Dedos meñiques
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Dedos meñiques

  1. 232 páginas
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En un pueblecito de los Cárpatos, se descubre una fosa en una fortaleza romana. 'Fueron víctimas de un pelotón de fusilamiento comunista? Y, 'por qué cada noche desaparecen de la tumba huesos de los dedos de la mano? Los lugareños esperan que un equipo de cinco antropólogos forenses, especializados en analizar "de­saparecidos" de la Junta argentina, solucione el enigma. Mientras tanto, Petrus, un joven arqueólogo, pasa los días de lluvia escuchando a su tía evocar viejas batallas y a sus amigos cotillear y adivinar el destino en el po­so del café: el amor y el dinero aparecen de manera milagrosa; el jefe de policía hace declaraciones a los periódicos; el coronel Spiru, jefe investigador militar, merodea por los alrededores de la fosa y, en las montañas, la mano del destino conduce de nuevo a un humilde sacerdote por los caminos de la historia.

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2011
ISBN
9788415277224
Categoría
Literatura

CAPÍTULO IV

1
No es forzosamente necesario que Alá o el Profeta recuerden de qué se alimentaba el dromedario del fotógrafo en su país natal, es suficiente que, un día, después de que la cría fuera destetada por su esquelética madre, alguien cuidara de él y no dejara que se muriera. Y desde que llegó aquí, Aladin ha cambiado de tal manera su alimentación que ya no importa qué comía antes de ser vendido y subido a un barco. Sus preferencias ahora son la col hervida, las manzanas y el chocolate pero, viviendo bajo el signo de la camaradería, come cualquier cosa a excepción de lo que constituyen las fobias o reservas culinarias de su amo. Así sucede por ejemplo que, como el señor Saşa no puede ver las tripas o evita las peras porque le provocan urticaria, Aladin no ha probado nunca el líquido amarillo blancuzco ni ha disfrutado de la dulce y jugosa fruta. Con su costumbre de tragar todo lo que se le ofrece ha superado desde hace sus buenos años la condición de herbívoro, pero no al estilo del cerdo, al que por su hambre incontenible y por su predisposición a engordar se ha puesto la etiqueta de omnívoro, sino de una manera distinta. Aladin no sólo acepta de las manos del fotógrafo y sorbe a gusto un caldo de ternera o de gallina, no sólo come cecina de oveja y albóndigas de pescado (haciendo pasar unas y otras por el complicado proceso de rumiar), sino que mastica por Pascua huevos rojos (sin pelar) y, por Navidad, un poco de corteza de cerdo, morcilla o morcillón. Incluso para un animal, en particular el Camelus dromedarius, ¿no es esto—pregunta a menudo el señor Saşa, tomando una cerveza, un café—una prueba de conversión?
Los dos se conocieron en la Feria del domingo en las afueras de Braşov, en la que el fotógrafo, con sus gafas ahumadas y con un mecánico, examinaba coches extranjeros. No encontró nada que comprar. Había un Opel Kadett gris, con cuatro puertas y mil seiscientos centímetros cúbicos, pero tenía un precio un poco hinchado para el aceite que perdía por la junta de culata. También había un Fiat Punto bastante limpio, blanco, pero tenía un juego sospechoso de volante y el cambio de marchas no iba muy fino. Mientras daba vueltas por aquel hormiguero, el señor Saşa se cansó en un momento dado de examinar motores y carrocerías, de preguntar y escuchar, de regatear, de pedir consejo susurrando o por signos a su acompañante, de recibir empujones entre la muchedumbre y de rozar a todo tipo de desconocidos, de vigilar sus bolsillos. Y se dirigió a donde terminaba el rastro, donde bajo una sombra improvisada, vendían refrescos. Había calmado su sed rápidamente y había encendido un cigarrillo cuando reparó no muy lejos, por encima del techo de una furgoneta, la punta de una giba y una cabeza color café, alargada, al final de la cual los labios y la nariz se movían dejando a la vista unos dientes gigantescos. Aladin era todavía una cría, no una cría que dependiera todavía de la ubre de la madre, pero una cría. Cuando el fotógrafo se acercó, levantó la cola y soltó una boñiga negruzca que aplastó en el acto con las cuatro pezuñas. ¡Esto sí que es suerte! dijo el señor Saşa y, a pesar de las protestas del mecánico, contó seiscientos dólares y los depositó en la mano del tipo larguirucho que tenía delante (un electricista que había vuelto hacía unas semanas de Jordania, que había comprado el animal por casi nada en un bazar, no lo había atocinado, sino que se había molestado en transportarlo tres mil cuatrocientos veinte kilómetros, por mar y por tierra, hasta su pueblo de más arriba de Bran). De camino a casa, en una camioneta abierta, el fotógrafo descubrió, al mirar por la ventanilla de detrás de la cabina, que en el cuello del dromedario había ocho puntos blancos, grandes como una avellana, que dibujaban un octógono casi perfecto.
Es difícil determinar cómo y cuánto influenció aquella forma geométrica regular en el destino de Aladin. Cierto es sin embargo que su vida puede dividirse en dos grandes períodos, cuya línea de separación no ha sido trazada ni por criterios geográficos (el paso de un continente a otro, de un clima a otro) ni por el poder de las religiones (el abandono del islam por el mundo cristiano) ni según las costumbres del estómago (el paso del fundamentalismo vegetariano a la carne) ni por el devenir de días, meses y años (la transformación de la niñez en madurez). En Aladin el hilo se rompió gracias a una novilla marrón que se encontraba en su primer celo, por la cual derribó la valla de madera del patio y a la cual persiguió por un bosque de hayas y píceas, golpeó, acarició, acorraló en un barranco pedregoso, lleno de ortigas, tocó el morro húmedo y caliente con su lengua áspera, golpeó el muslo con la frente y montó cuando quedó claro qué significan voluntad y deseo en un camello joven. Antes de vivir los dolores del parto, la pobre ternera supo por medio de un veterinario, el sucesor de aquel que había redactado hacía mucho una monografía de la urbe, cuán doloroso es un aborto provocado, sin anestésicos. El dromedario, para no ser mutilado o envenenado por alguno de los demasiados propietarios de reses (gente que no quería en su hacienda una vaca jorobada ni ningún camello con cuernos y ubres bovinas), con el acuerdo resignado del fotógrafo y por intervención del mismo veterinario falto de veleidades literarias, se quedó sin testículos.
Hasta el día en que, por casualidad, en el recinto del castro salieron a la luz no monedas y vasijas, no espadas, puñales y flechas, no cascos, mallas, adornos y candiles, no figurillas ni tampoco vasijas de templo, sino huesos, miles de huesos de quién sabe cuántos muertos enterrados a la vez, Aladin había sido un habitual de la ciudadela. El señor Saşa iba allí más a menudo que al parque, a la estación de la telesilla del valle o a la cascada, y su registro de ingresos y pagos, el libro de cabecera de cualquier profesión liberal, mostraba claramente que los aficionados a fotografiarse entre las ruinas de las fortificaciones eran más numerosos que en cualquier otro sitio. El dromedario pastaba tranquilamente cerca de los muros de piedra, muchos derrumbados, cubiertos de musgo y hierbas amarillentas, los visitantes le daban todo tipo de cosas, caramelos, ganchitos, napolitanas y galletas, chicles y chocolate, fruta, le ofrecían a veces cigarrillos y él los masticaba gustosamente, sobre todo los mentolados. El fotógrafo intervenía únicamente en un caso, cuando tentaban a Aladin con cerveza, vino o licores fuertes. El alcohol le hacía daño (y el señor Saşa lo sabía), no síntomas de indigestión, mareos o dolores de cabeza, sino como si hubiera vuelto a despertar impetuoso, sin un objetivo concreto, el sentido aquel del que el bisturí del veterinario le había desposeído. Lo que se podía ver en tales situaciones era memorable, son prueba de ello aquellas fotografías en que el dromedario parece tener cinco patas, pero lo que ocurría era espantoso, tan atolondrada era su fuga y tan singulares eran sus bramidos. Generalmente, sin embargo, Aladin se mostraba blando. E incontables eran aquellos—excursionistas de un día o de fin de semana, gente de vacaciones, extranjeros de paso—que deseaban inmortalizar sus cuerpos, rostros, vestimentas y euforias sobre la alfombra árabe situada entre el cuello y la giba del dromedario. Trepaban algo temerosos por una escalerilla de aluminio, después la pequeña escalera era apartada y ellos sonreían al aparato del señor Saşa, sabiendo muy bien que al fondo, cuando la fotografía polaroid cogiera contornos y colores, se divisarían las almenas y las montañas. Cuando surgían disputas relacionadas con el precio, o como simple ejercicio de fantasía, el señor Saşa contaba una historia sobre una ficticia legión romana, formada exclusivamente por egipcios a camello, que habían tomado posesión de aquellas tierras. Para los interlocutores desconfiados, el fotógrafo hacía referencia a Antonio y Cleopatra.
Los lugareños raramente, muy raramente, se hacían fotos subidos a la espalda de Aladin, lo hacían con reserva y únicamente si la fotografía estaba destinada a un pariente o a un amigo lejano, de ninguna manera al álbum familiar. El dromedario había sido algo fuera de lo común durante no más de una semana después de su aparición en la ciudad, se habían apiñado todos para verlo, se había cotilleado lo suficiente y por todas partes sobre la decisión del señor Saşa de comprarlo, después de lo cual lo habían clasificado, lo habían puesto definitivamente en la categoría de cosas y seres que sólo merecen desprecio. También se había hablado por poco tiempo de él cuando el episodio de la novilla, pero esto no había significado que su exotismo hubiera resucitado. Hacía poco había ocurrido lo mismo con los bolivianos que tocaban delante del hotel Carmen. Durante tres o cuatro días incontables ojos escudriñadores habían observado las camisas con flores y las capas andinas de piel de llama, las tirillas bordadas y las bufandas, los caramillos, las flautas y las panderetas, los rostros color aceituna, los bigotes negros y poblados y otras tantas orejas aguzadas habían escuchado aquellas melodías extrañas. ¡Éstos son gitanos chamuscados!, había gritado una tarde la cajera del cine y había reído fuerte y mofándose, lo justo para provocar a su alrededor otras risas, silbidos y tonterías. Y el tema había quedado zanjado. Afortunadamente para los cinco músicos andinos (como también para Aladin y el fotógrafo, por otra parte) el lugar estaba lleno de turistas.
En la pequeña ciudad de montaña se estaba esperando entonces la llegada de otros sudamericanos, argentinos esta vez, no músicos de la calle, sino de aquella rara especie de investigadores aparecida a mediados de los años ochenta, después del gobierno de cuatro juntas militares, para dar a los asesinados una identidad y a las familias un cuerpo que enterrar.
2
Y no tenía sólo el trasero como una fresa y los talones como manzanas, se habían concentrado en Jojo muchas y perfumadas frutas, algunas a la vista, como en una macedonia con nata y un poco de ron, otras escondidas quién sabe dónde, como debajo del glaseado de una tarta. La tarde en que habíamos salido juntos hacia el castro después de las historias y después del brandy de Eugenia Embury estaba dispuesto a todo tipo de comparaciones hortícolas, exceptuando especies del gremio de las legumbres, y ella no intentó hacerme cambiar. Me tuvo cogido un rato del brazo, sobre todo porque nada más salir de casa empezó a llover y nos tuvimos que cobijar bajo un solo paraguas. Lo hacía con desenvoltura, el título de lord del abuelo la había dotado seguramente, por vía sanguínea, de la ciencia del acercamiento y del distanciamiento de un desconocido. Por otra parte, jugaba mucho: daba pasos más pequeños, los aceleraba, saltaba charcos o los esquivaba con los brazos levantados como alas, imitaba el trino de los pájaros, los gruñidos y ladridos de los perros que nos íbamos encontrando, respondió alborotada a una bandada de ocas revigorizadas por tanta agua y se rió del motor griposo de un coche, imitando su sonido con los labios. Por el camino había pensado a menudo en callar, me parecía que la estaba aburriendo, pero ella intervenía sin cesar, ¡habla!, ¡habla!, y yo hablaba. Es asombroso cómo conseguí hablar casi tres horas, primero caminando y después en la galería de la cabaña de las ruinas, la casa de los arqueólogos, como la llamaban en la ciudad, donde nos habíamos sentado en las sillas más apartadas (la galería tenía forma cuadrada y nosotros habíamos encontrado la diagonal), hablamos de campañas y estrategias militares romanas, de la vida en las guarniciones aisladas, del espejismo de la capital imperial y de los vicios de los soldados, de adornos e higiene, de castigos y recompensas, de vino. El frutero que tenía delante debía de estar lleno y cargado de variedades porque, más tarde me di cuenta de ello, no dije ni una palabra relacionada con mis obsesiones de entonces, la interrupción de las excavaciones arqueológicas y los controvertidos sucesos de la fosa común. Jojo, con la barbilla apoyada en las manos, me escuchó y me miró. ¿Qué podían ser sus ojos? ¿Nueces? ¿Higos? Mucho después de que anocheciera (distinguíamos nuestras caras gracias a una farola) me preguntó por qué los romanos no se llevaban consigo durante las guerras y las conquistas de las provincias mujeres fáciles de sus lugares de origen, por lo menos esclavas, para no seguir obligados en las calenturas normales a buscar el fresco con extranjeras y a engendrar tantos pueblos. No supe qué responder. Volvimos también cogidos del brazo aunque ya no llovía y el paraguas estaba cerrado. Fijamos la siguiente cita para quince horas después.
Para la tía Paulina el enigma provocado por los posos de café se aclaró de un modo inesperado. Bajo el fregadero de la cocina, en la pared, se extendía cada vez más grande una mancha mohosa, las gotas se escurrían entre las grietas, así que tuvo que llamar a un fontanero. Había venido un tipo parlanchín, de unos sesenta años, que le besó la mano y no le hizo ascos a una copita de licor de guindas, un canijo simpático que la llamaba vieja (y ella no se enfadaba) y que extendió por el suelo, antes de ponerse a trabajar, tantas herramientas y accesorios que te hacía pensar en una intervención militar. Había utilizado en primer lugar, no antes de ponerse guantes, un pequeño martillo y un escoplo fino de carpintero para madera de fibra blanda. Después de quitar de la pared el estrato viejo de arcilla, había pasado a un trozo de papel de lija, después a unas pinzas de cirujano con las que había apartado los últimos restos de pintura. Cuando llegó a la masilla de cal que rezumaba agua, se levantó de su posición encogida, suspiró y ladeó la cabeza: ¡vieja, es malo!, el desagüe está destrozado, seguramente es el tubo de plomo… Paulina también suspiró, debe de serlo, querido, debe de serlo…, y se sentó impotente en una silla con las manos en el regazo. El canijo alabó el licor de guindas (para obligarla a que le sirviera más), le dio uno sorbo, se relamió los labios y escogió de entre sus incontables herramientas una espátula. Nos estaba explicando que tienen que evitarse los choques, los impactos, y predijo en un momento dado que, si la renta no aumentaba, éstos dentro de poco tendrán que importar hasta ancianos, no solamente gas natural y trigo. Rascaba despacio la argamasa, hablaba de la última factura del teléfono y del precio de los médicos cuando se oyó un tintín. De la pared, por entre sus manos, cayó al suelo una moneda sucia que rodó hasta la puerta de la cocina. Era un gallo-Marianne de oro. Había sido acuñada indudablemente en la época de Napoleón III, con el grabado galo de rigor y, al menos al principio, había circulado con valor de veinte francos. Sin embargo, la tía Paulina no necesitaba puntualizaciones numismáticas sino agua y valeriana, mientras que el tipo, que tampoco sentía ningún interés por los detalles históricos, vació deprisa dos copitas de licor de guinda y agarró el martillo. El tubo del desagüe era realmente de plomo y tenía grietas, ¡¿pero qué importancia tenía en aquel momento?! Ella recogió en una sartén (el primer recipiente más grande que tuvo a mano) ciento ochenta y seis monedas. Reía como una niña («¡Lo ves, hijito, lo ves! ¡Ya volverás tú a reírte de mí, ya volverás a no creerme! Y las adivinaciones… y los sueños…, ¡ya volverás a decir tú que son bobadas!»), iba a gatas, llegó debajo de la mesa y se estiró para mirar debajo del armario con platos y debajo de la nevera, cavó ella misma con una cuchara en el mortero húmedo y quebradizo, golpeó con el martillo los ladrillos para estar segura de que no sonaba a hueco por ningún lado, después, de repente, puso la sartén con las monedas y todo encima de los fogones (ninguno estaba encendido) y se dejó caer en una silla. Temblaba. Y estaba muy pálida. El fontanero se había alejado de la copita, estaba apoyado en el alféizar de la ventana y los brazos le colgaban como cuerdas, miraba con ojos grandes hacia el agujero gris de debajo del fregadero. Me pidió un cigarrillo y cuando iba por la mitad (la tía ya no estaba en la cocina, se había ido a mi habitación, allí donde se encontraba su fotografía nupcial, aquella con las letras «I. F. Kissling, Ploesci, Foto-Glob», y donde podía hablarle a Iorgu y darle las gracias a sus anchas) me confesó que había dejado de fumar hacía diecinueve años. Echaba bocanadas como un colegial en los primeros intentos tabaqueros, no paraba de sacudir la ceniza. Algo más tarde, recibió de parte de la tía Paulina una botella sin abrir de licor de guinda y cinco relucientes monedas que ella había escogido al azar y fregado con los puños de la bata. Por la tarde, cuando nos quedamos a solas, la tía limpió los gallos-Marianne con pasta de dientes y un cepillo, les dio la vuelta por los dos lados, mordió unos cuantos, sacó quién sabe de dónde un mantel de damasco y, en la tela blanca, los dispuso en círculo, en triángulo y en todo tipo de formas geométricas, dibujó con ellos líneas quebradas y espirales, intentó agruparlos en cartuchos de dos, de tres, de cuatro y así sucesivamente, hasta que se cansó y entendió que no lograría ordenarlas a la perfección sin quedarse cada vez con un montón más pequeño. Le expliqué entonces (iba yo también por la tercera copita de licor de guinda) en qué consiste la divisibilidad y qué significa un número primo. Me miró como a alguien a quien le falta un tornillo, sobre todo porque había rechazado con cabezonería («¡Eres un burro, esto es lo que eres!», me había dicho) que me recompensara de alguna manera. Por primera vez desde que vivía de alquiler allí, llamó a la puerta después de que me hubiera acostado, no me había dormido, abrió un poco, ni siquiera para que le cupiera la cabeza, y susurró: qué tienes tú con la arqueología esta, querido, en las ciudadelas esas antiguas no encuentras ni siquiera lo que encuentras en la cocina…
Gracias al tesoro de la pared sucedieron muchas cosas en un corto período, aun cuando la tía no siguiera más que en parte los planes hechos aquel frío miércoles cuando había sentido la necesidad de taparse la espalda con la manta color ladrillo y cuando los posos de café, examinados escrupulosamente con la lupa, le habían anunciado que recibiría un dinero inesperado. Bien olvidando las intenciones ejemplarizantes de entonces, bien por incomodidad, bien descubriendo otras prioridades o, quizás, por una gentileza que sólo la posesión hace posible, no llevó a cabo las proyectadas lecciones a sus amigas. No le regaló a Paraschiva M., para redefinir su magnanimidad, la imaginaria crucecita de oro con filigrana árabe y piedra negra de turmalina, no traspasó el umbral de salones cosméticos ni de ópticas a fin de rociar con sarcasmo la coquetería de Mioara Fotiade, no compró ropa destinada al veraneo, ninguna maleta de piel de ternera ni un perrito intolerante con los gatos para comunicarle a Eugenia Embury viejos reproches, todavía almacenados. La tía Paulina se comportó comedidamente y temerosa de Dios. Llevó los gallos-Marianne al banco y los cambió por lei de curso legal, abrió una cuenta corriente e hizo unos cuantos depósitos con vencimientos e intereses distintos (así es como había resumido los hechos el empleado del banco, un chico fascinado por su propia corbata), cuidó a su familia dentro de la lógica simple del todo queda en casa y de los vínculos contraídos ante el altar. Por giro telegráfico, mandó cantidades importantes a su hermana Lucica y al sobrino Virgil, aquel a quien había soñado seducido por la mujer pelirroja en aquel puente alto, que había empezado a balancearse a lo loco y que se había salvado de electrocutarse (cuando se había quedado dormido en la bañera con el grifo abierto y con el calefactor enchufado) no tanto gracias a los fusibles como descendiendo (en sueños) sobre el campo lleno de flores, envuelto en los rayos entrecruzados de seis soles. Como era de esperar, los dos la llamaron el día en que la cartera les había sonreído en la puerta y había ahuyentado bastantes de sus problemas financieros, intentaban ser lo más agradables posible pero, por las réplicas de la tía, debieron quedar crispados y muertos de curiosidad, mientras ella evitaba hablar sobre el origen del dinero. Hacia el final de la charla le rogó a Lucica que aplazara la visita que tenía pensado hacerle, explicándole que se iría ella misma de viaje; no podía renunciar a lo que había leído claramente en la taza de café, consideraba desde entonces los signos de los posos como órdenes. Antes, sin embargo, de ponerse en camino, antes incluso de haber escogido un destino y de haberse decidido sobre los otros detalles del viaje (duración, medio de transporte, número de estrellas de las pensiones u hoteles en que pernoctaría, y tantos otros), Paulina se ocupó de la tumba de Iorgu. Cambió la vieja cruz, de hormigón según un soso patrón extendido por todo el cementerio, por una cruz tallada en mármol blanco que no sólo tenía su nombre y fotografía en cerámica sino también el de ella, una cruz fina, en la que el maestro escultor había escrito con escoplo un único verso, de Ştefan Octavian Iosif: «Y las nieblas brotan de negros valles». Era un fragmento de la estrofa preferida del difunto, lo que de enigmático y eterno se podía retener de un cuadro bucólico con plañidos de cencerros, una especie de censura del deceso, querido, me había explicado la tía, intentando hacerme entender su benévolo gesto, pero también sus reservas. Por lo demás, al margen de las preferencias líricas o de otra naturaleza del marido, había cercado el lugar eterno con una valla baja de hierro forjado y lo había cubierto de cinias y dalias enanas.
Salió por la puerta una mañana de jueves, temprano, a punto para subir al autocar que paraba a la entrada del parque y que tenía como objetivo último Grecia (ella decía el monte Olimpo para que fuera respetada aquella letra o, tres veces presente en los dibujos de los posos de café). Estaba nublado y hacía viento, manifesté una vez más mi preocupación por el peso del equipaje e insistí en acompañarla, ya no se opuso como en la víspera, lo sabíamos los dos, sin decir nada, que mi ayuda no se refería a la maleta con aroma de naftalina sino a sus nervios. En la estación, alguien más esperaba el autobús hacia Atenas, Atena, la señorita doctora tisióloga, jefa de sección del preventorio de tuberculosis, una mujer de cerca de cincuenta años, baja y enjuta, a quien tía Paulina saludó cordialmente, aunque se conocían tanto como cualquiera se conoce en una ciudad de provincias. Cuando la otra se hubo alejado un poco, lo justo para comprobar los cierres de la maleta, la tía me susurró que se estaban cumpliendo de nuevo las predicciones de la taza en tanto que no disfrutaría de un viaje solitario. ¡Qué contenta estaba, de hecho, de que no fuera a estar sola! Me pidió otra vez que buscara y escuchara a Dumitru M., el marido de Para...

Índice

  1. DEDOS MEÑIQUES
  2. CAPÍTULO I
  3. CAPÍTULO II
  4. CAPÍTULO III
  5. CAPÍTULO IV
  6. CAPÍTULO V
  7. CAPÍTULO VI
  8. GLOSARIO
  9. ©