Capítulo 1
Las islas de la creación
La mirada
Crear es una bella palabra. Es hacer que algo valioso que no existía exista. Cuando los humanos aparecieron en el universo lo que apareció es una especie inquieta, empeñada en inventar cosas y en descubrir lo que había más allá de todos los horizontes. Andamos, corremos, volamos, buceamos, nos deslizamos en el escarolado cuenco de la ola. Agrandamos el espacio que por naturaleza nos correspondía, atravesándolo con ayuda de ruedas, zancos, esquís, globos, tablas de surf. No es que el hombre sea anfibio, es multibio. Ha dejado atrás los aburridos cacareos, zureos, berridos, ronquidos y demás estridencias y cadencias animales, del ronquido al gorgorito, y ha inventado diecinueve mil lenguas y la ópera. Por naturaleza, somos miopes, en comparación con el águila. Por inteligencia hemos llegado a ver lo invisible. No podemos parar.
Esta necesidad de inventar cosas valiosas se da a nivel individual y a nivel colectivo. Para ser felices, tanto las personas como las sociedades necesitan coordinar dos grandes necesidades: el bienestar y la creación. Por haberlo olvidado, con frecuencia nos intoxicamos de comodidad, pensando que es nuestra máxima aspiración, y acaba consumiéndonos el aburrimiento y la rutina. Por ello, durante años he intentado inculcar a mis alumnos una “poética de la vida cotidiana”. Si les recomendaba leer poesía no era para que experimentaran un placer literario, sino para que aprendieran a ver las cosas de siempre de otra manera. En eso consiste la gran magia poética. Siempre les leía un texto de Neruda, Oda a la alcachofa, un bello poema que comienza: “La alcachofa / ese tierno vegetal de dulce corazón / se vistió de guerrero”.
Quería mostrarles que para sentir la emoción poética no hay que estar frente al mar, a la luz de la luna y enamorado, sino saber mirar lo que se tiene alrededor, por ejemplo, al entrar en la cocina y ver la alcachofa, con su cota de malla, el tomate –sol del verano–, o una cebolla –sorprendente redoma de cristal cubierta de rocío–. Los países también necesitan inventar, innovar, poetizar sus formas de vida, escapar de la mediocridad y la rutina. La sociedad española siempre ha temido la novedad. En el primer diccionario castellano, el de Sebastián de Covarrubias, del siglo XVII, se dice de la novedad: “Suele ser, peligrosa por traer mudanza de uso antiguo”. La tradición nos mata porque se convierte en ancla que nos amarra al pasado, en vez de ser trampolín que nos proyecta al futuro. Una sociedad moderna, para sobrevivir en un mundo globalizado, competitivo y veloz, tiene que fomentar la innovación y perder el recelo ante lo nuevo. Necesitamos un ambiente propicio.
Con la ayuda de los lectores, me gustaría que esta sección fuera lugar de encuentro de aquellos que desean tomar la iniciativa, emprender cosas, aplaudir lo brillante, abandonar la rutina, y estén dispuestos a seguir el consejo de Goethe: “Desacostumbrarse de lo vulgar, y en lo noble, bello y bueno, vivir resueltamente”. Les espero.
6 de octubre de 2007
Iniciativas
Siempre que voy a París visito un museo casi desconocido, el Marmottan, para ver su espléndida colección de cuadros de Monet, un pintor que me emociona no sólo por su pintura, sino por su insistencia. Compró una casa en Giverny, construyó un estanque con nenúfares y se pasó el resto de su vida pintándolos. Cuando le preguntaban si no se cansaba de pintar siempre lo mismo, contestaba que su problema era precisamente el contrario. Su estanque cambiaba demasiado deprisa, porque él no pretendía representar el agua, sino el modo como la luz la transfiguraba. Cuando caemos víctimas de la rutina, conviene recordar el ejemplo de Monet. Lo mismo puede ser diferente si sabemos mirarlo de otra manera. Cerca del museo hay un jardín con unos caballitos del tiovivo muy antiguos, sin motor, que el encargado mueve accionando una manivela. El otro día, me detuve un momento para ver disfrutar a los niños. Me fijé en un pequeño invento sorprendente por su simplicidad: un triciclo para niños que tenía acoplado un largo mango para que los padres pudieran empujarlo sin necesidad de inclinarse. Era un invento perfecto por su utilidad y sencillez. Algo parecido a la inigualable fregona, que tantos lumbagos ha evitado.
Estas pequeñas innovaciones me admiran. La semana pasada di una conferencia en Girona sobre innovación empresarial y hablé de ello. En un mundo globalizado las cosas van muy deprisa, y nuestras empresas necesitan innovar si quieren sobrevivir. A veces pensamos que innovar es inventar cosas gigantescas –el motor de explosión, la energía nuclear, un medicamento contra el cáncer, el ordenador– cuando casi siempre se trata de conseguir pequeñas novedades, que pueden producir grandes ventajas. Hace años, los investigadores de 3M buscaban un pegamento resistente. Fracasaron porque produjeron un pegamento debilucho, que se despegaba con facilidad. Fue una gran desilusión. Tiempo después, pensaron que aquel producto descartado podría ser muy útil. Aparecieron los post-it, cuya esencial cualidad es que se despegan sin problemas. Hasta los fracasos pueden ser creadores. Cuando una idea simple triunfa, siento euforia. Me sucedió cuando conocí a Muhammad Yunus, un joven profesor de Bangladesh que inventó un plan contra la pobreza. Se dio cuenta de que una pequeña cantidad de dinero podía resolver la vida de una familia emprendedora, y organizó el sistema de microcréditos. En 1976 fundó un banco –el Grameen Bank (banco de la aldea)– que hasta la fecha ha prestado 4.500 millones de euros a doce millones de clientes, el 96% mujeres. Todos ellos personas sin recursos que con el dinero prestado comienzan pequeños negocios. Hoy día, tres de cada cuatro personas que consiguen salir de la pobreza extrema lo hacen gracias a un microcrédito.
En el Sahel, el desierto está retrocediendo. Donde fracasaron los grandes planes de la “revolución verde” está triunfando el esfuerzo de miles de campesinos que cuidan sus minúsculos huertos. También esta noticia me conmueve. Y a usted, ¿se le ocurre alguna mejora? Dígamelo.
13 de octubre del 2007
El estilo
Voy a convertir este artículo en una fiesta lingüística. La historia de las palabras es fascinante. Estilo, vocablo que aparece en la mancheta de esta revista, procede del latín stilus, que designaba el punzón para escribir sobre tablillas de cera. De allí pasó a significar el modo de escribir de una persona o de un grupo, más tarde se refirió a cualquier actividad artística y, por último, al modo personal de vestirse, o de actuar, casi siempre con un carácter positivo. Si decimos “es una mujer con mucho estilo”, todo el mundo entiende que estamos haciendo un elogio.
Esto es un error, porque hay buenos y malos estilos, es decir, modos brillantes o torpes de escribir o de hacer las cosas. El buen estilo es una categoría a medio camino entre la estética y la ética. Se ha implantado un mal estilo en política. También en nuestras aulas se ha instalado un mal estilo, que oscila entre lo cutre y lo zafio. Según las encuestas, el 80% de los franceses aprueba la medida de Sarkozy de que los alumnos se pongan de pie cuando el profesor entra en el aula. Tal vez estemos todos deseando que se implante un buen estilo, unos buenos modales. Continuaré con la fiesta de las palabras. Modales y modelos tienen la misma raíz. Incluyen el significado de distinción. Pero hay dos clases de distinción. La del que quiere diferenciarse de los demás como sea. Y la del que sabe distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, lo refinado de lo vulgar, lo noble de lo innoble. Es sinónimo de elegante, que es el que sabe elegir. Nada tiene que ver con la educación de relumbrón, sino con la verdadera sensibilidad. He presenciado actos de suprema distinción y elegancia en viejos campesinos.
Me parece triste que estemos acostumbrándonos a los malos modos. Por eso quiero hacer un elogio del buen estilo, de la distinción, de la cortesía, de la urbanidad. Esta palabra, que se acursiló durante el siglo XIX, tiene una etimología imponente. Procede de urbs, ciudad, y es el conjunto de modales que hay que tener para convivir en la ciudad. El deterioro de las palabras también ha afectado a democracia e igualdad. La democracia tiene dos tradiciones. La francesa era igualitaria por abajo, porque nació del enfrentamiento con la nobleza. La inglesa era igualitaria por arriba, porque brotó de la nobleza que se enfrentaba al rey. La primera defiende que no hay aristócratas. La segunda, que todos los ciudadanos lo son. También convendría recuperar el buen sentido de la palabra aristocracia, que procede de aristós, el mejor, el que se distingue por su valor y talento. El título se degradó cuando se hizo hereditario, porque no se hereda ninguna de esas virtudes. Los chinos eran más sabios. La aristocracia no se heredaba, sino que se transfería hacia los antepasados, como un reflujo ennoblecedor. Se homenajeaba a las generaciones que habían dado vástago tan noble.
¿Conseguiremos recuperar el buen estilo? Tal vez, si sabemos usar adecuadamente del aplauso, dejamos de colaborar con la zafiedad y no concedemos prestigios a personas indecentes.
27 de octubre del 2007
Leer poesía
Pablo Neruda introdujo la poesía en el periódico. Publicó en El Nacional de Caracas un poema semanal, que después recopiló en Odas elementales, uno de sus más bellos y alegres libros. Son poemas sobre objetos cotidianos: la alcachofa, el hilo, la sal, el serrucho. Más tarde explicó su proyecto: “Quise redescribir muchas cosas ya cantadas, dichas y redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el niño que emprende, chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana. Ningún tema podía quedar fuera de mi órbita. Todo debía tocarlo yo andando o volando, sometiendo mi expresión a la máxima transparencia y virginidad”. Suelo recomendar a mis alumnos –niños, jóvenes y ancianos, pues de todo tengo– que lean poesía, pero no con un mero afán receptivo, sino con una pretensión expresiva. Hemos insistido demasiado en el momento asimilador de la lectura. Hay que leer, sin duda, pero ¿por qué y para qué? Porque mediante la lectura aprovechamos la experiencia de la humanidad, contenida en los libros, y nos libramos de un adanismo bobo. Además, aumentamos nuestros recursos lingüísticos, lo que resulta imprescindible para la vida. Nuestra inteligencia es lingüística, y la convivencia, íntima y política, es lingüística. Recuerdo un bello cartel de la República: “La lectura es la mejor arma contra el fascismo”.
Pero hay que contestar también a la pregunta por la finalidad. ¿Para qué leer? Para expresar. Expresar es exprimir nuestra inteligencia: pensar, hablar, conversar, actuar. Se expresa con la palabra, con el sentimiento, con la acción. La pasividad nos mata, porque nos hace sumisos, y limita nuestras posibilidades. Con frecuencia está fomentada por la educación, que enfatiza el momento del aprendizaje, en vez de insistir en la utilización de ese aprendizaje. Lo que me interesa de la poesía, además del placer que me produce leerla, es que me enseña a mirar las cosas de otra manera. “La rutina es la carcoma que destruye todas las cosas”, escribió Gracián. La poesía recupera el brillo perdido de la realidad. “Epifanías cotidianas”, eso quería encontrar Joyce.
Nada está acabado. La realidad entera está ahí esperando a ver lo que hacemos los humanos co...