcido atenimiento, en cada caso, a la correspondiente situación de nuestro humano vivir, que es, en tanto que humano, un vivir en la cultura y en la historia.
Ahora bien, nada de esto significa que lo oportuno sea siempre moverse en la dirección y en el sentido de la coyuntura en que se está. Por el contrario, el deber de actuar de una manera oportuna puede no pocas veces consistir en tener que «navegar contra corriente». Tal es el caso —por poner el ejemplo de un filósofo al que nadie ha acusado de no estar «a la altura de su tiempo»— en que se encuentra Hegel cuando en las páginas iniciales de su obra La Ciencia de la lógica denuncia, con ejemplar sinceridad, el lamentable estado a que ha llegado la cultura alemana de su época. Tal vez sea útil recordar ahora esa imagen que Hegel nos transmite de su situación cultural, porque en sus rasgos más sobresalientes y esenciales puede también valer como un diseño de nuestra presente época. Veamos esa pintura:
«Lo que antes se llamaba metafísica ha sido radicalmente extirpado y expulsado del campo de las ciencias. ¿Dónde se oyen, o dónde pueden hacerse oír, todavía, las voces de la anterior ontología, de la psicología racional, de la cosmología e incluso de la teología natural, que antes se cultivaba? ¿Dónde hay quien tenga algún interés por investigaciones tales como las concernientes a la inmortalidad del alma y a las causas mecánicas y finales? Asimismo, las pruebas que antes se daban de la existencia de Dios son ahora tenidas en cuenta solamente de una manera histórica o para la elevación y edificación del espíritu […]. Si es sorprendente que para un pueblo se hayan hecho inservibles su ciencia del derecho, sus convicciones, sus hábitos y virtudes morales, resulta cuando menos igualmente asombroso que un pueblo pierda su metafísica […]. La exposición popular de la filosofía kantiana —según la cual el entendimiento no debe ir más allá de la experiencia, pues se convertiría en razón teorética, incapaz por sí sola de engendrar otra cosa que fantasmagorías— ha venido a justificar, para la ciencia, la renuncia al pensamiento especulativo. En favor de esta doctrina popular ha venido el clamor de la pedagogía moderna, que sólo tiene presentes las exigencias de nuestro tiempo y las necesidades inmediatas, afirmando que, así como para el conocimiento lo primordial es la experiencia, también para la vida pública y privada las reflexiones teóricas son perjudiciales, y que lo único necesario es la educación y el adiestramiento práctico […]. La teología, que había venido custodiando los misterios especulativos y la metafísica relacionada con ella, ha abandonado a esta ciencia para ocuparse de los sentimientos, de las consideraciones prácticas populares y de la erudición histórica […]. Desaparecen los hombres dedicados a la contemplación de lo eterno y cuya vida sólo servía a este fin […]: una desaparición que, bajo otros aspectos y por su propia esencia, puede considerarse como el mismo fenómeno ya mencionado».
Hasta aquí, Hegel. Pero su caso no es el único. Ya en nuestro siglo, Edmund Husserl nos ha dejado un testimonio de serena reacción frente a las convicciones dominantes en su circunstancia cultural. Desde las Investigaciones lógicas hasta La crisis de las ciencias europeas, Husserl ha elaborado una doctrina de la que cabe opinar lo que se quiera, pero de la cual no sería lícito decir que se ha dejado llevar por la corriente de las ideas de su tiempo, las cuales, en buena dosis, vuelven a ser las de ahora. Especialmente significativa es la apología husserliana de la absoluta validez de la verdad, frente a todas las formas del subjetivismo. A este propósito, y siempre que se me presenta la ocasión, no tengo ningún reparo en afirmar que hay pocas cosas tan aconsejables como la lectura del capítulo VII de la primera parte de las Investigaciones lógicas de Husserl, donde éste llega hasta el fondo de la mentalidad antropocéntrica, típica, según él, del pensamiento moderno y contemporáneo. He aquí sus mismas palabras:
«La filosofía moderna y contemporánea propende al relativismo específico (de un modo más concreto, al antropologismo) en tal medida que sólo por excepción encontramos un pensador que se haya sabido conservar enteramente puro de los errores de esta tesis»[1].
Bien es verdad que la exhaustiva crítica de Husserl al antropologismo está centrada fundamentalmente en sus aspectos epistemológicos y no en sus dimensiones metafísicas o simplemente ontológicas. Pero es cierto también que Husserl ha señalado la recíproca interferencia e influencia de las dos vertientes del asunto. Veamos cómo lo dice el propio Husserl:
«Cuando, por ejemplo, un escéptico metafísico formula su convicción de esta manera: “no hay un conocimiento objetivo” (es decir, un conocimiento de las cosas en sí), o en esta otra: “todo conocimiento es subjetivo” (es decir, todo conocimiento de hechos es un conocimiento de hechos de conciencia), es grande el peligro de ceder a la ambigüedad de las expresiones subjetivo y objetivo, y de reemplazar el primitivo sentido, que es congruente con la posición tomada, por un sentido escéptico noético […]. Mas así como el escepticismo metafísico fomenta de un modo ilegítimo el escepticismo epistemológico, también en dirección inversa parece suministrar este último (allí donde es admitido como evidente de suyo) un poderoso argumento en favor del primero».
Todos los argumentos husserlianos contra el subjetivismo antropológico estriban en poner de manifiesto, de una u otra manera, el radical contrasentido que hay en él. O dicho con otros términos y para usar un idioma psicológico: el subjetivismo sólo es viable mientras no se percibe su latente y fundamental contrasentido: el de constituir una teoría que se opone precisamente a las condiciones generales, tanto objetivas como subjetivas, de la posibilidad de cualquier teoría en general.
A la vista de ello, la actual recaída en el subjetivismo antropológico no puede por menos de ofrecérsenos como un evidente síntoma de pereza especulativa o filosófica. Pero no dejemos de advertir lo más grave del caso. Y es que, a su vez, por una superficial intelección de los valores de la opinión pública y en nombre de los «signos de los tiempos», hay quienes, teniendo la misión de orientar los espíritus, se dejan llevar también de esa misma pereza, contribuyendo a incrementarla y difundirla. Todo ello explica la falta de claridad y de rigor con que hoy suele hablarse de la tarea específica del hombre y aun del sentido del vivir cristiano. Pues no cabe esperar que las ideas sobre lo que se debe «hacer» queden convenientemente perfiladas si al tratar las cuestiones concernientes a la realidad de nuestro «ser» se suprime el esfuerzo de la especulación (ya sea filosófica o teológica), sustituyéndola por el resultado de un balance de los simples pareceres u opiniones que de hecho se dan. (Permítanme una breve aclaración. No tengo ningún prejuicio contra la utilidad de conocer el estado efectivo en que la opinión pública se encuentra, sobre todo en materias opinables y cuando las encuestas se realizan de un modo no tendencioso. Pero siempre hay que distinguir, por una parte, la utilidad de dicho conocimiento para hacer lo posible y oportuno en cada determinada circunstancia y, por otro lado, la deformación de la verdad, por creer que encubriéndola, aunque sólo sea parcialmente, se logran más adeptos para ella.)
El título de la presente conferencia —el problema ontológico del hombre como criatura— se refiere a uno de los problemas esenciales de la antropología filosófica, y lo que intento al ocuparme de él es hacer ver las tres cosas siguientes:
1.ª Que el problema ontológico del hombre no puede ni tan siquiera plantearse desde una actitud subjetivista.
2.ª Que la superación del antropologismo exige, en definitiva, el concepto ontológico del hombre como criatura.
3.ª Que la noción del hombre como un ente creado es enteramente indispensable para una moral realista.
Desarrollemos sucesivamente estos tres puntos.
I. LA TESIS SUBJETIVISTA Y EL PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA ONTOLÓGICO DEL HOMBRE
La distinción entre el subjetivismo «individual» y el subjetivismo «específico» tiene cierta importancia para nuestro asunto y, por lo tanto, debemos considerarla con el detenimiento necesario, no porque resulte decisiva para la posibilidad del planteamiento del problema ontológico del hombre, sino tan sólo, como hemos de ver, porque el segundo tipo de subjetivismo es más sutil que el primero y no muestra tan claramente su necesaria eliminación de ese mismo problema.
Como todo subjetivismo, el que se denomina «individual» no delimita un campo de lo opinable, donde por principio puede haber una multiplicidad de pareceres —tantos como individuos— sin excluir por ello la existencia de la verdad objetiva y de la correspondiente certidumbre. Aceptar la existencia de un campo de lo opinable no es, en efecto, ninguna clase de subjetivismo, ya que también significa la admisión de un determinado repertorio, mínimo si se quiere, de verdades indiscutibles. Pues bien, lo propio del subjetivismo individual es cabalmente el hacer de cada individuo humano la medida de la verdad; y se distingue del subjetivismo específico por conferirse en éste a la verdad un valor intersubjetivo, aunque tan sólo para los sujetos humanos. Así, pues, en su forma individualista, el subjetivismo determina el alcance y la significación de la verdad por el modo de ser de cada hombre. O sea: que para cada cual es verdadero lo que como tal se le presenta en virtud de la forma en que él es irreductiblemente ese individuo y no ninguno de los demás seres humanos.
¿Cabe decir de este subjetivismo lo que Husserl afirma de él en tanto que se constituye como un hecho? Antes de responder a esta pregunta, es menester observar que no se trata de que, al estudiarlo, Husserl lo haya considerado solamente, ni tampoco de un modo primordial, como un simple hecho dado. Sin embargo, es muy cierto que también lo mira de ese modo, como se puede comprobar, sin duda, en las frases siguientes:
«El relativismo individual es un escepticismo tan patente, y casi me atrevería a decir tan descarado o cínico, que si ha sido defendido en serio alguna vez, no lo es desde luego en nuestra época».
Esta última afirmación no la podemos suscribir en nuestros días, no porque no fuese justa en los de Husserl —cosa, por lo demás, muy difícil de decidir, salvo en la esfera de las «producciones» filosóficas—, sino porque hoy «se lleva» el presentarse, sin ningún disimulo ni rodeo, como un efectivo partidario del subjetivismo individual, e incluso se considera a esta actitud como la más auténtica y profunda. De ahí la oportunidad de hacer ahora una crítica más explícita de este subjetivismo.
Por lo que se refiere a la cuestión de si el subjetivismo individual puede ser mantenido «seriamente», ya acabo de hacer constar que hoy son muchos los que lo miran como la más sincera y radical posición. Sin entrar ahora en discusiones sobre la plena sinceridad de esta actitud, y aunque de paso hay que decir también que ciertamente esa sinceridad es admisible para un nivel superficial de intelección de la tesis subjetivista, veamos si cabe hablar de seriedad en la adhesión a ella, si esto quiere decir que quien la mantiene se hace realmente cargo de todo lo que supone. A estos efectos, lo más importante es que en la idea de la peculiar verdad de cada hombre —como un producto de la constitución del respectivo individuo— sigue dándose una noción del ser humano, a la manera de un denominador común de los distintos hombres concretos y singulares. Por muy grandes que sean las diferencias que se les reconozcan, no nos cabe pensarlas, en tanto que diferencias, sin algo que supone ese elemento o denominador común. De lo contrario, la diversidad de las verdades que ellas en cada caso determinan no sería la correspondiente al hecho de darse en cada hombre la verdad como algo configurado por el modo según el cual él es precisamente ese individuo y no otro cualquiera.
Ya sé que los partidarios del subjetivismo individual se dan permiso a sí mismos para el lujo de mantener la inconsecuencia en la que se ven forzados a incurrir si quieren afirmar su propia tesis cuando ya han advertido la irreductible contradicción que hay entre ella y los supuestos que implica. Pero es bien claro que no debe llamarse seriedad a esta pura y simple obstinación en admitir un absurdo.
En su fondo, el subjetivismo individual es tan incongruente como el historicismo gnoseológico. También éste se inspira en la diversidad entre los seres humanos: concretamente, en la que se va dando, a lo largo del tiempo, con las transformaciones culturales y de índole histórica. Pero esto es algo tan cierto como la imposibilidad de que los hombres, por mucho tiempo que pase y por profundas que puedan llegar a ser las variaciones de su contexto histórico-cultural, lleguen a ser realmente hombres distintos, si no continúan siendo hombres.
Por otra parte, el subjetivismo individual no sólo puede considerarse, de hecho, reforzado por el historicismo, sino que también de iure habría de darse —y así, en efecto, acontece— como internamente historicista. Quiero decir que habría de aceptar que la verdad no viene configurada solam...

Índice

  1. Comité editorial
  2. Portadilla
  3. Índice
  4. Antonio Millán-Puelles. Obras completas
  5. Sobre el hombre y la sociedad (1976)
  6. Universidad y sociedad (1976)
  7. Créditos