1. Conversaciones con el futuro. Propuestas de la educación para el siglo xxi
Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida.
Woody Allen
No parece que sean buenos tiempos para reivindicar el ejercicio de la conversación, o ese diálogo pausado y reflexivo con el otro o los otros, en unas sociedades llamadas del conocimiento, tensionadas por los fenómenos de cambio vertiginoso, fuertemente tecnologizadas y donde la palabra ha perdido la batalla frente al poder de la imagen. Si, además, este intercambio de palabras alternando los turnos (como recoge el Diccionario de la RAE para el término conversar) se realiza con algo o alguien invisible, sin rostro humano, nada menos que con un intangible como el futuro, el riesgo que uno asume al empezar un libro «de esta guisa», en este caso sobre educación, es poco menos que temerario.
Sirva en nuestro descargo, precisamente, la apelación a la temática abordada: la educación y su inexcusable ligazón con el futuro, no solo porque los frutos de la siembra pedagógica no son inmediatos y corresponden al día de mañana, sino por el hecho de que la tarea educativa, en su propia esencia identitaria, incorpora un elemento de transformación social, de mejora de la realidad, con una cierta vinculación hacia lo utópico, una esperanza de huir de lo posible, incluso de lo previsible, para impulsar lo deseado o deseable. «La vida es una serie de colisiones con el futuro; no es una suma de lo que hemos sido –escribe Ortega y Gasset–, sino de lo que anhelamos ser». Y esto es así dado que la proyección del presente en el futuro está cargada de positividad y de deseos fácilmente imaginados; por lo cual entre la aplastante realidad del presente y la esperanza del futuro cabe un espacio para la conversación y el ensayo reflexivo.
Esta fuerza dialéctica entre presente y futuro, en continua tensión y retroalimentada de forma sinérgica se sustancia en paralelismos de identidad con otras dicotomías como memoria e imaginación o realidad y ficción: en todas ellas, ambos polos forman parte de un mismo proceso, de una misma unidad. Así como la ficción no se constituye en oposición a lo real, como algo falso o mentiroso, sino que es una de las formas en que lo realmente objetivo es subjetivado por el ser humano mediante la construcción de mundos posibles que no solo hablan de lo sucedido, sino de lo que podía haber sucedido, el futuro no surge de la nada; emerge proyectado desde el presente, al igual que lo hace la imaginación de la constatación de la memoria, de tal forma que pueden adivinarse, en un ejercicio de cierta intuición desde lo conocido, las líneas maestras por las que puede o debe desarrollarse.
Cuando tratamos de vislumbrar el mañana lo hacemos desde las incertidumbres actuales, con el firme convencimiento de ofrecer solución a estos agobios del presente o inseguridades previsibles de la proyección del futuro. Edgar Morin (1999) lo plasma de forma magistral al plantearse «los siete saberes necesarios para la educación del futuro», enseñanzas fundamentales que ayudarán a nuestros descendientes a «sobrevivir» en ese mundo imaginado. Y no es el único autor relevante que ha jugado con esa dicotomía entre lo pasado y lo venidero, o entre lo efímero del presente y la incertidumbre del futuro. Permítasenos dos referencias más, al margen de obras colectivas (Imbernón, 2009) o informes nacionales e internacionales sobre prospectiva educativa: el entonces rector de la Universidad de Lisboa, A. Nóvoa (2009), historiador de la educación, reflexionaba sobre de qué modo el pasado está inscrito en nuestra experiencia y cómo el futuro se vislumbra ya en la historia presente; el argentino J. C. Tedesco (1995b), por su parte, hizo lo propio en uno de sus célebres trabajos dedicados a «los pilares de la educación del futuro».
Sin ánimo de agotar la temática, y centrándonos en aspectos de carácter general, la consecución del bienestar, la eliminación de déficits sociales, la lucha contra los diversos procesos de exclusión, la defensa de oportunidades para la equidad, la integración del desafío digital, la búsqueda de un correcto equilibrio en la solución de los problemas identitarios, la mejora de la convivencia ciudadana en sociedades cada vez más multiculturales, el incremento de una mayor dinamización y vertebración social o la apuesta, en suma, por un desarrollo humano sostenible se presentan como algunos de los retos más significativos a los que la educación deberá enfrentarse en el tercer milenio. De algunos de estos desafíos (construir ciudadanía, reforzar la convivencia, garantizar el bienestar, apostar por la excelencia, ganar el desafío digital o desarrollar el concepto de formación permanente), objetivos deseados –si se quiere– en el presente educativo actual, susceptibles de germinar en un futuro inmediato, queremos centrar nuestras conversaciones con el futuro, en la medida de las limitaciones espaciales de un capítulo inicial. Veamos algunas pinceladas de cada uno de ellos.
Construir ciudadanía
Con el horizonte de fortalecer la vertebración social que exige la complejidad de las sociedades actuales y apoyar los retos de las democracias occidentales, la educación no puede renunciar a la construcción de una ciudadanía participativa, crítica y responsable, como uno de los objetivos fundamentales tanto del presente como del futuro inmediato. Un concepto de ciudadanía que ha transcendido su consideración de mero estatus jurídico de tiempos pasados para configurarse como un sentimiento de pertenencia a una determinada comunidad política en la que se comparten unos rasgos identitarios como elementos de vertebración y cohesión entre sus miembros, entramado del que emana la garantía de unos derechos y la exigencia de un conjunto de responsabilidades. Desde esta perspectiva, ciudadanía y educación, educación y ciudadanía se necesitan y vivifican recíprocamente, se retroalimentan de manera sinérgica, por lo cual apostar por la educación supone, en su sentido más esencial, trabajar para construir ciudadanía (López Martín, 2013).
Quizás por ello, Martha C. Nussbaum (2010: 20), Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, lamenta la desaparición de las humanidades y los contenidos cívicos de los planes de estudios oficiales, entregados a dotar al individuo de las herramientas necesarias para la competitividad mercantilista de los mercados. «Si la tendencia se prolonga –escribe al hablar de la perniciosa “crisis silenciosa” de la educación–, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales con capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y sufrimientos ajenos».
La escuela del mañana, como columna vertebral de este proceso, no solo debe fomentar el aprendizaje de las competencias personales y sociales vinculadas al conocimiento de los derechos, deberes y libertades fundamentales en los que se asienta una ciudadanía democrática, sino que debe constituirse en un taller experiencial donde se consolide el ejercicio de estos ideales. El aprendizaje y la práctica de valores democráticos como la promoción de la solidaridad, la paz, la tolerancia, el diálogo, la cooperación, el sentido de adhesión a una comunidad, la justicia, la responsabilidad individual y social o una actitud participativa e integradora, entre otros, deben estar presentes en la realidad cotidiana de los centros educativos y formar parte esencial de todo proyecto cívico y formativo.
La tarea pedagógica en este campo es tan extensa como importante es el objetivo que hay que conseguir. La lógica limitación espacial de un trabajo de estas características nos impide pasar revista a todas las dimensiones contenidas en el llamado «oficio de la ciudadanía» (Bárcenas, 1997), o plantear la totalidad de planos contenidos en las metas; en un ejercicio de síntesis, no podemos soslayar tres referentes de esa labor educadora del futuro a la hora de plantearnos la formación de la ciudadanía: alimentar la democracia, impulsar la participación y reforzar la convivencia.
Reforzar la convivencia
La convivencia, la capacidad de interactuar con los otros, se presenta como uno de los medios más adecuados para garantizar ese ejercicio de una ciudadanía crítica, libre y responsable, más allá de favorecer la participación comprometida de toda la comunidad y trabajar por fomentar los valores cívicos propios de las sociedades democráticas. Quizás por ello, entender la educación como una herramienta al servicio de la convivencia democrática ha pasado de ser una máxima pedagógica aceptada mayoritariamente, a convertirse en un reto educativo de primer orden. En este contexto, el escenario escolar se presenta como el espacio privilegiado, un taller práctico para el aprendizaje del «vivir juntos»: saber participar, comprometerse con proyectos comunes, cooperar; ser responsables, tolerantes, solidarios; disponer de habilidades sociales o gestionar los conflictos interpersonales serán algunas de las competencias cívicas que se desarrollarán en los centros educativos del siglo xxi (García Raga y López Martín, 2011).
Y todo ello, como hemos tenido oportunidad de escribir en otro lugar (García Raga y López Martín, 2014), en la medida en que el concepto de convivencia ha superado una primera consideración puramente teórica y estática para abrazar otra más dinámica, amplia y positiva, que ha sido capaz de transcender el exclusivo marco del trabajo de aula y superar la mera perspectiva de medio para el logro del aprendizaje, hasta consolidarse como un objetivo central de la totalidad del proyecto educativo.
El tratamiento pedagógico de la diversidad, la correcta profundización en la llamada educación en valores, las potencialidades educativas de la mediación y la resolución pacífica de conflictos, el aprendizaje cooperativo, el compromiso de la totalidad de la comunidad educativa, la apuesta por la autonomía pedagógica de los centros docentes y su capacidad para gestionar protocolos que apoyen el despliegue de los planes de convivencia como elemento sustancial de las planes educativos de centros (PEC), o la siempre necesaria mejora en los programas de formación inicial y permanente del profesorado nos parecen algunas de las líneas de actuación preferente que hay que desarrollar en este futuro pedagógico imaginado. Una tarea que deberá empezar en las primeras etapas de la formación escolar (Grau, García Raga y López Martín, 2016) y exige –le exigirá a este futuro al que hacemos referencia– programas de actuación cada vez más sólidos y consolidados desde una perspectiva técnica y pedagógica.
Garantizar el bienestar
Las políticas socioeducativas deben convertirse en una medida de refuerzo o de garantía social que asegure unos niveles mínimos de bienestar para toda la población, lejos de la actual subrogación de las políticas sociales a la poderosa influencia de un concepto de «necesidades» encumbrado a los altares en estas últimas décadas; por otro lado, esas mismas actuaciones socioeducativas no pueden olvidar su función de dinamización cultural, de promoción de recursos para compensar situaciones deficitarias, también para procurar que la totalidad de la ciudadanía disponga de las herramientas necesarias para el ejercicio de sus derechos y libertades. Se trata, en suma, de superar el simple concepto de igualdad para caminar hacia la equidad, entendida como acciones de discriminación positiva.
En este sentido, los próximos años exigen superar el concepto de «ciudadanía social» (Marshall, 1950), ligado al de estados de bienestar como forma de gobierno democrático, por el cual todos los seres humanos son iguales en dignidad, con independencia del nivel que ocupen en la estructura social, y deben tener garantizados unos mínimos vitales para su desarrollo personal y colectivo. Pero no basta con esto. Resulta necesario, huyendo de esa perspectiva exclusivamente economicista del concepto de bienestar, caminar hacia la configuración de una auténtica «cultura del bienestar» (López Martín, 2008: 79-118), entendida como una conciencia colectiva orientada a nuevas formas de convivencia humana y conformada por la amalgama de principios (justicia, libertad, igualdad y pluralismo), medios (democracia) y objetivos (bienestar, calidad de vida, bien común); todo ello enmarcado en un Estado social democrático y de derecho. Supone, en definitiva, el triángulo conformado por un triple vértice: la garantía de unos niveles mínimos de bienestar (vivienda, trabajo, medios materiales, prestaciones sociales) y el reconocimiento de una serie de libertades y derechos fundamentales; pero, sobre todo, la capacitación pedagógica para el libre ejercicio de esos derechos y libertades.
La educación –conviene recordarlo una vez más– es el derecho más básico de todos, en la medida en que representa la puerta de entrada inexcusable, la condición imprescindible para la puesta en acción de todos los demás (López Martín, 2008); no hay plenitud de derechos sin educación, ni puede haber, bajo ningún concepto, una cultura del bienestar universal para todos los seres humanos sin educación.
Apostar por la excelencia
El último tercio del siglo pasado significó para el sistema educativo español, entre otros muchos aspectos, la superación de ciertos déficits que nos alejaban de los países europeos de nuestro entorno inmediato y habían puesto de manifiesto las insuficiencias en la construcción del Estado moderno para consolidar como servicio público un sistema escolar obligatorio y gratuito. Los esfuerzos en cuanto a la universalización de la educación básica y las políticas de fomento de la igualdad llevadas a cabo en los años de la Transición democrática elevaron los indicadores cuantitativos de escolarización al umbral de las democracias occidentales, a cuyo modelo –por fin– se integraba nuestro país. Por otro lado, las reformas de las estructuras educativas trataron de impulsar igualmente la mejora de la calidad, si bien es cierto que en un segundo plano y con resultados menos relevantes.
Hoy día, superadas ya esas mermas cuantitativas, conviene emplazar al futuro a prestar una atención especial a las políticas dirigidas a incrementar la calidad, lo cual no significa renunciar al trabajo por consolidar los esfuerzos realizados. Apostar por la excelencia, sí, sin duda; confirmar la equidad, también; ese es el reto del futuro inmediato de una educación de calidad para todos (Tedesco, 1995a). Una educación, en definitiva, que debe situarse en un entramado sinérgico entre calidad y equidad, y dotar a las políticas educativas de eficacia (capacidad de consecución de los objetivos previstos), eficien...