La tradición hispanoamericana
de la biografia imaginaria
Una tradición excéntrica y autoconsciente
Ha llegado el momento de analizar exhaustivamente y en profundidad los eslabones narrativos establecidos por Roberto Bolaño en su breve artículo «Números», publicado en la revista Quimera en febrero de 1998, texto en el que se explicitaba la prolongación en la literatura en español de la tradición de la «vida imaginaria». Siguiendo la tradición de los decálogos cuentísticos (en su caso, un dodecálogo), Bolaño formuló una serie de consejos, uno de los cuales, el octavo, hacía alusión a Marcel Schwob: «Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de este pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges» (Bolaño, 2004: 23).
De forma muy resumida, Bolaño sintetizaba la fortuna del autor francés a lo largo del siglo xx en las letras hispanoamericanas, haciendo dos calas de enorme relevancia en el seno de esta literatura: por un lado, el mexicano Alfonso Reyes; por otro, el argentino Jorge Luis Borges. En buena medida, estos apuntes –a primera vista descuidados, irónicos y desaliñados– respondían en realidad a una auténtica maniobra estratégica por parte de Roberto Bolaño. Al igual que Marcel Schwob llevó a cabo una toma de posición al rescatar y poner de relieve la figura del poeta medieval François Villon, identificándose con una línea literaria «dura» en lengua francesa que entroncaba con el propio Villon y Rabelais, Bolaño, en sus consejos de la revista Quimera, estaba asimismo señalando una estirpe de escritores con los que quería emparentarse, sugiriéndole a sus lectores desde qué perspectiva pretendía que fuera leído su libro La literatura nazi en América, de 1996. Por consiguiente, se trata de lo que el escritor y crítico Ricardo Piglia ha definido como «lectura estratégica»: «Un escritor define primero lo que llamaría una lectura estratégica, intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos» (Piglia, 2001: 153). Al entender de Piglia, Jorge Luis Borges –del que Roberto Bolaño hereda su particular, y más agresiva, habilidad reconstructiva– fue especialmente hábil a la hora de crear y definir un espacio propio: «Me parece que se puede hacer un recorrido por la obra ensayística de Borges para ver cómo escribe sobre otros textos para hacer posible una mejor lectura de lo que va a escribir» (Piglia, 2001: 153). Todo esto tiene una estrecha relación con un concepto fundamental que Borges desarrolló en su propia obra ensayística: la noción de «precursor», establecida en su libro Otras inquisiciones, de 1952, y, más en concreto, en el artículo «Kafka y sus precursores». Esta idea abunda en las atribuciones que T. S. Eliot había otorgado anteriormente al «talento individual» –expuestas en el artículo «La tradición y el talento individual», incluido en el conjunto crítico The Sacred Wood [El bosque sagrado], de 1920– hasta el punto de renovar la concepción hasta entonces existente sobre la «fuente» de cualquier obra, de forma que la «tradición» literaria se transformaría y se ampliaría mediante las sucesivas aportaciones que dicho talento, o nuevo precursor, introduce en el conjunto del sistema literario. «Todos podemos ser lectores, oyentes, espectadores, intérpretes, adaptadores, en función de nuestra subjetividad. Cada lectura es un ejercicio de interpretación y una recreación» (Goytisolo, 2007: 155). Según Jorge Luis Borges y T. S. Eliot, resulta imposible considerar a un autor de manera aislada; cabe tener en cuenta que los escritores forman parte siempre de un conjunto que ellos mismos van a modificar mediante su propia inserción dentro del sistema: «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro» (Borges, 1960: 148).
Abundando en estas consideraciones, ya se ha visto previamente cómo Marcel Schwob crea a sus precursores (Diógenes Laercio, John Aubrey, James Boswell o Thomas De Quincey), toda vez que actualiza sus obras e invita a leerlas en lo sucesivo dentro de un nuevo paradigma de posibilidades. Pues bien, al mismo tiempo, Borges lo es de todos ellos, ya que también obliga a leer la tradición de la «vida imaginaria» desde las claves que establece en su libro Historia universal de la infamia, es decir, desde la relativización del concepto de precursor, de la propia jerarquía cronológica y, asimismo, desde el ocultamiento y la mixtificación de las fuentes.
El argentino Jorge Luis Borges fue un lector decisivo para el ulterior realce de la obra de Marcel Schwob, en especial por lo que de innovador encontró en las Vies imaginaires: «Vio menos un libro que una idea, menos una prosa literaria que un concepto –el de las “vidas imaginarias”–: un concepto, le dirá a Suzanne Jill Levine, “que era superior al libro mismo”» (Pauls, 2004: 115). Precisamente, y poco más tarde, Borges trabaría amistad con el otro escritor al que alude Bolaño en «Números», Alfonso Reyes, el autor de los Retratos reales e imaginarios, con quien Borges coincidió en Buenos Aires durante la etapa de aquel como embajador mexicano, además de formar parte ambos del comité editorial de la revista Sur.
La trascendencia que Schwob tuvo en la narrativa de Borges la reconoció el argentino en las páginas de la Biblioteca personal Jorge Luis Borges, donde procedió a señalar entre las muchas fuentes de su libro Historia universal de la infamia (ya enumeradas al desgaire en el prólogo a la primera edición) las Vies imaginaires de Marcel Schwob. También aludirá a Marcel Schwob en el artículo que le consagra a La cruzada de los niños en su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos, de 1975, así como al recordar las traducciones francesas de Schwob en la recensión de Moll Flanders de Daniel Defoe –asimismo en la Biblioteca personal Jorge Luis Borges– y en unos apuntes sobre la vida literaria; en concreto, cuando da noticia de una nueva edición de las obras de Shakespeare y recuerda la traducción de Marcel Schwob de Hamlet, en este caso entre sus colaboraciones con El Hogar.
La contribución de Borges a las posteriores lecturas de Schwob consistirá en renovar el concepto de «vida imaginaria» para las nuevas generaciones de lectores, indisoluble ya para siempre de las biografías borgesianas. Entre otras innovaciones, Borges introduce en su libro de biografías el recurso de la falsificación de fuentes –que en sus continuadores, al igual que en la obra conjunta de Borges y Adolfo Bioy Casares, las Crónicas de Bustos Domecq, abundará en descripciones y ékfrasis de las mismas, y aun las multiplicará–. En su estudio El factor Borges, Alan Pauls ha llamado la atención sobre este rasgo, clave en la identificación de la «idea» de Marcel Schwob con el estilo y la fortuna del uso de la misma por parte de Jorge Luis Borges, que es sin duda lo que la ha hecho perdurar: «[…] la última que menciona, un libro llamado Die Vernichtung der Rose, de Alexander Schulz, publicado en Lepizig en 1927, es falsa. El «concepto» del libro empieza a ponerse verdaderamente borgeano» (Pauls, 2004: 115). Otro rasgo definitorio de las «vidas» tras la relectura borgesiana es la resuelta incorporación de la ironía y el sentido del humor, rescatando una veta que en las biografías de Vies imaginaires quedaba eclipasada por otros elementos más sobresalientes, como la profusión de pasajes visionarios, sórdidos y oníricos.
Con todo, la presencia de Marcel Schwob en escritores iberoamericanos del siglo xx es palpable desde bien temprano, e incluso anterior a la recuperación del autor por parte de Jorge Luis Borges, sobre todo en otros escritores de gran valor, los cuales constituyen una suerte de tradición de literatos consagrados a la erudición y la brevedad, la concisión y el fragmentarismo. Esta comunidad de escritores, estos «happy few» (Borges, 2011: 312), se inicia –como se verá– en México, entre los humanistas del Ateneo. Alfonso Reyes, al igual que Julio Torri o Rafael Cabrera, formó parte de esta institución, cuya existencia fue breve pero que guardará una profunda significación en la vida intelectual mexicana e hispanoamericana de principios del siglo xx, encabezada por el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Precisamente Rafael Cabrera, un hermano menor del Ateneo, fue el autor de la primera traducción al español de La cruzada de los niños, en 1917, que está dedicada a su camarada Julio Torri. En su ensayo «La literatura fantástica en México», incluido en el volumen Literatura y vida (2003), Augusto Monterroso, guatemalteco de nacimiento pero mexicano de adopción, se refirió a este curioso fenómeno aludiendo a que Torri y otros escritores coetáneos de principios de siglo «[…] habían recibido a su vez la benéfica y silenciosa herencia de Charles Lamb, Marcel Schwob y Aloysius Bertrand» (Monterroso, 2003: 92).
A pesar de la fecunda fortuna de Marcel Schwob en numerosos autores hispanoamericanos, se limitará el examen a los casos propuestos por Roberto Bolaño, lo cual no obstará para que se haga una enumeración de libros en los que puede rastrearse la huella literaria del autor de Vies imaginaires. Los libros que se analizarán con exhaustividad son, por ende, los siguientes, en congruencia con los apuntes de Bolaño: Retratos reales e imaginarios, de Alfonso Reyes, Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges, y La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño. A estos tres han decidido añadirse dos más. El primero de ellos es La sinagoga de los iconoclastas, de Juan Rodolfo Wilcock, ya que se trata, además de los «confesados» Reyes y Borges, de un precursor de la obra de Bolaño escamoteado y omitido en «Números», aunque no en otros textos críticos del chileno en los que queda probada su lectura desde 1982, fecha de la primera edición del libro en España: «Hace muchos años, cuando yo vivía en Gerona […], un amigo me prestó el libro La sinagoga de los iconoclastas, de J. Rodolfo Wilcock, editado por Anagrama, el número 7 de la colección Panorama de Narrativas, que recién empezaba. […] El libro de Wilcock me devolvió la alegría, como solo pueden hacerlo las obras maestras del humor negro, como los Aforismos de Lichtenberg o el Tristram Shandy de Sterne» (Bolaño, 2004: 150-151).
El otro libro que ha decidido adjuntarse es Crónicas de Bustos Domecq, ensalzado asimismo por Bolaño: «Borges y Bioy, sin ningún género de dudas, escriben los mejores libros humorísticos bajo el disfraz de H. Bustos Domecq […]» (Bolaño, 2004: 225). Crónicas de Bustos Domecq se compone de una serie de narraciones compuestas al alimón por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares cuyo interés reside, fundamentalmente, en comprobar las disimilitudes que la impronta borgesiana de las «vidas» –tan relevante– adquiere cuando se tiñe de un aroma declaradamente irónico y, además, aparece repleta de referencias constantes al vanguardismo artístico, veta que explotará Roberto Bolaño en La literatura nazi en América. Así pues, Crónicas de Bustos Domecq –además, por supuesto, de Historia universal de la infamia– constituirá el principal antecedente para los libros de Wilcock y Bolaño, cuyos compendios fundamentarán su corrosivo ataque a la razón tecnológica (La sinagoga de los iconoclastas) y a la institución literaria (La literatura nazi en América) en una radical y despiadada ironía que Jorge Luis Borges redescubre en Marcel Schwob, tanto para su obra como para la que escribe junto con Adolfo Bioy Casares.
En resumen, estas cinco obras responden a un doble criterio: haber sido sancionadas por Roberto Bolaño y conformar –en el seno de la literatura iberoamericana del siglo xx– un volumen consagrado en exclusividad a las biografías de distintos personajes. Estas «vidas», por lo demás, se adecuan en gran medida a los tres rasgos básicos determinados por García Jurado (2008) en su análisis de la «vida imaginaria» de Marcel Schwob.
Quedan excluidas, por lo tanto, aquellas piezas de atmósfera e inspiración reconocidamente schwobianas que, sin embargo, forman parte de un conjunto más amplio y no necesariamente de carácter biográfico. Es el caso de los cuentos «Epitafio» y «Sinesio de Rodas», del mexicano Juan José Arreola, incluidos en Confabulario (1952), o «Biografía secreta de Nerón», del argentino Marco Denevi, en el libro Falsificaciones (1966) o, incluso, «La muerte del estratega», de Álvaro Mutis, que forma parte del conjunto El último rostro (1990). Los dos primeros relatos de Arreola y Denevi –junto a «La bella dama Egeria», de Joan Perucho, perteneciente a Fabulaciones (1996)– han sido analizados por García Jurado (2008: 138-146). También quedan fuera propuestas narrativas de otra índole y algunos notables compendios biográficos aparecidos en España en los primeros años del siglo xxi, indisputablemente schwobianos y borgesianos, como La memoria de la especie, de Manuel Moyano (2006), o Cuentos rusos, de Francesc Serés (2011), sin olvidar el compendio Vidas escritas (1992), donde Javier Marías amalgama la cr...