Canta lo sentimental
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Canta lo sentimental

  1. 137 páginas
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Canta lo sentimental

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'Canta lo sentimental' es el trazo visible de la andadura, por diez años, de un poeta de larga y reconocida obra que un buen día se sintió impelido por los deseos de narrar.Alex Fleites (habanero en todo, menos en su nacimiento –Caracas, 1954), sin abandonar la tierra conocida y bien cultivada por él de la poesía, trata de hurgar con su narrativa en rincones a los que no llegaban sus versos, o no llegaban del modo en que él sentía que lo necesitaba. Su mudanza de armas se produce en un momento complejo de la historia de Cuba, a la cual trata de acercarse y entender a través de las peripecias y personajes (singulares pero comunes) de esta decena de relatos. Si hubiera que destacar alguna peculiaridad en el debut narrativo del poeta, esta sería su capacidad para asumir el reto del cambio de lenguaje: porque, a diferencia de lo que resulta más usual, Alex Fleites no concibe narraciones "poéticas", sino verdaderos cuentos, esencialmente narrativos, a través de los cuales siempre nos entrega la certeza de una trama.

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Información

Año
2017
ISBN
9786075020716
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Poesía
Canta lo sentimental
Para Amanda
La gente comió hasta hartarse. También bebió generosamente. Pero aun así sobró de todo. Incluso quedaron algunos platos intactos, aquellos que más trabajo le habían dado a Yves elaborar: soufflé au fromage y la terrine de saumon aux epinards, algunos de cuyos ingredientes, como el salmón y el queso gruyère, había tenido que pasar escondidos entre la ropa en el último viaje a Cuba.
—Eso es jama de yuma –le dijo Pelencho en medio de la burla general–; lo de nosotros es la fibra roja. Usted eche carne y deje la pajarería.
La que no tocó nada fue Petrona. Había pedido encargarse de la música, y en eso estuvo toda la noche, desempolvando vinilos y cintas de Arsenio Rodríguez, Barbarito, el Benny, Tito Gómez, el Conjunto Casino, Chapotín y Olga Guillot, entre otras reliquias. Al principio su selección fue recibida con unánime protesta, pero luego la gente se fue abandonando y hasta hubo quien aprovechó aquello de “los aretes que le faltan a la luna” para descargarle a la vecina, mientras se la recostaba contra el cuerpo.
—¿Qué le sirvo? –preguntó Yves a Petrona.
—Nada. Estoy bien así. Después de las siete la comida me cae de bala –respondió ella, mientras le pasaba un paño a un lp de Meme Solís con su cuarteto–. A mi edad una se alimenta mayormente de otras cosas.
—¿Esa música la pone triste?
—Un poco. Pero no te preocupes. Es una tristeza que me gusta.
—¿No aprueba el viaje?
—Si esa es su decisión.
—Se la voy a cuidar.
Pelencho logró centrar la atención a puros gritos, y propuso un brindis. Dijo que tenían muchos motivos para celebrar, principalmente que había de comer y de beber, bromeó, y que su hermana partía esa noche rumbo al hielo, pero que donde quiera que hiciera el nido debía saber que se llevaba con ella lo más sagrado que puede tener un hombre y también, ¿por qué no?, una mujer: la familia.
—¿Qué dices, Pelen? ¿Nos vamos todos? –preguntó, en medio de su sopor, el tío Paco; pero nadie le hizo caso.
La gente levantó su copa y bebió. Yves pidió que hablara Carmelita, pero ésta, muy emocionada, dijo que no con la mano, y se retiró a la cocina con el pretexto de llevar unos platos usados. En medio de la efusión de los brindis, Nelson, el mayor de los primos invitados a la fiesta, escondió una botella de Chivas debajo de la camisa y salió para la calle sin mirar a los lados ni despedirse de nadie.
Cuando el taxi llegó llovía a cántaros. Por eso se despidieron en la sala. Fue una ceremonia breve, con poco dramatismo, algunos chistes gruesos y muchos deseos de que a la niña le fuera bien en “la patria de Alain Delon”. Petrona se acercó la última a abrazar a Carmelita. Le dio la bendición a la nieta, después de pedirle que se mantuviera honrada y limpia, como ella le había enseñado. Le recordó, además, que Yves era hombre fino, de muy buenas costumbres, y le sugirió que aprendiera rápido el idioma, para que entendiera y se hiciera entender sin intermediarios con su nueva familia.
Carmelita dijo a todo que sí, y estrechó largamente a la vieja.
—Usted no se preocupe por nada –le susurró–. Yo la voy a ayudar desde allá con algún dinerito, y también le voy a mandar sus medicinas… Un año pasa volando.
De Cruces a La Habana había unos cientos de kilómetros, y debían estar en el aeropuerto a las seis de la mañana. El auto avanzaba con dificultad, batido por ráfagas intensas de lluvia y viento, que limitaban mucho la visibilidad. El chofer buscó música en la radio, pero no llegó a pasar de la estática. Yves le dijo que preferían continuar en silencio; tal vez pudieran dormir un poco antes del vuelo. La muchacha no pegó un ojo en todo el trayecto.
Fue una tarde de noviembre en Cabaiguán. La temible roya del tabaco devastaba las plantaciones, y hasta allí movilizaron a un contingente de estudiantes de Agronomía de la Universidad Central. Carmela y Gysela, la compañera de cuarto, se habían retrasado en el cumplimiento de la norma, y todavía les faltaba revisar nueve surcos completos cuando comenzó a llover. Las gotas parecían piedras lanzadas desde el cielo, que rápidamente se tornó sombrío. Las muchachas salieron a la carretera. Ya no quedaba ni un solo camión. Intentaron guarecerse debajo de un ácana, pero el árbol no les brindaba cobijo suficiente. Ateridas, sin poder oírse bajo el fragor de la tormenta, decidieron emprender la marcha: una legua bien medida hasta el campamento, y para colmo con el aire en contra. Y así anduvieron por espacio de tres kilómetros hasta que unos faros, tras de ellas, las iluminaron, recortando sus siluetas contra la noche que el aguacero había adelantado.
Era un Land Rover azul, recién sacado de la agencia. El auto detuvo la marcha junto a las jóvenes. En fluido español aunque con acento galo, el conductor, un hombre de mediana edad, las invitaba a subir. Dudaron un momento. Gysela tomó la iniciativa y abrió la portezuela. Carmelita fue literalmente arrastrada por su compañera hacia el interior del carro, que continuó la marcha.
El chofer, solo en el asiento delantero, conducía y las miraba por el espejo retrovisor. Intentó un chiste.
—Parece que va a llover.
Ellas pasaron por alto la broma, ocupadas como estaban en escurrir sus cabelleras debajo de los pañolones de colores.
—Vamos hasta el campamento La Candela. Nos deja donde pueda –dijo Carmelita–. ¡Ah!, y muchas gracias.
Les informó que más adelante la carretera estaba interrumpida: un tractor impactó a un camión cargado de caña; no, no había muertos, tampoco nadie resultó herido. Él podría llevarlas hasta el campamento, ¡no faltaba más!, pero antes deberían hacer una parada en el camino, resolvía pequeños asuntos y así esperaba a que se despejara la vía.
Gysela cambió un guiño con Carmelita y le dijo que sí con la cabeza. Carmelita miró a través del cristal de la ventanilla, donde el agua no había dejado de golpear, y no vio nada. La oscuridad era total.
—Por nosotras no se preocupe. Caminando demoraríamos más –intervino Gysela.
—Entramos acá –les comunicó unos seiscientos metros más adelante, y torció el timón a la derecha.
El auto enfiló por un sendero empedrado que conducía al centro comercial Los Caneyes, una suerte de complejo con tiendas de víveres, de ropa y artesanía de gusto más que dudoso. También había un restaurante y una cafetería.
El hombre descendió a la carrera, no sin antes encender el reproductor de discos.
No llevaba con qué cubrirse y el agua lo castigaba fuerte. Las muchachas quedaron esperando. No eran exactamente amigas y tenían poco de qué hablar. Escucharon en silencio a Paul McCartney; interpretaba The Songs We Were Singing. Gysela conocía la letra, y se puso a seguirla. Las dos sentían mucho frío. También hambre. Cuando el disco iba por Someday volvió Yves. Traía una sombrilla de colores vivos, con motivos florales. Abrió la portezuela por el lado de Carmelita y las invitó a bajar. El hombre las escoltó hasta el edificio. De una bolsa sacó dos toallas de regular tamaño y se las ofreció a las jóvenes. Ellas se negaron a aceptarlas, pero él dijo que iban a resfriarse, que luego se las podían devolver. Les entregó la jaba y les sugirió que fueran al baño a cambiarse. Se verían en el restaurante en diez minutos.
Carmelita dijo que de ninguna manera, que ya le habían causado demasiadas molestias, que ellas esperaban allí. Él argumentó que había hablado con la Estación Experimental de los Caobos; aún la policía no había apartado los vehículos a la cuneta, y tardarían, con suerte, una hora en hacerlo.
En el restaurante, vacío, el pródigo extranjero tomaba una copa de añejo. Las muchachas lo vieron desde la puerta y fueron hasta él, que les ofreció asiento. Vestían pulóveres nuevos. El de Gysela era celeste; el de Carmelita, negro. Ambos tenían mensajes alusivos a la Revolución; incluso uno, el de Gysela, traía impresa la célebre foto que Korda le tomó al Ché, aunque en versión pop. Las dos eran bellas, cada una a su manera. Carmelita, trigueña, estatura mediana, ojos negros y grandes, compacta sin estar pasada de peso, bien distribuida; lo característico en ella era un hoyuelo en la barbilla, que se acentuaba cuando sonreía. Por su parte, Gysela era inexplicablemente rubia y con una estatura infrecuente entre las mujeres de la Isla, algo así como un metro setenta; “tamaño de modelo”, decían sus admiradores; su desenvoltura y seguridad en sí misma resultaban algo intimidant...

Índice

  1. Blame it on my youth
  2. De Sargadelos
  3. Ajiaco
  4. La dama de Hong Kong
  5. Canta lo sentimental
  6. Uno de invierno
  7. Nada por acá
  8. Negritos bailando
  9. Dos veces Karen
  10. En el parque de Calzada
  11. Orquídeas o bromelias
  12. Contenido