El imperio y la Leyenda negra
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El imperio y la Leyenda negra

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El imperio y la Leyenda negra

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"El poder hegemónico de un país, si es firme y duradero, produce inevitablemente reacciones adversas. España en los siglos xvi y xvii nunca fue un Imperio, sino las Españas. Lo sorprendente es que la crítica y el rencor persistieran a través de los tiempos, aun en plena decadencia. Siempre la Leyenda Negra.¿Influyen en ello las motivaciones políticas del día? ¿Por qué la tal leyenda resucita, y con mayor virulencia, en cuanto España vuelve a contar en el mundo? ¿Por qué en cuanto resurge cualquier separatismo? ¿Por qué siempre contra nuestros valores tradicionales, religión, monarquía, unidad, ejército?Con una artera mezcla de verdades y mentiras, el objetivo es la deconstrucción de España, toda una táctica demoledora que analizo en este libro sobre bases históricas y datos ciertos acerca del pasado reciente" (el autor).

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Información

Año
2004
ISBN
9788432137532
Categoría
Historia




PRIMERA PARTE

I
EL CONCEPTO DEL IMPERIO EN LOS REINOS DE LA RECONQUISTA

El poder de España en Europa nace en tiempos de Fernando el Católico. Recuerdo con insistencia la frase de Felipe II señalando el retrato de su bisabuelo: «A él se lo debemos todo». Y la proyección de España en Ultramar se debe a la reina Isabel la Católica. Son dos hechos indiscutibles que explican la aparición simultánea de dos fenómenos históricos de extraordinaria trascendencia. En ellos están las razones auténticas de lo que Kamen llama «La forja de España como potencia mundial» y de que a su lado, como la sombra junto al cuerpo, aparezca la Leyenda Negra. Se dan, en aquellos años juveniles y vigorosos en los que culmina la Reconquista y se lanza la España unida hacia el exterior, dos circunstancias que provocan la reacción de los adversarios de aquel naciente poder.
La primera de esas circunstancias es precisamente la propia fuerza, la superioridad que se impone por tierra y por mar. La segunda es la intrínseca unión entre la Monarquía española y la religión católica. Téngase en cuenta que por aquellos mismos años se producía la ruptura protestante bajo sus formas luteranas, anglicanas, calvinistas... También que España se erigía en la abanderada de la Cristiandad frente a la amenaza otomana y se fijaba la misión evangelizadora de los territorios recién descubiertos. No se olvide que las riquezas de las Indias despertaban toda clase de ambiciones en los rivales de España.
* * *
Éste era el panorama a fines del siglo xv. Hasta entonces nadie se había referido a la existencia de un Imperio español. Hasta entonces, naturalmente, nadie lo había combatido ni lo había denigrado con argumentos seudohumanitarios que fueron degenerando en las famosas leyendas.
Los reinos hispánicos habían tenido un devenir singular, verdaderamente extraordinario en Europa, a lo largo del medievo. En tan largo período, desde la invasión árabe, se fue forjando un país, una fuerza, un modo de ser; a la vez una cohesión interna proyectada con ímpetu hacia el exterior, que explican perfectamente lo que con falta de propiedad se viene llamando Imperio de los siglos xvi y xvii.
Por todas estas razones vamos a buscar los antecedentes del concepto hispánico del Imperio en la Edad Media. Sólo así podrá comprenderse cómo fue distinta nuestra manera de imperar.
Sancho III el Mayor, el gran rey navarro, tenía una corte a la que seguían tanto el conde Berenguer de Barcelona como el conde Sancho Guillermo de Gascuña, que dependían de él en concepto de vasallos. Después fue dominando todas las tierras de Castilla y de León. Los diplomas de la época le reconocen a principio del siglo xi como el primer rey de España: «Regnante rex Sancio Gartianis (Garcés) in Aragone in Castella et in Legioni, de Zamora usque in Barcelona et cuncta Gasconia imperante».
Es el verdadero Rex Hispanicus. Le llaman Imperator pero no tiene ideas imperiales, sólo ser el primero de los reyes y condes de la España cristiana.
A fines del mismo siglo xi, 1085, el rey de Castilla y León, Alfonso VI, entra en la ciudad de Toledo, la antigua capital del reino visigodo, de la «España Perdida». Han pasado tres siglos y medio desde que la ciudad de los Concilios cayó en poder del Islam. A Alfonso, su conquistador, se le considera desde entonces el príncipe más poderoso de toda España. En los códices aparece como «Imperator totius Hispaniae». Toledo fue restaurada como sede primada del país por el Papa Urbano II y Alfonso recibió el título de «Imperator in Toletum», que él nunca utilizó.
Quien sí fue llamado emperador con todos los honores fue Alfonso VII. En León fue proclamado «primus inter pares» de la España cristiana. Con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, firma en 1127 las paces de Támara. Para Menéndez Pidal ese acuerdo demuestra el sentimiento de unidad de los reinos hispánicos y el reconocimiento de la continuidad histórica de la tradición visigótica, que se confirma con el título de emperador para Alfonso VII, legítimo heredero de la línea de una monarquía que viene de Don Pelayo, de Alfonso I de Asturias. Queda este gran rey como figura cumbre de la época, el único rey al que la historia ha dado plenamente el título de emperador en España, si bien, como vengo diciendo, dicho título nada tiene que ver con el concepto general del Imperio como poder expansivo y dominador de países extraños. Su ambición territorial y de poder se limita a unificar y dirigir la gran empresa de la Reconquista. Esta idea medieval se confirma con las sucesivas dinastías hispánicas, Trastámaras, Austrias y Borbones, con los matices propios de cada tiempo histórico, confirmando que lo español, desde los godos, es el Reino, la Monarquía, las Españas, no el Imperio.
Y conste que el título de Alfonso VII fue reconocido al otro lado de los Pirineos. Las crónicas le llaman «Imperator Hispaniae», como los del Sacro Imperio Romano Germánico, como el de Bizancio. Así puede verse en repetidas expresiones del Abad de Cluny y de San Bernardo de Claraval, fundador del Císter.
Estos monarcas de los reinos hispánicos estaban plenamente integrados, familiar y políticamente, en la Europa de su tiempo, sin dejar por ello de dar toda la preferencia a su tarea reconquistadora.
El formidable rey que fue Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas de Tolosa, estaba casado con Leonor Plantagenet de Inglaterra, era cuñado de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, abuelo de San Luis, rey de Francia, y de San Fernando, rey de España, padre de las reinas de Francia, Portugal y Aragón, consuegro del Emperador de Alemania, y además fue duque de Gascuña y de Aquitania. Sin embargo, nunca se tituló emperador, como tampoco lo hicieron tan grandes y poderosos soberanos como Jaime I el Conquistador, Fernando el Santo, ni Alfonso xi, el vencedor de la batalla del Salado, última gran victoria cristiana, ni Pedro III el Grande de Aragón...
* * *
No podía faltar en este capítulo el episodio que conoce la historia como «Alfonso X el Sabio y el hecho del Imperio».
Se trata de un caso excepcional en la Edad Media española. Sólo se asemeja tres siglos más adelante con el caso de Carlos V, aunque en circunstancias y con consecuencias muy diferentes. Ya lo veremos en su momento.
Las pretensiones de Alfonso X el Sabio a la corona del Sacro Imperio tienen unas razones y un origen muy claro y un desarrollo muy complicado a la vez.
Federico II de Hohenstaufen, último emperador de esta dinastía, había muerto sin heredero en 1250, produciéndose un vacío en el trono conocido por su duración como el Largo Interregno. Pero además, la corona imperial era electiva, y entre los posibles príncipes con derecho a la elección, Alfonso X se consideró enseguida como el que reunía no sólo esos derechos como hijo de Beatriz de Suabia sino con méritos sobrados y con la representación de los intereses de Castilla y de Aragón, frente a su tradicional rival, la casa francesa de Anjou. Una embajada de la República de Pisa vino a Castilla a ofrecer la corona a don Alfonso, y poco después otra embajada de electores imperiales se presentó en Burgos ofreciendo al rey la designación. Fue ésta aceptada, y Alfonso X se dispuso a ir a Tréveris para tomar posesión. A partir de entonces comenzó un verdadero derroche de dinero para sostener su causa entre los divididos electores. Consecuencia inmediata fue un creciente malestar en Castilla, que en modo alguno sentía la causa imperial, nada española, costosa, lejana y problemática.
Las Cortes se declararon en contra mientras el monarca cada día estaba más encaprichado.
Hubo varios cambios de posición, surgieron nuevos candidatos, los Papas intervinieron, casi siempre en actitud pro francesa, olvidándose de neutralidades... Tres papas sucesivos, Urbano III, Clemente IV y Gregorio X, contribuyeron de modo decisivo a que un Alfonso X, sin apoyo español, viera cómo la corona imperial se iba alejando de él para caer sobre las sienes de Rodolfo de Habsburgo, candidato papal. Fue el fin de lo que la historia conoce como «el hecho del Imperio».
Estos son los antecedentes medievales que nos llevan a la dinastía de Trastámara, que en Castilla y Aragón será el cauce de las monarquías españolas hacia la unidad, y con ella a la hegemonía en Europa y a la gran empresa oceánica.

II
A ELLOS SE LO DEBEMOS TODO

Después de su novelesca boda y una vez en el trono, Isabel y Fernando, vencidas todas las adversidades surgidas a lo largo del camino, se encontraban ante la ingente tarea de unificar y poner en orden y en valor los reinos que habían heredado.
La Corona de Aragón, la herencia de don Fernando, había pasado por momentos gloriosos en los tiempos de Pedro III el Grande, de Jaime II, de Pedro IV el Ceremonioso, años en los que las barras aragonesas dominaban el Mediterráneo. La dinastía se había extinguido a la muerte del último de sus reyes, Martín el Humano, y el compromiso de Caspe había llevado al trono a la dinastía Trastámara, la misma que reinaba en Castilla. Una dinastía que aportó nuevas grandezas a Zaragoza, donde juraban sus reyes, y a Barcelona, donde sentaban sus reales.
Alfonso V el Magnánimo, hijo mayor del buen rey que fue Fernando I de Aragón, fue un gran monarca renacentista en Italia, pero dejó muy abandonadas sus tierras en la Península Ibérica, que quedaron en manos de su hermano, el que sería Juan II. Las graves diferencias entre éste y su primogénito, el Príncipe de Viana, complicaron la situación del reino con nuevas guerras civiles, problemas que sólo acabaron con la muerte del príncipe. Juan II fue un colosal personaje, lleno de fuertes y brillantes cualidades y de terribles defectos. De él recibiría la corona aragonesa Fernando el Católico.
Son episodios de una extraordinaria riqueza histórica, a los que sólo aludo aquí como antecedentes que nos sirvan para comprender el enorme empeño y el mérito de don Fernando, al lado ya de Isabel, al pasar de tan turbulentas etapas a la plenitud expansiva de sus reinos, unidos a partir del último tercio del si­glo xv. Lo mismo que decimos de Aragón, pero en circunstancias aún más difíciles, podemos decir del reino de Castilla que hereda Isabel contra viento y marea, crisis, pleitos, conspiraciones, guerras... De los reinos peninsulares, Castilla era el más extenso, el más poblado, el más rico, el que más había avanzado en la Reconquista. Desde la muerte de Alfonso xi había vivido las más complicadas circunstancias. Después de una prolongada e inclemente guerra civil, con intervención de las Compañías inglesas y francesas, una por cada bando, Enrique II había impuesto su fuerte personalidad, su gobierno, y con él una nueva política más firme, más europea, sin las veleidades pro árabes y judaizantes de su hermano don Pedro el Cruel. Con aplauso general del pueblo que, por una parte heredaba la tradición de siglos de la lucha contra el moro, y por otra sentía la animadversión de todos los paí­ses europeos occidentales contra los judíos, lo que había dado lugar a terribles «progroms» a lo largo de toda la Edad Media.
Prometedor fue el reinado de Enrique II después de su victoria en el famoso fratricidio de los Campos de Montiel, y positivos también fueron los de sus sucesores Juan I y Enrique III, éste un excelente monarca poco conocido para sus méritos. Se ofrecían muy favorables perspectivas para Castilla, a pesar de que no habían terminado del todo las contiendas internas y las rivalidades de límites con los reinos vecinos.
No hubo suerte en la continuidad dinástica y los dos reinados siguientes resultaron lamentables en su conjunto, hundiendo a Castilla en una terrible crisis, que es la que heredó Isabel I al llegar al trono. Lamentables fueron los años de su padre Juan II, en los que quien reinó de verdad fue el sin par don Álvaro de Luna; y peo­res todavía los de Enrique IV, el medio hermano de Isabel, que con su vergonzosa conducta política y personal dio lugar a tan trágicos, discutidos y novelescos conflictos hasta su muerte y aún después. Sacar a Castilla de tal atolladero histórico, unirla a un Aragón, que como hemos visto, tampoco era una balsa de aceite, y convertir a ambos reinos, que ya son España, por más que muchos lo nieguen, en el primer Estado moderno, en la primera potencia de la época, como no nos cansaremos de repetir, es una tarea ingente, de titanes, un monumento de talento político, del que muy brevemente voy a ocuparme a continuación. Una tarea que explica y justifica, razón tras razón, que fue la propia España la que forjó su hegemonía mundial, y no los extranjeros, como interpreta el historiador Kamen en su torrencial «Imperio».
* * *
Varios elementos fundamentales coinciden para hacer posible la creación del Estado nacional en tiempos de los Reyes Católicos, y su formidable eclosión que lo convierte en la gran potencia de su época dándole el protagonismo universal, tema constante de interpretación para los historiadores, con sus entusiasmos y con sus diatribas exacerbadas. No es posible presentar por orden esos elementos, todos esenciales y simultáneos.
De una parte, la consideración de que no se inventa España, se recupera «un reino, un principado», como cita con acierto el profesor Luis Suárez Fernández; se culmina una empresa iniciada en el siglo viii entre las breñas de Covadonga.
En tan largo período histórico se ha dado un admirable fenómeno que los Reyes Católicos llevan a su más completa expresión: la identificación entre los reyes y su pueblo, la perfecta interpretación de los anhelos populares con un objetivo común.
Hay un sentido de la autoridad, del poder, que resulta discutible con ideas exclusivamente racionalistas: el poder procede de Dios a través de su Iglesia y debe convertirse en normas éticas, una ley natural que concede al monarca una indiscutible «auctoritas». Entre él y sus súbditos se establece una especie de acuerdo o pacto que compromete a las dos partes a la obediencia. Es una idea llevada a la práctica y a la fidelidad del clásico pactismo de la Corona de Aragón, y se basa en el Derecho Romano y en «las Partidas» de Alfonso X el Sabio. De ahí procede también el papel de las Cortes y de los Consejos, ayudando a aplicar tales principios.
De todo lo anterior se desprende el carácter católico oficial del sistema, la identificación entre Iglesia y Estado en sus fines y a veces en sus medios, lo que no impide que de cuando en cuando haya conflictos en aspectos prácticos y concretos de las respectivas políticas. Y de esa relación se deriva naturalmente el sentido de misión, del que se hará cargo la Corona. Por una parte, en su empresa civilizadora unida a la de evangelización, que surgirá, un tanto inesperadamente, de unos viajes que en principio tenían objetivos materiales, mercantiles y políticos.
Por otra parte, la obligación de ...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. INTRODUCCIÓN
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. ADVERTENCIA SOBRE BIBLIOGRAFÍA
  6. ÍNDICE ONOMÁSTICO
  7. GALERÍA FOTOGRÁFICA