Vivir, pensar, soñar
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Vivir, pensar, soñar

  1. 248 páginas
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Vivir, pensar, soñar

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"Vivir, pensar, soñar. Son los tres ejes de la existencia. Una vida sin pensamiento y sin sueños no es una vida realmente humana.Ponernos a pensar en nuestra propia vida nos hace auténticos dueños de ella. Ponernos a soñar nos permite organizar el futuro, lo que queremos hacer para llegar a ser los verdaderos protagonistas y que no sean otros quienes vivan nuestra vida".En este libro, Nubiola expone los temas que considera más vitales, al hilo de la actualidad y de su tarea como promotor de jóvenes pensadores.

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Sí, puedes acceder a Vivir, pensar, soñar de Jaime Nubiola Aguilar en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Philosophy y Philosophy History & Theory. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9788432147456
Edición
1
Categoría
Philosophy
PARTE II
PENSAR
4.
PENSAR LA VIDA
Charles S. Peirce —el científico y filósofo norteamericano al que he dedicado mucha atención en los últimos veinticinco años— consideraba muy difícil decir cuál era la verdadera definición del pragmatismo: «para mí es una especie de atracción instintiva por los hechos vivientes». A mí —como a Peirce— me pasa lo mismo: me llaman siempre la atención los hechos vivientes y, sobre todo, lo que me fascina es reflexionar sobre lo más vivo; unas veces intento pasar —en términos de Eugenio d’Ors— de la anécdota a la categoría, otras articular lo que pienso y lo que vivo mediante la escritura para así iluminar la vida por medio de la teoría.
Quizá por este motivo llamaron poderosamente mi atención los testimonios de varios filósofos compilados en un número reciente de los Proceedings and Addresses of the American Philosophical Association en los que relataban con cierto detalle su trayectoria intelectual. Por ejemplo, Amelie Rorty escribía: «He llegado a pensar que enseñar filosofía es esencial para hacer filosofía bien. Nuestros estudiantes —especialmente los de cursos introductorios— nos ayudan a ser honrados. Nos recuerdan por qué hacemos filosofía y de qué va eso». Estoy del todo de acuerdo. Y unas páginas más adelante, al referirse a algunos colegas a los que admira, señala: «Eran filósofos que habían viajado y que conocían mucha historia, que leían novelas, miraban cuadros, escuchaban música y pensaban sobre política; eran filósofos para quienes no había distinción entre su vida y su pensamiento filosófico».
Pienso que así se ha hecho siempre la mejor filosofía. Frente al superespecialismo estéril de algunos colegas y frente a la fácil charlatanería de otros, es posible pensar un camino más modesto para una filosofía educadora de la humanidad, una filosofía que se ocupe de los problemas de los hombres y mujeres reales y trate de hacer más razonable la convivencia en nuestra sociedad. John Dewey escribió en The Need of a Recovery in Philosophy que «la filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres». Con Hilary Putnam me gusta recordar a menudo «que los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres reales están conectados y que es parte de la tarea de una filosofía responsable lograr esa conexión». Este y no otro es para mí el papel de la filosofía.
Se dice a veces que el rasgo más característico de la juventud de hoy es la superficialidad. No estoy seguro de que sea así. Más bien los veo como consumidores explotados bajo el imperio de una sociedad comercial. Lo que sí compruebo a diario es que tanto jóvenes como adultos tienen miedo a pararse a pensar: “Quien piensa se raya”, dicen a veces. En su magnífica novela En lugar seguro, Wallace Stegner escribe que llevar un diario en sus años universitarios habría sido como tomar notas mientras se baja en un tonel por las cataratas del Niágara: “En nuestra vida no había grandes acontecimientos, pero nos arrastraba”. Lo mismo —me parece a mí— les pasa a muchos hoy: su vida es arrastrada por los móviles, las redes sociales y las pantallas de todo tipo que solicitan constantemente su atención y a menudo anestesian su capacidad de reflexión.
“La filosofía es teoría que ilumina la vida”, tuiteaba uno de mis alumnos del pasado curso y me alegraba comprobar que al menos uno había captado y expresado lo que quería decirles. Frente a la filosofía moderna que privilegió unilateralmente la razón y frente al irracionalismo nietzscheano postmoderno que presta atención solo a los efímeros impulsos vitales, lo que nuestro tiempo necesita es intentar articular las aspiraciones teóricas más abstractas con las necesidades humanas más prácticas.
Pararse a pensar es el primer paso —el motor de arranque— de la vida intelectual. La segunda etapa es aprender a escuchar a los demás y a decir lo que uno piensa, sea de palabra o por escrito. La tercera —que dura toda la vida— consiste en empeñarse en vivir lo que uno dice. Pensar lo que uno vive, decir lo que uno piensa, vivir lo que uno dice: esto que parece un trabalenguas es —me parece a mí— el motor de la vitalidad interior.
Merece la pena empeñarse en ello. A fin de cuentas, lo que nuestra vida necesita es, sobre todo, pensamiento, teoría, que la haga más razonable. Siempre se puede pensar más y eso nos ayuda a vivir mejor.
HAZ LO QUE AMAS O AMA LO QUE HACES
Hace unos días leí el artículo de Miya Tokumitsu “In the Name of Love” en el que se mostraba indignada contra aquellos que repiten el lema “Do what you love”, “Haz lo que amas”, como clave del éxito profesional. Si la entendí bien, le parecía una afirmación elitista porque solo pueden hacerla realidad en su vida unos pocos privilegiados egocéntricos, mientras que la mayor parte de la humanidad está reducida a la esclavitud en unos trabajos odiosos. Me pareció que esta autora estaba confundida, quizá porque miraba desenfocadamente la realidad del trabajo humano.
Cada mañana cuando llego a la Universidad me cruzo con media docena de las que antes se llamaban “señoras de la limpieza” —eran mayores que yo, ahora son mucho más jóvenes y van siempre bien arregladas— que terminan su jornada de trabajo. Me gusta ver cómo algunas de ellas al salir encienden un cigarrillo al fresco de la mañana con la satisfacción en el rostro por el trabajo realizado. Casi siempre pienso que su trabajo ha sido probablemente mucho más útil que el que voy a intentar hacer ese día: la limpieza de mi Universidad es proverbial, no así la calidad de las clases que imparto o de los textos que intento escribir. De san Josemaría aprendí hace muchos años que todos los trabajos tienen la misma dignidad y que en todo caso el más importante es aquel que se hace con más amor. Como en el amor hay cantidad, me pregunto a diario quién pone más amor en su trabajo si ellas o yo.
La invitación a escribir sobre “la vocación como el descubrimiento de la propia identidad” es una buena ocasión para dar una nueva vuelta a estas ideas. Apenas uso Twitter, pero cuando abrí una cuenta me gustó que el sistema me obligara a identificarme. Subí una foto, mi nombre y apellido y escribí de mí: “Soy profesor de filosofía y me gusta pensar e invitar a los demás a pensar y a escribir”. Viene a ser como una selfie por escrito: eso es lo que soy y lo que me gusta ser. Es mi vocación. No aspiro a ser famoso, un intellectual o sus diversos sucedáneos académicos. Me encanta ser un modesto profesor universitario que aspira a persuadir a sus alumnos de la importancia del pensamiento, de la lectura, de la escritura, de la afectuosa comunicación con los demás. Estoy convencido de que solo así es posible para mí intentar cambiar el mundo para hacerlo un poco mejor, más humano.
Aunque en la vida académica haya dificultades, cansancios o incluso a veces no falten amargos sinsabores, puedo decir que “hago lo que amo”, lo que me gusta, pero sobre todo amo lo que hago, incluido aquellos aspectos menos amables de mi tarea (corregir exámenes, calificar, atender reclamaciones, rellenar formularios administrativos, etc.). No es que simplemente haga mi capricho, sino que soy un apasionado de mi trabajo docente e investigador y disfruto habitualmente en él pues vivo con la ilusión de que quienes me escuchan o leen lleguen muchísimo más lejos que yo. Me llega una anotación de un alumno de la profesora Graciela Jatib, desde Tucumán, en el norte de Argentina, que es algo así como el fin del mundo: “Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino amar lo que uno hace”
Efectivamente, amar lo que uno hace llena de gozo las horas de trabajo. Las dota de un encanto maravilloso porque, al llevar el alma abierta a la novedad inesperada, el cansancio —que inevitablemente aparece siempre— se recibe casi como un premio. Como escribió Antonio Gaudí, «mal asunto cuando una ocupación se arrastra como trabajo forzado; compadezco a aquel que lo cumple por obligación... Una de las cosas más bellas de la vida es el trabajo a gusto».
Así como el artista se complace al final de la jornada en la obra de arte que ha hecho con su esfuerzo, la persona que ama su trabajo puede llegar a contemplar su vida como una obra de arte. Eso es para mí la vocación y es lo que veo también en los ojos de las mujeres que encienden con satisfacción el cigarrillo al salir de la Universidad a primera hora de la mañana después de cuatro o cinco horas de intenso trabajo limpiando con amor aulas, oficinas y demás instalaciones.
EL GOZO DE DISFRUTAR
Desde hace años digo a los estudiantes que me piden consejo sobre las “salidas profesionales” que lo más importante en esta vida es disfrutar con lo que uno hace: cuando uno goza con su trabajo es señal de que ha acertado en la elección y de que además lo hace bien. Suelo poner el ejemplo de los grandes futbolistas que son los que más disfrutan cuando meten un gol o de tantos cocineros que realmente son felices cuando comprueban que sus comensales —como suele decirse— se chupan los dedos.
San Josemaría dejó escrito en Forja que «la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra». Santa Catalina de Siena decía que «todo el camino hasta el cielo es cielo». Con estas afirmaciones querría rechazar aquella visión tenebrosa de la vida humana como un valle de lágrimas y lamentos. El sufrimiento y las penas —que, por supuesto, no faltan en la vida de nadie— son las sombras que hacen precisamente que resplandezca más la luz.
Los seres humanos estamos hechos de tal manera que disfrutamos con aquellas tareas que ocupan toda nuestra atención hasta el punto de que se nos pasan las horas volando, casi sin darnos cuenta. No importa que esa actividad requiera un considerable esfuerzo. Por ejemplo, el cuidado de los niños, que tantas veces exige toda la atención, puede ser agotador, pero es capaz también de llenar de sentido nuestros días. Una antigua alumna, que trabajaba en una conocida consultora británica, publica cada semana en Facebook con abundantes fotos los avances de su primer hijo, nacido hace apenas dos meses: “Días cansados, pero preciosos... ¡No quiero que crezca!”. Y a la semana siguiente reproducía un fascinante post sobre la maternidad que terminaba así: “Deberían haberme advertido que convertirme en madre lo cambiaría todo, pero que nunca querría volver para visitar a mi antiguo yo, ni un solo segundo. Deberían haberme avisado de que mi vida estaba a punto de adquirir una riqueza, una belleza y una plenitud tan grandes que al mirar atrás pensaría: ‘Pobre de mí. Antes no lo sabía’”.
Todos la comprendemos bien. Elegir tener un hijo y poder dedicarle toda la atención que necesite es algo maravilloso, capaz de llenar de gozo la existencia. Lo mismo puede decirse de todas las tareas que tienen el servicio a los demás en su punto de mira, pues una vida plena tiene muchísimo que ver con el cariño. Nuestro contento, nuestro gozo, brota espontáneamente al comprobar que somos queridos, al advertir que nuestra vida tiene sentido más allá de nosotros mismos.
En estas semanas estoy leyendo a Dorothy Day (1897-1980), la activista social norteamericana en proceso de beatificación. Muchas cosas me han impresionado de su vida y de sus textos, pero aquí querría mencionar solo una que es relevante para lo que quiero sostener. A los que deseaban entrar a formar parte del Catholic Worker, el movimiento que ella había creado les decía: «Empieza por el lugar donde vives: identifica las necesidades de tu barrio y pon en práctica en él las obras de misericordia. (...) Escoge el trabajo que más gozo te produzca y no tengas miedo de cambiar siguiendo la llamada del espíritu». Elige el trabajo que más gozo te produzca: ¡qué sabia recomendación!
En este mismo sentido, recuerdo el consejo oído hace más de treinta años al beato Álvaro del Portillo, gran canciller entonces de la Universidad de Navarra: «Poned a las personas en tareas que les gusten —nos decía un día a la Junta de Gobierno—. Veréis que trabajan mucho mejor, con más eficacia, y además disfrutan con lo que hacen». Me pareció un consejo valiosísimo, podríamos decir quizá que de sentido común, pero que jamás había escuchado con anterioridad.
La pasada semana tuve ocasión de visitar Cuba para asistir a un pequeño congreso en La Habana. Me llevé para leer en el viaje el libro de Magda Bosch La ética amable, que realmente me encantó ya desde el propio título. Está muy bien pensado y magníficamente escrito. Lo que aquí quiero destacar es cómo en ese librito en el que va desgranándose la ética aristotélica se esclarece que la felicidad se identifica con la propia excelencia, con el empeño personal por ser mejor y por hacer lo mejor: no solo es «la actividad mejor del alma», sino que además «suele generar sentimientos positivos como resultado». Y unas pocas páginas más adelante la filósofa catalana añade: «El bien puede crear adicción, porque realizarlo produce gozo».
Esta es la clave. Volcar toda nuestra atención en los demás o en la tarea que llevemos entre manos es capaz de encender nuestra vida y de llenarla de gozo. El disfrute es señal inequívoca de que estamos haciendo lo que debíamos hacer y de que además lo estamos haciendo bien.
EL LÍO DE LAS INTERRUPCIONES
En mis vacaciones estoy leyendo con interés el libro Quiet de Susan Cain, cuyo subtítulo en castellano es El pod...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. CITAS
  5. ÍNDICE
  6. PRESENTACIÓN
  7. PARTE I. VIVIR
  8. PARTE II. PENSAR
  9. PARTE III. SOÑAR
  10. ORIGEN DE LOS TEXTOS
  11. ÍNDICE DE NOMBRES