Paisajes excedentes
De la serie como acto de re-colección
Es en los residuos, ha escrito Ernst Jünger, «donde hoy en día se
encuentran las cosas más provechosas». Allí, seguramente,
encontraremos lo que falta: el resto, que por serlo, es parte maldita,
parte excluida.
Ángel González García, El resto. Una historia invisible del arte contemporáneo (2000)
Creativity and information are no longer distinct […] therefore we
must think of how to inform with a light touch, how to yield
pleasure while maintaining a political grasp, how to know
and to dream at one and the same time.
Sally O’Reilly, Prólogo de Aesthetic journalism. How to inform
without informing, Alfredo Cramerotti (2009)
El artista y teórico Jeff Wall divide simbólicamente a los fotógrafos en dos tipos: cazadores o agricultores. Los primeros, vinculados al fotoperiodismo, están al acecho del scoop noticioso o buscan capturar el emblemático instante decisivo preconizado por la fotografía humanista de Henri Cartier-Bresson. Los segundos «cultivan», ponen la fotografía al servicio de una problemática y no dependen de la realidad-como-suceso. Los «agricultores» son herederos de las prácticas fotográficas de los artistas conceptuales de los años sesenta y preconizan una lectura analítica y detenida de la realidad. Los agricultores, aguardan, «llegan tarde», o más bien llegan después, lejos del clímax del acontecimiento y de aquel instante decisivo.
La noción de retraso como nuevo paradigma de la fotografía documental, plasmado en el concepto de llegar después, se vincula también con la denominada «pequeña historia». Es decir, con el lado menos espectacular de los grandes hitos de la Historia- con-mayúscula y se sustenta en los posibles cruces con las banalidades y anécdotas de las historias singulares. La pequeña historia podría resumirse en eso que todo el mundo recuerda «haber estado haciendo» el día de un suceso importante y que, en circunstancias normales, habría pasado al olvido, inmerso, como toda trivialidad, en el continuum del cotidiano. En otras palabras, de los «días D» siempre recordamos, por ejemplo, la ropa que llevábamos puesta, lo comida que ingerimos, con quién estábamos o el lugar donde nos encontrábamos.
El agricultor llega después y además se detiene en lo ínfimo, lo irrisorio, lo anecdótico: recopila hechos, recolecta lo desechado, se detiene en lo desatendido. De esa forma, la artista Sophie Ristelhueber ha fotografiado por más de veinte años las cicatrices literalmente dejadas en los territorios donde han ocurrido los conflictos bélicos más destructivos del planeta (Fait, 1992; Irak, 2001, entre otros); Taryn Simon, en Paperwork and the Will of Capital (2015), registra los arreglos florales dispuestos sobre las mesas donde se han firmado importantes tratados económicos y políticos; Adam Broomberg y Oliver Chanarin recuperan, en The Polaroid Revolutionary Workers (2013), películas y cámaras Polaroid fabricadas especialmente en los años setenta para Sudáfrica, fotografiando en el presente plantas con luz nocturna, para así denunciar los dispositivos de vigilancia fotográfica especialmente fabricados para fotografiar la raza negra por dicha empresa en la época del Apartheid.
Se ha afirmado ad nauseam que la posmodernidad se caracteriza por el fin de los grandes relatos –o metarrelatos, como diría François Lyotard–. Síntoma de ello es el sostenido interés del arte contemporáneo por lo banal y lo cotidiano. En otras palabras, desde los años sesenta se ha tratado de la imperiosa necesidad de vincular el arte con la realidad, de acercar «arte y vida» (la denominada praxis vital), ya sea a través del espectador, del contexto o de los problemas tratados en la obra. En buena parte de la producción artística contemporánea, ha sido cuestión de reflexionar acerca de lo político y lo social en el arte, de su función crítica y analítica o incluso de su lugar en la sociedad.
En lo relativo al campo de la fotografía hay sin duda un nuevo paradigma documental enfocado ya no en el evento en sí mismo, sino en lo residual entendido como lo que queda, sin por ello dejar de lado la función informativa e investigativa que caracterizó la época de oro del fotorreportaje. Las neovanguardias fueran pioneras en esto, al hacer converger medios de comunicación y campo artístico, desplazando la función utilitaria y los usos sociales de la fotografía documental. Para lograr dichos diálogos predominaba en este tipo de arte lo que Benjamin Buchloh llamó la «estética de la administración»: obras visuales a la vez que textuales. Así, la asociación entre fotografía y texto permitió una revisión crítica del arte moderno y de la denominada «fotografía artística», al mismo tiempo que una actualización de la función documental de la fotografía.
El vínculo entre fotorreportaje y arte fue tratado en el fundacional texto de Jeff Wall Marks of Indifference: Aspects of Photography in, or as, Conceptual Art (1995). Wall creaba ahí un vínculo formal y procesual entre fotorreportaje y arte conceptual, afirmando que «el gesto del reportaje se retira del ámbito social y se vincula a un acontecimiento teatral putativo». Wall hablaba de la introversión o subjetivación del reportaje, introduciendo la idea de la no-noticia a partir de lo anodino (hechos que habrían sido considerados insignificantes para un «verdadero» fotoperiodismo). La pertinencia de ese ensayo radica en que por primavera vez se introduce la idea del artista como una suerte de fotorreportero de lo trivial, quien recupera la información a posteriori del suceso o utiliza lo «dejado de lado» por la prensa. Todo pasa como si este tipo de artista se situara en el intersticio del storyteller, del detective y del periodista de investigación. Mas la converg...