La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas (1919-1933)
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La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas (1919-1933)

  1. 192 páginas
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La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas (1919-1933)

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Antología de crónicas de Gaziel acerca de la ciudad de Barcelona, publicadas en La Vanguardia entre 1919 y 1933, las cuales el propio autor escogió para una futura publicación que permaneció inédita durante su vida. Una joya literaria, un viaje en el tiempo y una crónica de los cambios que situaron Barcelona en el mapa de las grandes metrópolis europeas.

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Información

Año
2015
ISBN
9788496642874
Categoría
Literature

Estampas y crónicas (1919-1933)

La Barcelona de ayer

La vitalidad de Barcelona

Hace algunas noches, a altas horas, hojeando en la paz de mi casa un libro viejo, no vuelto a abrir en muchos años, di al azar con las siguientes líneas: “...los vagos ruidos que turban débilmente el encapotado silencio de las noches venecianas, en nada se parecen al monótono rumor del mar, el quién vive de los centinelas y el canto melancólico de los serenos en Barcelona”.
Me sentí instantáneamente sugestionado por las palabras. Recordé estampas antiguas, cosas que oí referir durante mi niñez a los ancianos domésticos y los libros escondidos en el más polvoriento rincón de la biblioteca paterna, cuyos grabados, cubiertos de manchas amarillas, servían para entretener el hastío, una tarde de lluvia o de convalecencia. ¡Cuán lejana nos parece ya esa Barcelona evocada tan intensamente por las breves líneas de mi viejo libro! Diríase que está dos o tres siglos distante de nosotros, sumida en un pasado remoto. Pero esa era, no obstante, la Barcelona de ayer, de hace tan sólo ochenta años. El libro evocador es Un hiver à Majorque, de Jorge Sand. La escritora pasó por Barcelona durante el otoño de 1838. Y lo que ella vio es lo mismo que pudieron ver algunos de nuestros padres, en sus años de infancia, y lo que vieron nuestros abuelos en su mocedad.
¿Es posible que Barcelona haya, en tan poco tiempo, cambiado tanto? He aquí cómo la halló Jorge Sand, al dirigirse a Mallorca, cuando iba a pasar en Valldemosa aquel célebre invierno de su vida. Era en tiempos de guerra civil. “Los facciosos –dice Jorge Sand– recorrían toda la comarca, formando bandas errantes, entorpeciendo los caminos, apoderándose de villas y aldeas, imponiendo tributos, estableciéndose en los caseríos apenas distantes media legua de la ciudad, y apareciendo de improviso en campo abierto para exigir del viajero la bolsa o la vida”. Una excursión a Pedralbes o a Horta, era entonces una empresa difícil y arriesgada. Llegar hasta Sant Cugat del Vallés resultaba punto menos que imposible. El Tibidabo era tan infranqueable como una cordillera balcánica.
“No obstante –añade Jorge Sand– nos atrevimos a salir de Barcelona para avanzar varias leguas a orillas del mar. Durante el camino no encontramos más que algunos destacamentos de cristinos, que se dirigían a la ciudad. Nos indicaron que aquellas tropas eran de las mejores que había en España. Como tipos sus hombres no parecían mal, y hasta su aspecto era mejor del que habría podido sospecharse en quienes regresaban de una dura campaña. Pero andaban todos tan flacos, hombres y caballerías; tenían los unos tan amarillenta y demacrada la faz, y los otros tan agachadas las cabezas y las costillas tan huecas, que sólo con verles se le comunicaba a uno el hambre que les consumía”. Entre Barcelona y Montgat no había más que el arenal desierto de la playa. Ni un solo huerto cultivado, ni una casa habitada, ni una hospedería, ni un árbol con frutos, ni una brizna de paja.
“Un espectáculo todavía más triste –prosigue la escritora– era el de las fortificaciones levantadas en torno a villorrios y chozas, por insignificantes que fuesen. Tapias de piedras, sin argamasa; torrecillas almenadas, protegiendo las puertas; o murallas con aspilleras, rodeando el cortijo, atestiguaban por todas partes que ningún habitante de estas fértiles tierras se consideraba seguro en su casa. En muchos sitios los trabajos de fortificación conservaban huellas de combates recientes”. Las cosechas y las supuestas riquezas escondidas de los campesinos atraían a los merodeadores. Era inútil esperar protección alguna; cada cual debía defenderse por su propia cuenta. Durante las noches, los mastines andaban sueltos por el campo, rastreando el peligro en la sombra. Atrancadas las puertas, corrido el cerrojo, el dueño de la casa seguía el rosario que las mujeres murmuraban junto al hogar, con una escopeta cargada al alcance de la mano y el oído atento a los vagos rumores nocturnos del campo.
“Después de atravesar las formidables e inmensas fortificaciones de Barcelona –añade la viajera de 1838–; después de innumerables portalones, puentes levadizos, fosos y murallas, al penetrar en la ciudad desaparecía por completo la sensación de hallarse en tiempo de guerra. Parapetada detrás de una triple cintura de cañones, y aislada del resto de España por las cuadrillas de bandoleros y la guerra civil, la juventud brillante de Barcelona paseaba bajo el sol de la Rambla, larga avenida ceñida de árboles y edificios, como nuestros bulevares”. No es, pues, costumbre moderna en Barcelona la de pasear al sol, ni tampoco pretensión exclusiva de hoy la de comparar la Rambla con los bulevares parisinos. En 1838 se hacía ya otro tanto. Y es la misma Jorge Sand, no sospechosa de partidismo, quien establece la comparación. Desde Cervantes hasta Mme. de Nohant, pasando por Edmundo de Amicis y descontando (a causa de su mal humor incurable) a Clemenceau, Barcelona ha tenido siempre buena suerte con sus forasteros ilustres.
“Las mujeres, bellas, graciosas y coquetas –prosigue Jorge Sand, describiendo la Rambla de 1838– no parecen ocuparse de otra cosa que de los pliegues de su mantilla y el aleteo de sus abanicos; los hombres, en cambio, se ocupan de sus cigarros –(el sempiterno cigarro español)–, ríen, charlan, miran a las mujeres –(con ese mirar especial, que tampoco ha cambiado)–, comentan la ópera italiana –(que todavía no ha sido traducida) y ni siquiera parecen darse cuenta de lo que ocurre más allá de las murallas –(cosa también frecuente en nuestros propios días)–”.
“Sin embargo –concluye Jorge Sand–, al llegar la noche, una vez terminada la ópera y los pasacalles con guitarras disueltos, al quedar la ciudad entregada a las rondas nocturnas de los serenos, entre el constante monótono rumor del mar[1] no se oían más que los gritos siniestros de los centinelas y algunos escopetazos más siniestros todavía, que resonaban a intervalos desiguales, uno a uno o de descargas cerradas, lejos o cerca, prolongándose siempre hasta rayar el alba. Entonces todo quedaba en silencio durante una o dos horas, y los burgueses parecían dormir profundamente, mientras amanecía en el puerto y los marineros comenzaban a desperezarse y partir”.
Si dejamos a un lado las singularidades humanas que persisten, y todavía persistirán indefinidamente, ¡qué enorme distancia encontraremos entre la Barcelona de 1838 y la de 1919! La ciudad ha experimentado en esos ochenta años un crecimiento material y un desarrollo moral fabulosos. Ya no queda ni rastro de las murallas, los puentes levadizos, los fosos y almenas, los centinelas, los pavorosos escopetazos nocturnos, las fortificaciones rurales, las cuadrillas de bandoleros y las patrullas de cristinos. En la quietud de la noche, muy relativa en estos tiempos, ya no se percibe el rumor fatigado del mar. Y hasta los serenos han enmudecido.
Hoy conservamos algunos resabios de aquellos días remotos, y aparte de ellos tenemos muchos males y pejigueras; pero al menos podemos consolarnos pensando que en su mayor parte son pejigueras y males modernos. Y si, a pesar de todas las contrariedades, Barcelona ha realizado tan grandes progresos en tan corto tiempo, ¿qué será dentro de otros ochenta años?
Hace unos días, el ministro de la Aviación francesa declaró que se está activando el establecimiento de extensas líneas regulares aéreas. Una de las primeras y más importantes, que enlazará Bruselas con Orán, deberá pasar por Barcelona. La aviación civil va a ser un transformador radical del mundo. Dentro de poco tiempo el cielo estará cuajado de naves y el aire olerá a gasolina. La vida tomará proporciones que ahora parecen fantásticas, y su ritmo vertiginosas velocidades. Se almorzará en Constantinopla, se comerá en Barcelona, se merendará en Londres, y se cenará a las diez de la noche en Nueva York: todo en menos de veinticuatro horas.
Entonces –que será muy pronto–, si algún lector ojea en su despacho, a altas horas, una colección polvorienta de periódicos de hoy que le ofrezca las imágenes de nuestro tiempo, le parecerán tan anticuadas y lejanas como las reminiscencias que el libro de Jorge Sand ha despertado en mi espíritu. Y la Barcelona de nuestros días le resultará tan inactual como a mí me lo ha parecido la de hace ochenta años, cuando entre el monótono ruido del mar sólo destacaban, en la paz de la noche, el siniestro estampido de escopetazos dispersos y el canto melancólico de los serenos.
28 de enero de 1919

La incómoda comodidad

Algunas veces, muy pocas, nuestra prolongada abstinencia de espectáculos públicos llega a pesarnos. Nos decidimos entonces a realizar una nueva tentativa para divertirnos. Queremos ir al teatro, cueste lo que cueste. Consultamos los carteles, escogemos. Se anuncia la inauguración de una temporada. El coliseo es de los menos destartalados, fríos y sórdidos con que cuenta la ciudad. Va a presentarse en él una de las primeras compañías dramáticas de España, y se pondrá en escena la obra famosa de uno de los mejores ingenios nacionales. ¡Vamos allá! Un momento, reverdecen nuestras ilusiones marchitas; nos regocijamos de antemano, nos prometemos una velada deliciosa.
Habrá que vestirse, ¿verdad? Será necesario prepararse, componerse... ¡Quiá! ¡Qué tontería! Nos dicen que vayamos al teatro sin miramiento alguno. Todo el mundo va así, con el mismo traje de diario, sin quitarse el polvo de los zapatos, muchos hombres sin rasurarse. En Barcelona no se hace caso de esas triquiñuelas: se pasa bonitamente del almacén a la platea, sin lavarse las manos. ¿Quiere usted comodidad mayor?...
El espectáculo está anunciado para las diez. Nos parece excesivamente tarde para dar comienzo a cuatro largos actos. ¿A qué hora terminará la representación? No importa: estamos dispuestos a divertirnos, sea como sea. Cuando llegamos al teatro, con puntualidad, nos encontramos con que en la platea iluminada todavía no hay nadie. Solamente arriba, tocando al techo, la muchedumbre que llena la entrada general de rumores y se estruja. Nos sentamos. Hace frío, un frío horrible, inverosímil. El violín del sexteto, guarecido junto al piano decrépito y arrebujado en una bufanda verdosa, va templando despacio las cuerdas gastadas de su instrumento. De cuando en cuando lanza una ojeada indiferente al paraíso, de donde brotan silbidos, palmadas nerviosas y una sorda trepidación de impaciencia. Pasan los minutos. No llega nadie. Podemos esperar tranquilamente, sin molestia alguna. ¿Puede soñarse una comodidad más amplia?...
Van saliendo los cinco músicos que faltaban, uno tras otro, muy de tarde en tarde, como si vinieran de las cinco partes del mundo. El público se enfurece. Tocan un vals para calmarle. La platea y los palcos continúan desiertos. Terminado el vals, los músicos vuelven a sumirse en las profundidades del foso escénico. Los gritos y silbidos arrecian. Suenan timbres. Se esparce en lo alto un inmenso suspiro de satisfacción. Se apagan las luces de la sala, se encienden las baterías. A las diez y veinte se levanta el telón. Entonces, precipitada y escandalosamente, los espectadores de preferencia comienzan a invadir palcos y butacas. A esto llamamos en Barcelona arribar i moldre. ¿Puede darse mayor comodidad para los moledores del prójimo?...
Vienen sofocados, como si les hubiese faltado tiempo para acudir al teatro. Los hombres entran con la colilla todavía encendida, un palillo entre dientes. Las mujeres hablan en alta voz, ríen, se apresuran, se quejan de haber llegado tarde. Hay un revuelo enorme. No se oye nada de lo que se dice en el escenario. Es imposible estar atento. A cada instante los rezagados irrumpen las filas de butacas, y están tan apretadas que lo mejor es levantarse para abrir el paso. Casi nadie se ha tomado la molestia de dejar las prendas de abrigo en guardarropía. Los espectadores se presentan equipados como para un largo y peligroso viaje, con abrigos, bufandas, pieles, sacos, bastones, gemelos y sombreros. Estos objetos, sin perdonar uno, os los van restregando por las narices, entre pisotones, apreturas y magullamientos. Luego viene el despojarse de tantos estorbos y la ardua tarea de embutirlos en la estrechez del sillón. Hay quien permanece largo rato de pie, con el sombrero puesto, obstinándose en arrollar el abrigo en el brazo de la butaca o tenderlo entre el respaldo y las rodillas del que está detrás. Suenan voces airadas: “¡Sentarse! ¡Sentarse!”. No importa. Lo esencial es evitar gastos superfluos. Es el colmo práctico de la comodidad.
Llega, a la mitad del primer acto, una familia entera, con toda su impedimenta. Son padre, madre, dos muchachos y una niña de seis años. Toman asiento delante de nosotros. Apenas instalados, y la instalación es laborio...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Prólogo
  4. Nota a esta edición
  5. Estampas y crónicas (1919-1933): La Barcelona de ayer
  6. Epílogo: Un pintor de la vida moderna
  7. Notas
  8. Sobre el libro
  9. Sobre el autor
  10. Créditos