Catalunya, España
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El futuro se diseña después de ser legitimado en el pasado. La historia es un laboratorio donde políticos e intelectuales acuden para proyectar las nuevas fórmulas del mañana. El nacionalismo español y el catalán la han utilizado desde el siglo XIX para construir relatos divergentes cuya colisión llega hasta nuestros días. A la sombra quedan los hechos reales, las figuras que creyeron en el entendimiento, el catalanismo prudente y motor de la regeneración española...José Enrique Ruiz-Domènec analiza en este libro cómo sentimientos, política e historia se entrelazan, desde 1833, para desembocar en la situación actual, con el desencuentro de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Muchos de los pasos dados, con consecuencias nefastas en la reciente historia, mostraron tanta rigidez como bienintencionados y poco fiables análisis históricos. Por eso los idearios políticos, asegura el autor, "no pueden nutrirse sólo de buenas intenciones; necesitan enriquecerse con conocimientos depurados y verdaderos del pasado, dejando a un lado las fantasías solipsistas del bando propio". Un libro, en definitiva, que constituye una lección de historia y de ponderación, con una síntesis de nuestro pasado que sólo un intelectual de su talla podía ofrecer, y que se atreve a apuntar las formas de organización de Estado más plausibles para una mejor relación entre España y Catalunya.

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Información

Año
2015
ISBN
9788496642935
Categoría
History
Categoría
Social History

Capítulo 1

Sentimientos
“El lector ja veurà que, sempre que a Catalunya hi ha hagut oposició i lluita entre dues tendències, els individus que integren les famílies ací estudiades han abraçat i defensat la tendència contrària a aquella que és vista amb més simpatia a la Història de Catalunya de Ferran Soldevila”
Martí de Riquer, Quinze generacions d’una família catalana
En Cartas a su hijo, Lord Chesterfield, un refinado aristócrata inglés del siglo XVIII, aconsejaba comprender el papel desempeñado por los sentimientos en la sociedad. En este apartado me dedicaré a profundizar sobre el pasado que vive en la mente de las personas, sobre los sentimientos que forjan la memoria y el olvido; y los analizaré dentro de los procesos educativos que los han transmitido de generación en generación, en las conductas que pretenden justificar y en los temores que ayudan a liberar, es decir, como un producto de la sociedad y de la cultura, distanciándome así del concepto de inconsciente colectivo, que considero inapropiado para este tipo de análisis.
La misteriosa fuerza del romanticismo
En el año 1833, dos sentimientos marcaron el inicio de una nueva etapa en la historia: primero, el sentimiento de pertenencia que sostiene la lengua como vínculo, y la tierra como matriz social; segundo, el sentimiento de nostalgia que forja el interés por el paisaje y la memoria. La arena de ese encuentro es la nación: una nación indomable en el caso de España, dañada en el caso de Catalunya. Por una vez, los deseos de la gente se adelantaban treinta años a su época, toda una generación.
La educación sentimental romántica comenzó por la reconstrucción de los valores nacionales: argumento místico de quienes no pueden vivir lejos del hogar paterno, pero también argumento físico de quienes buscan ser idénticos a los suyos y distintos a los demás; y, cómo no, argumento poético, expresión de un deseo por valorar, recuperar y evocar lo propio frente a lo ajeno.
‘Oda a la pàtria’
En agosto de 1833, Buenaventura Carles Aribau publicó en el periódico El Vapor una felicitación al banquero Gaspar de Remisa, donde le expresaba sus sentimientos más íntimos sobre Catalunya. Inauguró así la literatura de evocación de la tierra natal para el siglo y medio que siguió. La resonancia obtenida por la Oda a la pàtria se debe a la amplitud de la tradición que abarca, pero también por el efecto Walter Scott, uno de los grandes referentes del romanticismo. La novela Ivanhoe es la expresión más brillante de que hubo en el pasado valores más valiosos que los del presente, o al menos que compitiesen con ellos. Aribau aplica el modelo con todas sus consecuencias, incluido el tono conservador, tory, de su política.
Oda a la pàtria describe una magnífica civilización catalana en la época medieval. La evocación brota de la nostalgia de la tierra paterna, que le permite descubrir la belleza de un tiempo y la grandeza de la lengua de los sabios del pasado “que ompliren l’univers de llurs costums é lleys”. Es el comentario de un hombre que cree en la realidad espiritual por encima de cualquier otra.
Los catalanes deben defender llurs drets y vengar llurs agravis. Expresión de una herida que alimentó el movimiento romántico, en tanto que éste era la afirmación de un relato imaginativo de la nacionalidad, el cual diese cabida a lo que el discurso oficial olvidaba: la cultura inmensamente pluralista de un país donde coexistían tiempos históricos diversos, memorias y quehaceres de variado espíritu, junto a un proyecto verdaderamente profético de recuperación nacional, antes de la letra, que conduce a reclamar lo que le ha sido arrebatado para satisfacer a unos pocos y mantener callados a casi todos.
Acompañado de ese impulso poético, Aribau puede salir al encuentro de Catalunya sin dejar de pensar en España. La patria es más grande que todos los poderes que puedan llegar a regentarla. Es en la cultura donde la verdadera nacionalidad se hace y se mantiene. Si no hay un ápice de separatismo en su planteamiento es porque la diferencia está en la cultura, como un proyecto colectivo ininterrumpido. Por lo demás, la patria que él lleva dentro, la descubre en su intimidad más entrañable:
Si quant me trobo sol, parl ab mon esperit
En llemosi li parl, que llengua altra no sent,
E ma boca llavors no sap mentir, ni ment,
Puix surten mas rahons del centre de mon pit.
Sobre esta nostalgia por no tener el paisaje que forja la memoria se extiende la pasión excursionista, arrebato sentimental para ir allí donde el alma encuentra las razones que la razón le oculta.
La renaixença catalana había comenzando.
Entre raíles
Durante los quince años que siguieron a la promulgación de la ley de Sucesión por Fernando VII, catalanes y españoles compartieron el sentimiento de vergüenza por los regentes, la reina María Cristina y el general Espartero. Según Théophile Gautier, viajero por el país, “ir por España sigue siendo una empresa peligrosa”. Ese era el primer aspecto comentado tras visitar Barcelona y Madrid; el segundo, su impresión de la manera de insertarse el capitalismo en la vida social: en ambas ciudades era visible la presencia de los líderes de la industria y el comercio, convencidos del despegue de la economía.
La industrialización está ligada al ferrocarril; el sentimiento hacia él forma parte del imaginario popular y de las películas sobre el siglo XIX, donde una máquina de tren echando humo avanza por un agreste paisaje. Vemos así la asociación de la industria y la vertebración del país; algo que no se volvió a ver hasta el proyecto del AVE. En 1848, la línea ferroviaria Barcelona-Mataró marcó la pauta, inclusive en el ancho de vía, diferente al europeo, veinte centímetros más. Hoy, nos preguntamos por los motivos de esa decisión. De hecho, ¿por qué hicieron las vías con ese ancho? La respuesta clásica: para evitar una nueva invasión procedente de Francia, como cuando llegaron los “cien mil hijos de san Luis” al mando del duque de Angulema. Esa interpretación parece bastante banal.
España quería moverse hacia el futuro antes de que la atrapara el pasado. A cada paso de la industrialización, dramatizado en la literatura costumbrista, se iban perdiendo los vínculos con la tierra. De esa forma, las aldeas aisladas o los valles de las montañas, en lugar de evocar una arcadia feliz, aparecían como lugares atrasados, indiferentes al progreso, convertidos en material para los acomodados folcloristas de las ciudades. Un rasgo característico de la vivencia de la industrialización en España es la búsqueda de motivos para un desencuentro con Catalunya.
El motivo más clásico se relaciona con la presencia de los viajantes de comercio de las industrias catalanas por tierras españolas con su peculiar forma de entender el negocio y su austeridad en los hábitos cotidianos; origen de su fama de agarrados. En realidad, sin embargo, tuvo que ver más con el despertar de la conciencia patriótica, cuyo referente era la Edad Media: burguesa y urbana en el caso catalán, campesina y guerrera en el caso español.
Esa idea se instaló fuertemente en la sociedad: es el etnocentrismo y su corolario, la envidia nacional, en lo que coincide Catalunya con España. Ello no significa, por supuesto, que se viviese de la misma manera, es decir, que se valorase con la misma jactancia. La industrialización fracasó ante el deseo de unificar el país, ya que nunca logró superar los recelos hacia ese mundo propio que se adivinaba tras los comportamientos. A ese fracaso deseo añadir una cuestión planteada por los especialistas: ¿Lideró la burguesía catalana el desarrollo industrial o por el contrario buscó el proteccionismo del Estado como sostén de unas empresas familiares poco competitivas? El debate está abierto; hay opiniones para todos los gustos. Faltan aún muchos elementos que aquilatar y muchos mitos que cuestionar. En todo caso, parece probado que la industria catalana exigió al gobierno de Madrid la creación de aranceles a las importaciones extranjeras y una actuación en término de monopolio. Eso hizo que un sector tras otro de la industria textil se viera favorecido por medidas contrarias al libre comercio. La lógica social era de tipo económico, el sentimiento, de orden moral.
Neogótico
Los impulsores del desarrollo industrial fomentaron la recuperación de la época del gótico, identificada con la época dorada del estilo de vida burgués. El nuevo gótico, el neogótico, además de convertirse en el vínculo entre el futuro y el pasado, alimentó el sentimiento patriótico. La retórica empleada fue diversa: en unos casos se subrayó la importancia de la arquitectura, en otros el aspecto estético de la vida, desde el mobiliario a los usos sociales, la moral victoriana por ejemplo.
El neogótico no es monárquico, ni cristiano, ni republicano, ni laico, sino todo eso simultánea y sucesivamente, según las imágenes empleadas: sostiene la autenticidad y honradez del espíritu burgués medieval, es decir, el sentido de la libertad y de la democracia; y elige para hacerlo el ornamento. Una decisión que necesita todo el equilibrio que la moral burguesa es capaz de desplegar, aunque sólo sea porque su ausencia provoca angustia, y su exageración, el kitsch.
Elies Rogent cae sobre el neogótico con la mirada puesta en la obra de E. E. Viollet-le-Duc, el arquitecto que restauró la ciudad medieval de Carcasona y realizó una obra admirable de la fantasía al gusto de los industriales catalanes. El edificio de la Universidad de Barcelona era el nexo de continuidad entre un glorioso pasado y un prometedor futuro. Luego fue a más; restauró importantes monumentos de la Edad Media catalana, con desigual fortuna. Comenzó por el claustro de San Cugat, y siguió por la iglesia y el monasterio de Ripoll.
Ripoll había sido una de las principales iglesias de la arquitectura del primer tercio del siglo XI; en 1863, cuando Rogent intervino en ella, era un edificio en ruinas. Se dispuso a reconstruirla publicando las fuentes sobre las que basaría la restauración. El resultado fue una obra magnífica, no cabe duda, ¡pero de la arquitectura del siglo XIX! Aunque, cuando la gente la visita, cree estar en un edificio de la Edad Media, incluso siente el aura de aquel remoto pasado.
La restauración de edificios antiguos es una idea iniciática; sólo a través de un proceso altamente artificioso, como ella, se consigue evocar una sabiduría inagotable y secreta cuyo hálito se percibe detrás de las ruinas que nos han legado las culturas del pasado y por el que se consigue obtener la eternidad de lo bello, una cualidad inexistente en la naturaleza.
Desde el momento que, en la década de 1860, el mundo de los negocios fija su campo de actividad sobre el pasado, la restauración de los grandes monumentos se convierte en base y sobreentendido de la vida civil, sin que por ello sea más perceptible su carácter de emblemas de un sentimiento patriótico.
Recordemos: Ripoll es el bressol, la cuna, de Catalunya.
Un estilo de vida urbano
En el año 1860, la ciudad es el espacio por excelencia del sentimiento moderno; su expresión social, el estilo de vida urbano. Se trataba de contraponer lo fino frente a lo rústico, lo civilizado a lo atrasado. En esas circunstancias Catalunya se miró en el espejo de Barcelona, España en Madrid. En principio, eso no debía ser motivo de desencuentros, pero lo fue.
Gran ciudad, la expresión lo dice todo. Calles repletas de vehículos y personas que van de un lado para otro, empleados o trabajadores manuales, a la oficina o al taller, y lo hacen a pie mientras son observados por las clases acomodadas desde unos carruajes tirados por caballos que avanzan en staccato, según las directrices de los agentes de circulación que cambian de postura a intervalos regulares.
El barrio de Salamanca de Madrid y su respuesta, el ensanche de Barcelona, son los referentes de la España surgida de la industrialización. Madrid era hasta entonces una ciudad vieja, cansada, cuyo sentimiento quedaba reflejado en las formas de expresión populares en las verbenas. El costumbrismo llegó a los teatros de comedias de la mano de Bretón de los Herreros como la evasión en una r...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Cita
  4. Introducción. La medida de las cosas
  5. Capítulo 1. Sentimientos
  6. Capítulo 2. Política
  7. Capítulo 3. Historia
  8. Coda. Cuestiones pendientes
  9. Sobre el libro
  10. Sobre el autor
  11. Créditos