El cine de los maestros
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El cine de los maestros

  1. 368 páginas
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El cine de los maestros

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Federico de Cárdenas ha sido el crítico de cine más prolífico del Perú. Participó durante veinte años en la revista Hablemos de Cine y escribió para muchas otras en diversas oportunidades; aunque lo más copioso de su producción lo vemos en las amplias columnas, y con frecuencia artículos a página entera, que redactó entre 1975 y 2018 en las ediciones dominicales de La Prensa, El Observador y La República, donde escribió durante más de treinta años.El material que conforma este volumen antológico, si bien no incluye sus textos escritos para diarios, reúne varios de los que publicó en revistas de cine, programas de la Filmoteca PUCP y especialmente en la revista Artes & Letras de la Biblioteca Nacional del Perú, para la cual se concentró sobre todo en los grandes cineastas de la modernidad, como Michelangelo Antonioni, Ingmar Bergman, Federico Fellini, Orson Welles, Akira Kurosawa, Luis Buñuel y Luchino Visconti. De esta forma, gracias a los textos de Federico de Cárdenas, este libro rinde homenaje a la obra de aquellos y muchos otros notables directores.

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Información

Año
2019
ISBN
9786123175139
Edición
1
Categoría
Film & Video
Tercera parte.
Los maestros europeos
El continente Bergman
No creo exagerar en lo más mínimo al afirmar lo siguiente: con la muerte de Ingmar Bergman desaparece uno de los mayores cineastas de la historia, y acaso el más grande, autor de una obra monumental, ella sola un verdadero continente fílmico, que extrajo poco a poco su legitimidad tanto del diálogo ininterrumpido que mantuvo con los mejores valores de la cultura europea cuanto de la altísima idea que el propio Bergman se hizo siempre de su arte. Es su nombre el que viene inmediatamente a los labios de cualquier cinéfilo del mundo cuando se piensa en qué autor podría encarnar, a un nivel de excelencia, la transición del cine desde su condición de entretenimiento de masas —condición nada desdeñable, por cierto— hasta convertirse en una de las artes más refinadas y totalizadoras del siglo XX.
Pero, atención, nada más lejos de mi intención de convertir a Bergman en fría estatua de mármol que nos mira desde algún elevado pedestal. Bastaría para negarlo el contacto con la propia obra bergmaniana, hecha de carne y sangre al mismo tiempo que de espíritu, obra de un creador en lucha con sus propios fantasmas: abigarrada, obsesiva, neurótica y, por eso mismo, llena de vida. Sin esta mirada cuestionadora nunca hubiera podido convertirse en uno de los artistas más entrañables de la historia del cine, en una figura indispensable de teatro europeo de posguerra e incluso en uno de los pioneros en el uso cultural de la TV.
Años de formación
Nacido el 14 de julio de 1918 en Upsala, al norte de Estocolmo, Ernst Ingmar Bergman fue el segundo de tres hermanos —le sobrevive su hermana menor—, todos hijos de un pastor protestante particularmente severo («un monstruo de frialdad») y de una madre depresiva que, pocos días después del parto, calificara con decepción en su diario al niño recién nacido de «pequeño esqueleto con una nariz grande y roja» (según cuenta el propio Bergman en sus apasionantes memorias). La educación estricta y austera recibida en el hogar familiar le provocará en sus años juveniles gran rechazo y no cabe duda que una de las vertientes de su obra está hecha de sus esfuerzos incesantes por librarse de esa influencia.
Sin embargo, y en compensación, el cineasta permanecerá ligado a sus años de infancia que, pese a describirla como «dolorosa y austera», lo marcará profundamente, al punto de volver repetidas veces sobre ella en su obra, que bien presenta a menudo personajes en crisis y entregados a la introspección, adultos conflictuados que contrastan con la libertad otorgada a los niños. A su infancia deberá también esa escena inicial que determinará su vocación y que será evocada en sus películas (La hora del lobo, Fanny y Alexander): la llegada a la casa paterna, como regalo navideño, de ese juego muy antiguo conocido como «linterna mágica», que permite proyectar imágenes en techos y paredes. El juego fascinó al pequeño Ingmar. Tanto que no tardó en intercambiar con su hermano su colección de soldaditos de plomo para poder ser dueño de esa caja maravillosa que —aun no lo sabía, claro— determinaría su futuro de «mostrador de sombras» (y, muchos años después, daría título a sus memorias).
La carrera de Bergman se inicia, no obstante, en el teatro, que permanecerá a lo largo de su vida como su segunda gran pasión, una avenida que corre paralela a su actividad fílmica y que se inicia en sus años universitarios, cuando comienza a poner en escena piezas de William Shakespeare y Henrik Ibsen, sus autores favoritos (a lo que agregará luego al sueco August Strindberg). Un stage de dirección que siguió en la Ópera de Estocolmo en 1940 confirmará esta vocación, que lo llevará a trabajar en el Dramaten —el más prestigioso teatro sueco—, del que será director titular a partir de 1960. Se trata del teatro real de dramaturgia, para el cual escribirá numerosas piezas y al que permanecerá ligado hasta 2004, cuando se retira con un nuevo montaje de Fantasmas, de Ibsen. Pero el Dramaten es también el lugar donde encuentra a su prodigiosa familia de actores y actrices: Anita Bjork, Mai Zetterling, Gunnar Bjostrand, Harriet y Bibi Anderson (sin parentesco entre ellas), Max von Sydow, Ingrid Thulin, Liv Ullmann y Earland Josephson (el único con quien compartía una amistad que remontaba a las aulas escolares).
Pese a esta relación con el teatro, Bergman decide, en 1945, que el único medio moderno en el que puede expresarse es el cine. «Para mí hacer películas es un instinto y una necesidad, tan fuertes como las de comer, beber o amar», contará en sus memorias. Se encuentra ya bajo contrato en la Svenska como ayudante de dirección y escritor de guiones y cuando se le presenta la oportunidad de hacerse cargo de la realización de Crisis —adaptación de una pieza popular danesa— no la desaprovecha. Pese a que este debut es un fracaso, se las arregla desde entonces para dirigir al menos una película al año. Ha convertido el cine en su religión personal, pero será su frecuentación del teatro lo que lo lleva a conocer y hacer amistad con Víctor Sjostrom, uno de los grandes realizadores suecos del cine mudo, a quien considera su maestro. Sjostrom, retirado del cine a poco de la llegada del sonoro, ha continuado su carrera como actor y Bergman logra convencerlo para que sea uno de los personajes —el director de orquesta— de Hacia la felicidad (1949). Si bien sus primeras películas presentan cierta influencia del neorrealismo italiano y del realismo poético francés, el realizador ha hecho ya un primer esbozo de lo que será una obra más personal en El demonio nos gobierna / La prisión (1948), su primera experiencia de cine dentro del cine, aún muy marcada por la herencia expresionista.
Años de afirmación
El decenio del 50 es el de la afirmación de Bergman como cineasta dueño de un mundo propio y de una forma personal de presentárnoslo, como lo hace en una sucesión de películas que tienen ya a la mujer como centro de sucesivas interrogaciones vitales, con títulos como Juegos de verano (1951), Un verano con Mónica, Secretos de mujeres (1952) y Una lección de amor (1954). En ella diseña atractivos personajes para un grupo de jóvenes actrices —May Britt Nilsson, Harriet Andersson, Eva Dahlbeck, entre otras— y manifiesta una desconfianza instintiva a la felicidad en cualquiera de sus formas.
Son años en que su talento no tarda en ser descubierto y los pioneros en hacerlo serán tres críticos uruguayos: Homero Alsina Thevenet, Emir Rodriguez Monegal y Antonio Larreta, quienes en el Segundo Festival de Punta del Este cantan loas a Juventud divino tesoro (1950), cinta de un sueco desconocido llamado Ingmar Bergman. Tres años después, en 1953, Alsina dedica a Bergman un estudio de diez páginas en la revista Film, que es considerado la primera revisión analítica de la obra del cineasta.
Pero el descubrimiento no se produjo únicamente en el Río de la Plata. A miles de kilómetros de distancia, en París, el grupo de jóvenes críticos de los Cahiers du Cinéma y futuros cineastas de la Nouvelle Vague quedaría deslumbrado ante Juventud divino tesoro, sobre la cual Jean-Luc Godard haría un análisis entusiasta: «El cine no es un oficio. Es un arte. Se está siempre solo, tanto en el set como ante la página en blanco. Y para Bergman estar solo es hacerse preguntas. Y hacer películas es su forma de contestarlas». Un verano con Mónica será otra de las películas del sueco que los dos futuros puntales de la Nueva Ola —Truffaut y Godard— admirarán, en especial su desprejuiciado erotismo y el largo primer plano de medio minuto en el que Harriet Andersson queda mirando a la cámara, plano que reencontraremos siete años después en las miradas a cámara de Jean-Pierre Leaud en Los 400 golpes y Jean Seberg en Sin aliento. Para hacer más evidente el homenaje, Truffaut hará que Antoine Doinel se lleve de la vidriera de un cine una foto de Harriet en esa película de Bergman.
Esta incesante actividad logra para Bergman su primer gran éxito internacional con Sonrisas de una noche de verano (1955), comedia de humor negro bastante feroz que reúne por primera vez a la mayor parte de sus actores y actrices y que logra el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes. El reconocimiento obtenido en Cannes permite al cineasta realizar un proyecto que acariciaba desde hacía mucho: El séptimo sello (1957), angustiada parábola que transcurre en un mundo medieval invadido por la peste y en el que un caballero que retorna de las cruzadas y un conjunto de comediantes tratan de encontrar refugio contra la muerte, que retará a duelo al cruzado ante un tablero de ajedrez. Las dudas existenciales, la presencia de una amenaza sobre la especie —la peste, vista como prefiguración del holocausto nuclear— y el fatalismo reinan sobre este trabajo, que reúne a un espléndido grupo de actores: Max von Sydow, Gunnar Bjorstrand, Bibi Andersson, Gunnel Lindblon, y es una cumbre del fotógrafo Gunnar Fischer, su brazo derecho en los 50.
La acogida brindada a El séptimo sello conduce a Bergman a otros proyectos importantes. El primero es Las fresas salvajes (1957), gran homenaje a su maestro Sjostrom, que encarna a un profesor universitario que se retira, honrado por su alma mater y a través del cual se aproxima sin remordimientos a la vejez, con sus limitaciones y ausencias, pero oponiéndole los recuerdos de una infancia feliz y reconciliada. Tres almas desnudas (1958) es una disección impecable de las reacciones de tres mujeres muy distintas ante la maternidad, en tanto que La fuente de la doncella (1959), su segunda incursión medieval, es una historia cruel de violación y venganza contada a modo de balada juglaresca.
Años de madurez
Hacia 1960, Ingmar Bergman ha alcanzado el pleno dominio de su arte y se encuentra maduro para las mayores empresas. Es entonces que emprende su famosa trilogía del «silencio de Dios», la cual, a la vez que le permite hacer un ajuste de cuentas con sus fantasmas religiosos, significa también un cambio de registro: el cineasta abandona la forma sinfónica que domina su cine anterior y se inclina por el cuarteto. Se inicia lo que la crítica denominó su periodo de cámara, con pocos personajes en un cuadro a la vez austero y riguroso. La trilogía está integrada por A través de un vidrio oscuro (1961), compuesta sobre el tema áspero del incesto y en la que Dios es comparado memorablemente con una gigantesca araña al acecho; seguirá Luz de invierno (1962), que nos presenta las profundas dudas de un pastor abandonado por sus feligreses y abandonado por la fe, y culminara con El silencio (1963), cuyas protagonistas —magnificas Ingrid Thulin y Gunnel Lindblon—, dos mujeres en profunda crisis, recorren con un niño un país donde se habla un idioma desconocido e incomprensible. Pero en tanto que para Antonioni (el otro maestro de enorme influencia en los 60, muerto el mismo día que Bergman) el silencio implica la incomunicación, para Bergman significa un momento extremo, pero siempre es aquel que precede a la llegada o retorno de la palabra. Un divertimento menor, pero muy fino. Ni hablar de esas mujeres (1964) marcará un cambio de tono, cerrará un periodo en su obra y será a la vez su primer encuentro total con el color.
El tiempo, que decanta toda obra artística, ha situado a Persona (1966) entre las grandes obras maestras bergmanianas. El cineasta se trasladó desde hace poco a vivir una parte del año en la pequeña isla báltica de Faro, en cuyo paisaje agreste rodará una serie de películas. Es también la cinta que marca su encuentro con la actriz noruega Liv Ullmann, que será su pareja por unos años, madre de una de sus hijas y protagonista de una decena de sus películas. Persona es una de las obras más complejas del realizador sueco, con una estructura en la que se mezclan realidad, sueño e imaginación, sin olvidar la referencia a la guerra de Vietnam (será la visión en TV de un monje budista inmolándose la que llenará de horror el personaje que encarna Liv Ullmann). La puesta en escena debe mucho a las estupendas interpretaciones de Ullman y Bibi Andersson, con la famosa secuencia en la que ambas se integran, en una transferencia analítica que debe muchísimo a Jung, que es quien mejor ha tratado los conflictos entre la persona (la máscara) y...

Índice

  1. Prefacio
  2. Primera parte. Autores diversos, dos películas célebresy una actriz excepcional
  3. Segunda parte. Un maestro norteamericano
  4. Tercera parte. Los maestros europeos
  5. Cuarta parte. El sensei oriental
  6. Quinta parte. El humor a la italiana