La invención social de la Iglesia en la Edad Media
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La invención social de la Iglesia en la Edad Media

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La invención social de la Iglesia en la Edad Media

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En los años 800 se produce la transformación del concepto de Iglesia, desde un grupo de discípulos de Cristo, sin referencia territorial, a la Iglesia en el sentido de conjunto geopolítico e incluso arquitectónico. Dominique Iogna-Prat propone recuperar la historia de esta construcción polisémica de contenedor y contenido como un giro lexical programático. ¿Cómo definir el término "Iglesia" en la larga duración de la Historia? Y sobre todo, ¿cómo hacerlo en la perspectiva de las ciencias sociales? El recorrido propuesto en este libro tiene por objetivo recuperar la historia de una construcción polisémica, la génesis de un campo lexical en crecimiento continuo desde la "secta" de los orígenes hasta la globalidad alcanzada en la época clásica –cuando en Kant, por ejemplo, la "verdadera Iglesia" deviene la figura de lo universal–, pasando por la transformación de la "cristiandad", en el sentido de comunidad de los discípulos de Cristo, en la "Cristiandad", estructura geopolítica con vocación universal. Se busca comprender cómo, en el siglo XIX, la confusión medieval entre "Iglesia" y "sociedad" permite al catolicismo reaccionario juzgar a la Iglesia como la única "sociedad completa" y, a la vez, a la primera tradición sociológica hacer de la Iglesia el tipo-ideal de la comunidad.

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Información

Año
2019
ISBN
9788416467235
CAPÍTULO V
La Iglesia y la tierra santa cristiana (*)
Jerusalén y la Tierra santa, cuna de los dos Testamentos, son un legado común a las tres religiones monoteístas (1). Un viajero judío del siglo XII, Jacob ben Natunel Ha Cohen, relata que judíos y no judíos acudieron a la necrópolis de Meron, en Galilea. Consigna la ira de un caballero provenzal, en Tiberíades, contra los cristianos que encendieron cirios en la tumba de un santo sanador judío. Semejantes manifestaciones de sincretismo, en la época de los estados latinos de Oriente, contrastan con numerosas disputas sobre los lugares que constituyen la “topografía legendaria” del judaísmo y el cristianismo (2). Otro viajero judío del siglo XII, Petahia de Ratisbona, dice que los monjes cristianos trataron de apoderarse –pero la tarea fracasa– de la gran piedra de mármol que cubre la tumba de Raquel en el camino hacia Efrata, a una media jornada de caminata desde Jerusalén, para depositarla en su lugar de culto. El mismo Petahia advierte acerca de las tumbas de los patriarcas objeto de veneración de los peregrinos cristianos que iban a Hebrón: no serían las verdaderas. Por su parte, Benjamín de Tudela, que visita Palestina hacia 1168-1170, afirma que la ubicación exacta de los sepulcros de David y de los reyes de la Casa de Judá, en el monte Sión, se mantuvo en secreto para engañar a los cristianos (3). Un poco más tarde, el judío-español Nahmánides (1194-1270) sostiene que Israel es una tierra desolada donde los no judíos no pueden echar raíces ni ser sepultados (4).
Es sobre este telón de fondo de una convivencia, a veces pacífica a veces tensa, que me gustaría retomar el examen de tierra/Tierra santa en el Occidente cristiano latino entre el período de los Padres de la Iglesia y el de las cruzadas, más o menos desde el siglo IV al XIII. ¿Qué es posible decir aún sobre un asunto tan frecuentado? El único propósito aquí es contribuir a plantear la pregunta en términos del juego del espejo. ¿La tierra/Tierra santa cristiana es concebible sin hacer referencia a los judíos? Lo contrario, al menos en parte, es cierto; ¿la institucionalización de la peregrinación judía a Jerusalén puede ser entendida como una respuesta a la peregrinación armada de los cruzados (5) En esta perspectiva, se comenzará por señalar algunas de las referencias bíblicas para la santificación de la tierra, y por examinar la importancia del legado romano en materia de espacio santo, sagrado y religioso. Sobre esta base, se verá a continuación cómo se elabora la noción de Tierra santa en el Occidente cristiano latino y, sobre todo, cómo se produce la transición de la minúscula (tierra) a la mayúscula (Tierra), destacando el hecho de que la santificación de la tierra/Tierra supone su “desjudaización”. El imposible anclaje en la tierra cristiana de las comunidades judías nos permitirá, finalmente, abordar el estudio de un fenómeno institucional: la territorialización de las comunidades de pertenencia en el marco de la patria común en que tiende a convertirse en el reino de los Capetos a comienzos de los años 1200. Así planteada, la investigación no pretende, en absoluto, el comparatismo (puedo lamentarlo, pero tal ambición supera mi capacidad); su horizonte se limita a lo que, antaño, Bernhard Blumenkranz calificaba de judaísmo en el “espejo cristiano” (6).
I. Fundamentos y evolución de la noción de tierra santa: bases bíblicas y legado romano
Comencemos por tratar de comprender el significado del término “tierra” y del calificativo “santo” al que se lo une.
No es seguro que una noción aparentemente tan simple como la de “tierra” sea, de hecho, fácil de dominar. ¿Qué se quiere decir, por ejemplo, cuando se dice del príncipe de los apóstoles, Pedro, que él es “el príncipe de la tierra” (7) ¿Tiene él el principado sobre toda la tierra, debiendo extender el mensaje evangélico a los cuatro rincones del universo? ¿Se lo ha designado, entonces, como portador de las llaves del cielo, produciendo la unión entre el aquí abajo y el más allá, la tierra y el cielo? ¿Es él, por último, el “príncipe de la tierra” como patrón de muchos establecimientos eclesiásticos y por lo tanto gran propietario territorial, siendo esta tierra “santa” porque es la posesión del santo? La ambigüedad del término, con connotaciones tanto espirituales como temporales, condensa toda la historia de la Iglesia medieval, a la vez anclada en la escatología y ensamblada aquí abajo como estructura de poder y de encuadramiento territorializada.
El calificativo santo tiene fundamentos tanto escriturarios como romanos. Veamos, para comenzar, los fundamentos escriturarios.
En los años 1020, se le reprochó a los “herejes” volver a cuestionar la legitimidad de las iglesias como lugar sagrado. En el sínodo de Arras, convocado en 1025 por el obispo Gerardo de Cambrai, se busca contrarrestar las desviaciones que pretenden que “el templo de Dios no es más digno que [...] un dormitorio”, sosteniendo que la iglesia es, por el contrario, la “tierra santa” divinamente revelada a Moisés y a Josué, siguiendo las enseñanzas del Éxodo (3, 4-5) y del libro de Josué (5, 15) (8). En el primer caso, la voz de Dios se eleva en medio de la zarza: “... ‘¡Moisés! ¡Moisés!’ –‘Heme aquí’, él dijo. Entonces Él dijo: ‘No te acerques aquí; quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en el que estás es una tierra santa’. Él dijo: ‘Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham’...”. En el segundo caso, Josué encuentra al jefe del ejército de Yahvé, que le dice: “Quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es santo”. Dos razones me llevaron a citar estos dos extractos insertados en el discurso que tomé de un clérigo. La primera razón es, como lo revela un estudio de concordancias textuales automatizadas, que estos dos pasajes del Antiguo Testamento son, con mucho, los más citados por los autores latinos del siglo IV al XII (9). La segunda es que estas dos citas son, preferentemente, utilizadas en el marco de los debates relativos a los lugares de culto, Templos del Antiguo Testamento e iglesias. Lamentablemente no es posible detenerse aquí en este tema tan importante, no sólo en el centro de la polémica anti-herética sino también en los debates con los cristianos de Oriente que reprochan a los latinos una confusión extrema entre lo sagrado y lo profano que perjudica los objetos y los lugares litúrgicos (10). Me limitaré, por lo tanto, a mencionar cuatro puntos esenciales.
  1. El Antiguo Testamento cuenta la historia del paso de una sacralidad temporal y móvil –el tabernáculo portátil de Moisés, el santuario desmontable, el templo de pieles y telas– a la fijación en un lugar con el Templo de piedra construido por Salomón.
  2. El Templo de Salomón y su Santo de los Santos, ampliamente citados y comentados por los exégetas cristianos, están en el centro de una concepción jerarquizada del espacio que obliga a distinguir un interior y un exterior separados por un límite (saeptum: IV Reg. 11,8 y 15; II Par. 23,14), que marca la entrada en lo que es santo (sanctus) y permite acceder a lo que es más santo (sanctior), incluso muy santo (sanctissimus). Esta separación interior/exterior permite a los exégetas cristianos distinguir, a la manera de Casiano, culto (Cultum pietatis) e idolatría (11); lugar purificado del pecado, el espacio de realización litúrgica en el que se celebran los divinos misterios permite acceder, como lo hizo Moisés, a la “tierra santa”.
  3. Este punto de fijación de lo divino está concebido a la vez como un polo, un tropismo –es el “ombligo de la tierra” del cual habla el profeta Ezequiel (5, 5; 38, 12)– y como el punto de paso del aquí abajo al más allá, en referencia a la escalera del sueño de Jacob (Gen. 28, 10-20). Es la marca de un “lugar terrible” que “no es nada menos que una casa de Dios, y [...] la puerta del cielo”. La piedra sobre la cual duerme Jacob, que él erigió en estela y que ungió al despertar, corrientemente está considerada en la exégesis cristiana como la prefiguración del altar consagrado por el prelado durante la ceremonia de dedicación de la iglesia (12).
  4. Sin embargo, los comentaristas señalan que es imposible contener lo divino en un solo lugar, como dice Salomón en el tercer Libro de los Reyes (8, 27): “¿Es verdad que Dios habita en la tierra? He aquí, que los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener; ¡cuánto menos esta casa que yo he edificado!”. De ahí la ambivalencia de los clérigos a espacializar los ritos –una ambivalencia particularmente fuerte en los orígenes del cristianismo– que explica la ausencia de una doctrina del lugar de culto antes de los siglos XI y XII; los Padres de la Iglesia se preocupan por “espiritualizar” la sociedad, no territorializarla, siendo los marcos heredados del Imperio romano suficientes para manejar los asuntos del mundo (13).
En estas condiciones, se comprende que el calificativo “santo” se refiera, para los primeros cristianos, a la esfera de la legislación mundana y a las sedimentaciones jurídicas del antiguo derecho romano actualizado por los soberanos convertidos al cristianismo. Es así que la concepción latina del espacio eclesiástico tiene sus raíces en el derecho romano tradicional (14), en particular Gayo, recopilado en la época de Justiniano, en el Digesto (I, 8; XI, 7) y las Institutas (II, 1, 7-8 y 10). Estos textos distinguen los objetos que dependen del derecho humano y del derecho divino, que es calificado de tres maneras: sagrado, santo y religioso. De lo “sagrado” depende lo que está pública y ritualmente consagrado a Dios; “santo” designa lo que está prohibido a cualquier ofensa humana y sometido a sanción; “religioso” describe los restos de un difunto. Una división profunda atraviesa los objetos que dependen del derecho divino: “sagrado” y “santo” pertenecen al registro público, mientras que “religioso”, es decir, el cuidado de los muertos, pertenece a la esfera privada. A través de los lexicógrafos o de los anticuarios (como Isidoro de Sevilla), estas distinciones jamás son olvidadas por las reflexiones eruditas, sino que son –en un largo proceso que va desde el siglo IV hasta el siglo XIII– progresivamente adaptadas a las necesidades de la sociedad cristiana. Baste aquí señalar los puntos clave de esta adaptación estudiada en detalle por Michel Lauwers (15). Podemos tomar como punto de partida a Festo, un gramático del siglo II o III de nuestra era, que establece una distinción entre tres tipos de lugar: el edificio “sagrado”, el muro “santo” y el sepulcro “religioso” (16). A partir de este punto de referencia cabe recordar tres trazos determinantes, no sólo en la respectiva evolución de los tres calificativos sagrado/santo/religioso sino sobre todo en su combinación y en su recuperación.
  1. En el primer registro, lo sagrado, el Dios de los cristianos reemplaza sin tropiezos a los antiguos dioses paganos de las alturas. Sin embargo, los Padres y sus sucesores hacen sufrir a la noción inflexiones mayores, a la medida de las necesidades de una nueva institución, la Iglesia (17). Lo sagrado no se da en sí; es la institución que hace lo sagrado: ella “consagra”. En el legado a largo plazo de la antigua categoría jurídica romana, lo importante es tener en cuenta que los reformadores eclesiásticos del siglo XI, preocupados por establecer el poder territorial y espiritual de lo divino en la gestión exclusiva del Papa, insisten en el hecho de que las res sacrae son res nullius, públicas, y como tales no pueden estar en poder de los laicos.
  2. Lo “santo” en la legislación del Imperio cristiano, retomado de distintas formas en las codificaciones llamadas “bárbaras” de la alta Edad Media, marca el espacio inviolable del asilo y el refugio. Observemos de paso (pero éste es un punto importante para el desarrollo de nuestro objetivo) que el acceso al asilo está tradicionalmente prohibido a los esclavos y los judíos (18). Desde el siglo VII el derecho de asilo tiende a confundirse con la inmunidad, espacio que está fuera del derecho común, que está exento de cargos (“in-munus”), con la prohibición hecha a los representantes del poder público de penetrar en el ámbito así definido “para allí juzgar procesos, exigir el pago de multas, reclamar albergue o percibir cualquier tipo de impuestos” (19). En gran medida la inmunidad se refiere a los establecimientos eclesiásticos y permite designar los privilegios que se le reconocen a un “lugar santo”, cuyo patrimonio está constituido por las donaciones por amor a Dios y la redención de los pecados. Como...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Abreviaturas
  4. Introducción. Iglesia y sociedad en la Edad Media occidental
  5. Capítulo I. El espacio sacramental de la Iglesia
  6. Capítulo II. Iglesia y jerarquía
  7. Capítulo III. El orden de la Iglesia. Acerca de Contra haereticos de Hugo de Amiens, arzobispo de Rouen (c. 1085-1164)
  8. Capítulo IV. Iglesia y cristiandad. ¿Identidad religiosa, identidad universal?
  9. Capítulo V. La Iglesia y la tierra santa cristiana
  10. Capítulo VI. La “sustancia” de la Iglesia (siglos XII-XV)
  11. Capítulo VII, La Iglesia a riesgo del espacio público (1200-1600). Un bosquejo programático
  12. Derivación. Repensando lo público en la sociedad medieval (Grupo DyTEM)