Capítulo 1
La universidad que me abrió las puertas
Estas páginas podían parecer autobiográficas; algo tienen de recuerdo y de testimonios de lo vivido. Pero el sujeto principal de este relato no soy yo, sino esa institución, la Pontificia Universidad Católica del Perú, que me abrió sus puertas para darme identidad y enseñarme a vivir a través de una realización personal basada en valores humanistas que proporcionan una visión de las relaciones sociales y del mundo que nos rodea.
Habían transcurrido apenas tres meses de la finalización de mis estudios secundarios en el colegio La Salle de Lima, cuando, preparado bajo los atentos cuidados de mis padres y de mi hermano Jorge —que estudiaba Letras— ingresé a la Universidad Católica. Era el año 1957 y se trataba de la universidad en la que ya Jorge era alumno. Mis otros dos hermanos mayores, Luis Jesús y José Luis, eran sanmarquinos y estudiaban medicina en la Facultad de San Fernando, donde brillaba con luz propia mi tío Sergio, eminente médico clínico, cuyo prestigio profesional y académico, si bien le daba aura al apellido, significaba para mis hermanos mayores la exigencia de llegar a ser tan buenos médicos como él.
Mi padre, Luis Enrique, también era sanmarquino y había estudiado Letras en la especialidad de Geografía y, además, Derecho. Su dedicación preferente fue la geografía y la enseñanza de esta ciencia en el Colegio Mayor de Nuestra Señora de Guadalupe, donde luego de una reconocida labor docente fue designado su director entre 1940 y 1945. Para terminar con este breve retrato de familia diré que mi madre, a la usanza de aquellos tiempos, era una amorosa y diligente ama de casa. Mi padre, por su parte, combinaba sus actividades docentes con las que le generaban las constantes inestabilidades de la democracia en el país. No tenía militancia política partidaria, aunque según sus propios relatos estuvo vinculado en su juventud al Partido Civil, a comienzos del siglo XX, mientras mi tío Sergio, amigo de Víctor Raúl Haya de la Torre, simpatizaba con el aprismo desde los años aurorales de ese partido.
1. La opción: ¿a qué universidad presentarme?
En los años cincuenta todavía los padres ejercían una influencia determinante en la elección de la universidad donde debían estudiar los hijos. Inclusive me atrevería a decir que también influían en las carreras que debían seguir. Mi padre, que era muy intenso en su filiación sanmarquina, relataba con notable detalle el haber vivido como estudiante la apertura de San Marcos a las corrientes positivistas. Solía también describir que había sido testigo de las primeras presiones estudiantiles hacia 1910, para que San Marcos abriese sus puertas a una pequeña pero pujante clase media que exigía un lugar propio en la sociedad peruana, y poco más tarde, del proceso de la primera reforma universitaria, que se inició en 1916 con los preparativos para la fundación de la Federación de Estudiantes del Perú. ¿Por qué aceptó que mi hermano Jorge y yo ingresáramos a la Católica y no a San Marcos, donde él había realizado estudios afines a las opciones humanistas de mi hermano Jorge y las mías? ¿Qué era a mi vez lo que más me atraía en la Universidad Católica en los años cincuenta? ¿Por qué mi decisión fue ingresar a esta universidad privada y no a una nacional de gran prestigio, como San Marcos?
2. La iniciativa del padre Dintilhac
La Universidad Católica de aquellos años era aún una institución pequeña, respetuosa de sus orígenes, celosa de su identidad confesional, lo que al decir de algunas voces librepensantes la convertía en tradicional y conservadora, por oposición a las universidades públicas, que eran percibidas como más diversas en su composición social y económica. Esta universidad fue fundada en 1917 por iniciativa del padre Jorge Dintilhac, Sagrados Corazones, e inició sus actividades el 15 de abril de ese mismo año. Con esta iniciativa el padre Dintilhac y el grupo de personalidades católicas que le acompañaban —Raimundo Morales de la Torre, Carlos Arenas Loayza, Guillermo Basombrío, Víctor Gonzales Olaechea y Jorge Velaochaga— acogían de buen grado la preocupación de las familias católicas que le manifestaban sus temores por las tendencias laicas que veían predominantes en San Marcos y en la educación pública en general.
En su discurso inaugural decía el padre Dintilhac: «Abrimos hoy día la tan deseada Universidad Católica, convencidos como estamos de los innumerables bienes que está llamada a producir y con ella llenamos el más vivo anhelo del Perú Católico…». En referencia al apoyo recibido de la Unión Católica, señalaba que ese apoyo hecho público en la prensa de la capital «debe citarse en este acto de inauguración, porque constituye una delicada y muy halagüeña manifestación de simpatía, una prueba razonada de la necesidad de nuestra obra y una garantía de su estabilidad y progreso».
Más adelante, en la parte conceptual de su discurso, el padre Dintilhac salió al encuentro de quienes expresaban opiniones contrarias a la creación de una universidad privada y confesional, por considerar que ambos sesgos le impedirían tener un acercamiento objetivo al conocimiento científico en general. Luego de una refutación histórica en la que rescataba las relaciones de comprensión y respeto entre fe y ciencia, decía el padre Dintilhac: «La verdadera ciencia ha vivido siempre en perfecta armonía con la religión; las universidades católicas en todos los tiempos y en todos los países han tenido a honra el fomentarla y la nueva universidad que hoy inauguramos trabajará por su extensión en la medida de sus alcances. Y como fehaciente de que no le arredra la luz, hace obligatorios desde el primer año de la facultad de letras, cursos nuevos en la enseñanza universitaria del país y que suministrarán medios indispensables de investigación al joven que alimente la noble aspiración de nutrir su espíritu con el meollo de la ciencia. En los claustros de la nueva universidad crecerán a la par la ciencia y la religión sin estorbo ni conflicto, pues son ellas hijas de un mismo padre y destellos de una misma luz, que al juntar sus rayos en el espíritu del joven disiparán incertidumbres y dudas, y lo introducirán en la región de la luz, de la verdad y de la vida» (Cuadernos del Archivo de la PUCP, 4). No debe extrañar luego del texto trascrito que el padre Dintilhac recomendara que en el escudo de la universidad se inscribiera el texto que aparece en los evangelios del apóstol San Juan: Et lux in tenebris lucet («Y la luz brilló en las tinieblas»).
El padre Dintilhac concibió, en primer lugar, unos estudios generales que debían convertirse rápidamente en una institución de educación superior de derecho privado, asociada por voluntad de sus fundadores a la Iglesia Católica, razón por la cual el Arzobispo de Lima había autorizado su funcionamiento como entidad católica, sin que ello afectase su condición jurídica de asociación civil de derecho privado. En efecto, acompañaban al padre Dintilhac como fundadores un grupo de destacados profesionales católicos que, constituidos como consejo superior de la naciente Universidad Católica, nombraron al padre Jorge Dintilhac como rector.
En 1942, al cumplir la universidad veinticinco años de existencia, la Santa Sede le otorgó el rango de Pontificia y vinculó su funcionamiento a la Sagrada Congregación de Colegios y Universidades del Vaticano. Durante las primeras décadas desde su fundación, la universidad se mantenía pequeña y con un ambiente de trabajo muy recogido, distinto a la agitación estudiantil que caracterizaba a las universidades nacionales. Estas últimas se enfrentaban a exigencias para que —a la luz de la filosofía de la reforma universitaria— se convirtiesen en lo que todavía no eran, según los estudiantes: universidades realmente nacionales, identificadas con el conocimiento de la realidad social del país, abiertas al conocimiento científico y con capacidad para ejercer una influencia política que contribuyese a acabar con la dominación oligárquica que seguía controlando la política, la economía y hasta la propia universidad.
Este convulsionado ambiente de las universidades nacionales no repercutía en la Católica, pero esto no debe interpretarse como que ella fuese una institución hermética, ajena e insensible a los problemas nacionales. Desde el punto de vista académico, había logrado un sólido nivel de prestigio y tenía fama de ser muy seria en la formación moral y profesional de sus estudiantes; atenta a los problemas que periódicamente interferían en el normal funcionamiento de San Marcos y que en más de una ocasión generaban intolerantes posiciones de confrontación de los estudiantes con brillantes intelectuales miembros de la generación del novecientos, como José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaunde.
Ambos académicos habían tenido en su juventud posiciones de incredulidad respecto de la fe católica y se habían alejado del país por la visible hostilidad hacia ellos. No obstante, a su regreso tras la caída de Leguía, habían abandonado esas posiciones. Víctor Andrés Belaunde, por ejemplo, en La realidad nacional, reconoce la importancia de la religión católica en el proceso histórico de construcción de la nación peruana. En 1931 era rector de San Marcos José Antonio Encinas, y se había aprobado un nuevo estatuto universitario, mucho más avanzado en su perspe...