Palabra y Pan
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Palabra y Pan

La celebración eucarística paso a paso

  1. 185 páginas
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Palabra y Pan

La celebración eucarística paso a paso

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Pretende que quienes asisten a la liturgia eucarística adquieran una elemental comprensión de las palabras y de los ritos sagrados, de modo que su presencia sea consciente y activa, y su participación en el sacramento del altar sea más plena.

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LA GRAN ORACIÓN EUCARÍSTICA

Desde el “prefacio” hasta el Amén que precede al Padre Nuestro, se extiende la más bella oración que la Iglesia eleva a Dios: es la plegaria eucarística propiamente dicha, núcleo central de la celebración de la misa.
En esta alma de la celebración (Liturgia) se suceden, vinculándose y complementándose como si fueran las estrofas de un poema, elevación de corazones y de ofrendas (Anáfora), acciones de gracia (Eucaristía), aclamaciones, recuerdo vivo de las bondades del Señor (Anámnesis), relato de la última cena, invocaciones al Espíritu Santo (Epiclesis), intercesión por los vivos y los difuntos y por toda la Iglesia, conmemoración de María y de los demás santos y glorificación al Padre, por Jesucristo, en la unidad del Espíritu Paráclito (Doxología).
Los nombres mencionados entre paréntesis, usados para designar técnicamente algunos momentos de la celebración, son palabras de la lengua griega, que usaban los cristianos de los primeros siglos cuando celebraban la fracción del pan.
Parece que hacia el año 375, las plegarias litúrgicas se tradujeron del griego al latín y configuraron una gran oración llamada “el canon de la acción”. La palabra canon significa vara, regla, medida y, en sentido figurado, “fórmula invariable”. Aplicada a la acción eucarística, quería decir que ésta no debía variar en la estructura interna de sus oraciones. Es lo que manifestaba el Papa Vigilio cuando prescribía en el año 538: “No tener un orden distinto de oraciones en la celebración de las misas para ningún tiempo, para ninguna fiesta, sino que consagrarán siempre con el mismo texto los presentes ofrecidos a Dios...”.
Mientras la gente hablaba latín, todos entendían las oraciones litúrgicas y llegaban hasta a recitarlas de memoria. Un escritor del siglo VI, llamado Juan Mosco, cuenta que unos pastores cantaban esta plegaria, mientras cuidaban sus ganados en el campo. Sin embargo, poco a poco cambiaron las costumbres y se impuso el decir las oraciones del canon en voz baja, en medio de un silencio sagrado, sólo interrumpido por el sonar de una campanilla. Mucha gente llegó a pensar que la celebración silenciosa y la lengua latina no comprendida eran necesarias para subrayar la misteriosa presencia de Cristo, que allí se realizaba. Como si el misterio de la fe dependiese del idioma o del silencio, y no de una realidad que nunca comprenderemos: el amor de Dios, que se entregó por nosotros.
Felizmente la reforma litúrgica impulsada por el Vaticano II tradujo a los idiomas modernos esa plegaria, la modificó en varias partes y permitió que al lado del canon romano se pudiesen utilizar otros cánones o anáforas, y que estos se pronunciasen con voz normal.

LEVANTEMOS EL CORAZÓN

La oración eucarística empieza con un triple diálogo, usado ya en el siglo III: “El Señor esté con ustedes... Levantemos el corazón... Demos gracias al Señor, nuestro Dios”.
Levantar el corazón es iniciar nuestra ascensión espiritual, saliendo del campamento de este mundo, buscando las cosas de arriba, penetrando en el cielo donde vive nuestra Cabeza, acercándonos al trono de la gracia y participando de la liturgia espiritual que preside Jesucristo, nuestro Pontífice (cf Col 3, 1-2; Heb 4, 16; 9, 24; 10, 1-22; 13, 13).
“Alcemos nuestro corazón y nuestras manos al Dios que está en los cielos”, dice la Biblia (Lam 3, 14); “Arriba los espíritus”, exclama la liturgia caldea, y los cristianos de Siria dicen: “Elevemos nuestras inteligencias, nuestros pensamientos y nuestros corazones”, o sea, que hacia Dios debe ir todo el hombre: su entendimiento, su voluntad, su memoria, su afecto, su cuerpo, su vida.
Toda la existencia de los cristianos debe ser un levantar el corazón. Eso significa que nuestra esperanza se apoya en el Señor. Si así no fuera, nuestro corazón no habría alzado vuelo. Levantar el corazón es “no pensar en otra cosa que en el Señor”, decía san Cipriano.
A dicha invitación, la asamblea replica: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”, indicando quizá más un empeño que una realidad. “Cuán pocos pueden decirlo con toda verdad”, se quejaba san Cesáreo. Por eso, esforcémonos porque nuestra vida y nuestra conciencia no contradigan lo que dicen nuestros labios. Lo obtendremos apoyados en la fuerza del Señor, sin la cual nuestros corazones estarían siempre por el suelo.
Al comentar este diálogo inicial, san Agustín escribió estas palabras:
Se les invita a ustedes a “levantar el corazón”. No se espere nada menos de los miembros de Cristo. Porque... si la cabeza no marchase adelante, los miembros no la seguirían... Cuando digo: “Levanten los corazones”, responden: “Los tenemos levantados hacia el Señor”. Pero no atribuyan a sus fuerzas o méritos el elevar sus corazones hacia el Señor, porque sólo es efecto de su gracia. En tal sentido, tras la respuesta del pueblo, el obispo o presbítero celebrante, respondiendo dice: “Demos gracias al Señor, nuestro Dios”, de que nuestro corazón se haya elevado. Demos gracias porque, sin su ayuda, conservaríamos nuestro corazón en tierra; y ustedes lo aprueban, diciendo: “Es justo y necesario” que demos gracias a quien nos concede levantar nuestros corazones cerca de nuestra Cabeza{10}.

EL PREFACIO

La acción de gracias que la Iglesia eleva a Dios se expresa magníficamente en el “Prefacio”, canto lírico de alabanzas al Señor.
Originalmente, la palabra “prefacio” pudo significar “prólogo”, o mejor “comienzo solemne” de la oración eucarística; o también “oración pronunciada delante” de Dios y de la asamblea litúrgica; o tal vez “proclamación” de las bondades de Dios, o quizá, como pretenden algunos, pudo haber sido la traducción del término griego “profecía”, es decir, oración inspirada por la fuerza del Espíritu Santo.
El prefacio es, en cierto modo, la amalgama de todos los sentidos anteriores. Es la acción de gracias solemne que en todo tiempo y en todo lugar (cf Mal 1, 1) es justo y necesario elevar al Señor.
Acción de gracias es una expresión que implica alabanza, adoración, agradecimiento y amor a Dios, sumisión a su ley y compromiso en su servicio.
El prefacio recuerda las maravillas que Dios ha hecho por nosotros: haber creado al mundo, haber alimentado por milenios la esperanza de los hombres en el Mesías, y haberlo enviado después para salvarnos, para congregar un pueblo y llevarlo hasta la casa del Padre.
Todas las grandes maravillas de Dios se mencionan en los prefacios. En los primeros siglos de la Iglesia, cuando se estaba formando la liturgia, el presidente de la asamblea hacía subir sus preces y acciones de gracias al Señor, improvisando su oración con gran libertad, porque los profetas podían orar cuanto quisieran{11}; pero luego se privilegiaron las más bellas frases de la Biblia y de los Padres, hasta formar como un jardín o un tapiz de colores vivos, en los casi cien prefacios que actualmente conserva nuestra liturgia.
En todos los prefacios el protagonista es el Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno. Es a Él, y no a los santos, ni a María la Virgen, ni siquiera a Jesucristo, a quien se ofrece la eucaristía.
La acción de gracias de la Iglesia va siempre al Padre, por medio del Hijo, en la fuerza del Espíritu Santo. Eso es lo que el mismo Dios espera de nosotros (cf 1 Tes 5, 18).
Pero nuestra voz es débil y tímida. Para alabar dignamente al Padre necesitaríamos un poder del que carecemos. Por ello, no dudamos en unirnos a todas las criaturas “del cielo y de la tierra”, a los ángeles y a los santos, para participar con ellos en su canto espléndido en honor a nuestro Dios.

SANTO ES EL SEÑOR

Un día el profeta Isaías tuvo una visión. Temeroso ante ella, creyó morir. “¡Ay de mí!, se puso a gritar, voy a perecer porque soy un hombre de labios manchados”.
El profeta, que así se sentía culpable, estaba viendo, en el interior del templo de Jerusalén, un trono alto y sublime en el que estaba Dios. A su alrededor unos seres de fuego, que eso significa la palabra “serafines”, se gritaban uno al otro: “Santo, santo, santo, es el Señor” (Is 6, 1-5).
El templo se conmovía con el canto violento y los umbrales de las puertas temblaban. De seguro porque los serafines cantaban con más vigor en la liturgia del cielo que muchos cristianos en nuestras celebraciones de la tierra.
Ese mismo trisagio (agios es santo en griego) a la gloria de Dios lo entonaban también los animales alados, misteriosos, incansables y vigilantes de que nos habla el Apocalipsis (cf Ap 4, 8), y que se parecían a los monstruos que los antiguos llamaban “querubes”.
Los primeros cristianos utilizaron ese mismo himno como oración de la mañana, y nosotros lo entonamos en cada celebración eucarística.
Hay quienes tienen una idea candorosa acerca de la santidad. Piensan que un santo es una persona inofensiva, incapaz de matar una mosca, alguien tan discreto que tuviera que caminar siempre en puntillas. La santidad de Dios es todo lo contrario. Con razón se dice que el trono del Señor está rodeado por un río de fuego (cf Dan 7, 10). “Dios es santo” quiere decir que Él es el creador y nosotros las criaturas, que Él es la roca y nosotros el polvo y la ceniza, que Él es el eterno y nosotros los efímeros, que Él es el bueno y el perfecto (cf Mt 5, 48; 19, 17), y nosotros los pecadores y los tarados.
“Dios es santo” significa que su gloria y poderío llenan el cielo y la tierra, de modo que todo el universo le aclama gritando: “¡Hosanna en las alturas!”. Esta es una exclamación jubilosa que decían a los reyes, y la dijeron a Jesús y que traduce: ¡Vida! ¡Salud! ¡Olé!
Hoy nosotros aclamamos también a Jesucristo, como lo hicieron los niños de los hebreos el día de Ramos (cf Mt 21, 9; Sal 117, 25-26), porque el Mesías que entró triunfante en Jerusalén es el mismo que sacramentalmente se hace presente en la eucaristía, y su pueblo le canta con gozo.

LA ANÁFORA

Hoy parece normal escuchar en castellano la celebración de la Eucaristía. Sin embargo, esto sólo es posible desde el 4 de mayo de 1967.
Antes de esa fecha, y por siglos, la misa se celebraba en latín. Jesús había utilizado el arameo en sus comidas con los discípulos. Los primeros cristianos se habían valido del griego, el siríaco o el copto. Pero desde el siglo cuarto, se impuso en Europa Occidental el uso del latín, y así lo heredamos en Latinoamérica.
Las fórmulas eucarísticas empleadas eran invariables, tanto que a la parte central de la celebración se la llamaba “el canon”, palabra que significa “regla”, “norma fija”.
Cuando en el Concilio Vaticano II se habló de traducir las oraciones litúrgicas a las lenguas vernáculas, alguien objetó: "No tocar el canon". Pero el canon también fue transformado.
Ya en 1965 se permitió proclamarlo en voz alta, pues antes transcurría en un silencio casi sagrado; luego se dio permiso de cantarlo, más tarde se tradujo a todos los idiomas, y finalmente se compusieron las nuevas plegarias eucarísticas o anáforas.
La palabra anáfora, que significa ofrenda o elevación, alude a que nuestros corazones deben elevarse como víctimas vivas para la gloria del Padre, y a que los cristianos le ofrecemos a Dios el sacrificio de su Hijo, Jesucristo.
Al canon tradicional, traducido y ligeramente limado en algunas frases, se le llama “anáfora primera”. Es una oración que se remonta al siglo VI. La anáfora segunda se compuso a partir de una oración eucarística usada en Roma en el siglo III, según cuenta san Hipólito. La anáfora tercera se inspira en las liturgias orientales, como la de Serapión, y es del siglo IV; y la anáfora cuarta, redactada con muchas alusiones bíblicas, se reserva para gr...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Presentación
  5. Preámbulo
  6. Ritos de introducción
  7. Banquete de la palabra
  8. Liturgia eucaristica. I - Preparación del Altar
  9. Liturgia Eucarística. II - Celebración consacratoria
  10. Liturgia Eucarística. III - La Comunión
  11. Ritos de conclusión