Sobre el castigo
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Sobre el castigo

Por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad

  1. 176 páginas
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Sobre el castigo

Por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad

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Citas

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¿Hay que pensar el derecho penal como una práctica aislada del resto de la sociedad? ¿Una práctica de especialistas, ligada a la tipificación de los delitos, el castigo y la preservación del orden? Primera traducción al español de un gran renovador del pensamiento penal contemporáneo, Sobre el castigo constata que los sistemas de justicia actuales son excluyentes, porque conciben a los delincuentes como personas en esencia diferentes del resto y suelen pensar su propia función en términos de una "guerra contra el crimen".Por el contrario, Antony Duff propone un enfoque en el que todos los participantes –funcionarios, presuntos delincuentes, víctimas, miembros de la comunidad– son ciudadanos y ciudadanas. Alguien es responsable por algo ante alguien, pero la atribución de responsabilidades y penas, para ser legítima, debe surgir de valores compartidos, en lugar de imponerse con un lenguaje arbitrariamente construido por jueces, abogados y doctrinarios del derecho.Así, Duff pone el foco en el rol cívico de quien ha cometido una falta y es llamado a rendir cuentas por ello. Y explica que el autor de un delito tiene que ser interpelado como ciudadano, en un lenguaje que pueda comprender, y adoptar un papel activo respecto de sus deberes. A su vez, el sistema en su conjunto tiene el deber de tratarlo como miembro de la comunidad política en todas las etapas del proceso. Duff define una concepción rica y novedosa de la responsabilidad penal: si la persona acusada de cometer un delito no recibe el respeto o la consideración mínimos por su condición de ciudadano, el sistema de justicia y la comunidad toda pierden la posición moral desde la cual podrían pedir cuentas, juzgar y condenar.Con un pie en la teoría y otro en los sistemas jurídicos reales, el autor demuestra su increíble capacidad para sorprender y poner el dedo en la llaga cuando se trata de sacar al derecho penal de su ilusión de autosuficiencia.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876296151
1. Un derecho penal democrático
¿DEBE EL DERECHO PENAL SER EXCLUYENTE?
En los hechos, nuestro derecho penal suele ser excluyente: excluye de los derechos y beneficios de la ciudadanía a aquellos contra quienes ejerce su poder. Esta situación tiene su ilustración más vívida en nuestro uso del encarcelamiento, sobre todo (pero no sólo) en los regímenes dramáticamente opresivos y deshumanizadores de las prisiones supermax [de supermáxima seguridad] (véase, recientemente, Butler, 2012): en ellas el preso queda, tanto en lo material como en lo simbólico, excluido de la participación en la vida y las relaciones cívicas corrientes. Esto adquiere fuerza retórica en el infame lema “tres strikes y estás out”: estás “fuera” de la sociedad civil, excluido de ella. Pero esta situación puede continuar aun después de que formalmente el castigo haya llegado a su fin: una persona que ha cumplido su pena de cárcel (un “ex convicto”, en el curioso léxico que discutiré más adelante) quizá compruebe que todavía está excluida de aspectos de la sociedad civil tan vitales como la vivienda pública, el bienestar social o la educación, muchos tipos de empleo y hasta el derecho al voto (Chin, 2012; Hoskins, 2014). La exclusión también es evidente en la retórica política del derecho penal: el castigo penal es algo que “nosotros”, los ciudadanos cumplidores con la ley, les imponemos a “ellos”, los otros peligrosos de quienes debemos estar protegidos; o, visto desde el otro lado, se recibe como algo que “ellos”, los poderosos, nos infligen a “nosotros”, los desfavorecidos. Por eso el lenguaje de la guerra –bien conocido a esta altura: “guerra” contra las drogas, el terrorismo o el delito– es a la vez revelador y alarmante. Aquellos contra quienes se libra una guerra no son (o han dejado de ser), justamente, nuestros conciudadanos; son enemigos, algo ajeno a nosotros.[6]
Alguien sostendrá quizá que las cosas no pueden ser de otra manera: el derecho penal debe excluir a las personas contra las cuales se lo activa. A veces se utiliza ese “deber” en sentido descriptivo, para recordarnos rasgos al parecer inevitables de nuestro mundo social y político: el derecho penal es y sólo puede ser una técnica (un arma, para seguir con el lenguaje de la guerra) por medio de la cual los poderosos oprimen a los desvalidos y los gobernantes controlan a una población sometida; de esto se seguiría que, si vamos a dedicarnos a hacer teoría normativa sobre el derecho penal, debemos promover su abolición, junto con todo el aparato de poder estatal, o bien buscar maneras de mejorar su funcionamiento inevitablemente opresivo. Más a menudo, sin embargo, el “deber” se entiende de manera normativa: el derecho penal tiene que ser excluyente, porque quienes cometen delitos pierden su estatus de ciudadanos (Goldman 1982; Morris, 1991). Eso es lo que implica la retórica de la “guerra”: los delincuentes se excluyen de la comunidad con nosotros al atacarnos, y por nuestra parte debemos defendernos de ellos; nuestra defensa es responsabilidad del Estado, que la ejerce por medio del derecho penal. (Dejo de lado el hecho de que esta concepción de los delitos y de quienes los cometen es selectiva: no se considera que todos quienes cometen lo que la ley define como un delito se excluyan a sí mismos o que se justifique que los excluyamos; esto sólo cabe para quienes cometen los tipos de delitos que “nosotros” no cometemos.)
Mi objetivo es resistirme a ambos tipos de “deber”, sostener que podemos y deberíamos aspirar a un derecho penal democrático que sea inclusivo y no excluyente; un derecho penal apropiado para que los ciudadanos de un sistema político republicano se lo impongan a sí mismos y unos a otros. Así, también prestaré atención a algunos de los diferentes roles sociales y jurídicos (roles con una fuerte dimensión normativa) que los ciudadanos pueden desempeñar en relación con el derecho penal.
Antes de embarcarme en esa tarea es preciso hacer dos advertencias. Primero, al hablar de “nuestro derecho penal” tengo la dolorosa conciencia de que el alcance de ese “nuestro” tal vez sea discutible. Hablo sobre la base de una razonable familiaridad con la justicia y el derecho penales ingleses y norteamericanos, que en mi opinión tienen con mucha frecuencia ese carácter excluyente; a lo cual alguien podría replicar que esto es un reflejo de las patologías particulares y específicamente nacionales del derecho penal en esos países (véase Stuntz, 2001), y que no es válido, o no lo es tanto, para el derecho penal de otros países que se las ingeniaron para evitar el estilo angloamericano de exceso punitivo. No tengo dudas de que hasta cierto punto eso es verdad, al menos en el caso de algunos otros países; pero tampoco de que la tendencia a la creación de un derecho penal excluyente no es una patología singularmente angloamericana. Con todo, aún vale la pena embarcarse en la empresa de trazar los contornos de un derecho penal auténticamente inclusivo, a fin de hacernos una idea más clara de lo que ese derecho debería aspirar a ser, sin importar lo lejos o cerca que “nuestros” derechos penales vigentes puedan estar de cumplir esa aspiración.
Segundo, he hablado y seguiré hablando del modo en que los ciudadanos deberían relacionarse con su derecho penal, y los papeles que deberían desempeñar respecto de este. Quizás esto parezca desbaratar de inmediato mi iniciativa, dado que muchos de quienes están sometidos al derecho penal de un Estado contemporáneo no son ciudadanos de este: pueden estar en el país como turistas, como trabajadores “extranjeros residentes”, como refugiados o potenciales inmigrantes (legales o ilegales). Una teorización normativa del derecho penal debe estar en condiciones de explicar la autoridad de este sobre todos aquellos a quienes afirma obligar, así como su relación con ellos; pero una teoría que sólo hable de su relación con los ciudadanos del Estado en el cual es ley no puede dar esa explicación. No obstante, una descripción del derecho penal tiene que empezar por los ciudadanos, aunque no pueda terminar en ellos,[7] puesto que, como veremos en la sección siguiente, estos son los destinatarios primarios de esas leyes. En cuanto a la situación de los no ciudadanos, puedo hacer aquí tres observaciones. La primera es que cualquier análisis exhaustivo de la ciudadanía tiene que ocuparse, en algún momento, de la cuestión de cómo debería obtenérsela (o perderla), y la facilidad o dificultad para hacerlo; la cantidad de no ciudadanos que estén obligados por el derecho penal dependerá de lo fácil que les resulte adquirir la ciudadanía. La segunda es que, al menos en los países con procedimientos bastante restrictivos para el otorgamiento de la ciudadanía, tal vez sea necesario distinguir una idea sustantiva de una formal de esta última: en efecto, muchos de quienes no son ciudadanos en el sentido legal son, en un sentido sustantivo, miembros de la comunidad cívica y han forjado su vida en ella, y deberían ser reconocidos formalmente como ciudadanos.[8] La tercera es que podemos empezar a entender el estatus que deberían tener los no ciudadanos si los vemos como invitados: habría que otorgarles muchos de los derechos y beneficios disfrutados por los miembros, pero también cabe esperar que acepten muchas de las responsabilidades que recaen sobre estos y que observen las leyes locales; mientras estén en nuestro hogar cívico, nuestras leyes los obligarán y protegerán.[9] Hay, desde luego, mucho más para decir acerca de esto, pero no es factible aquí (véase más extensamente Duff, 2013c: 189-191 y 207-208); antes bien, en lo que resta de este artículo me concentraré en los ciudadanos y su relación con el derecho penal.
EL DERECHO PENAL COMO LEY DE LOS CIUDADANOS
Dije antes que una descripción del derecho penal (local) debe empezar por los ciudadanos, dado que ellos son sus destinatarios primarios. Aquí, la cuestión crucial es simple, aunque los teóricos la pasen por alto con demasiada frecuencia: el derecho penal es una institución política, parte de la estructura política de un sistema político específico. En consecuencia, debemos preguntarnos, como debemos hacerlo respecto de cualquier institución política: “¿De quién es?”. ¿A quién pertenece esta institución, el derecho penal? Si aspiramos a vivir en una democracia, la respuesta inicial a esa pregunta también es muy simple: el derecho penal (todo el derecho, en rigor) debe ser (o pretender y aspirar a ser) nuestro derecho como miembros del sistema político, como ciudadanos. Un derecho penal democrático no es algo que “ellos” (un soberano, una élite gobernante) nos impongan a “nosotros” como sus súbditos, ni algo que “nosotros” les impongamos a “ellos”: es un derecho que nos imponemos a nosotros mismos y unos a otros, como miembros en pie de igualdad del sistema político.
Nuestra pregunta, por lo tanto, es: ¿cómo sería un derecho penal para ciudadanos? ¿Qué tipo de derecho penal, en cuanto derecho al que nosotros mismos nos sometemos, respetaría y expresaría como es debido nuestra ciudadanía?
Podemos ver la importancia de insistir en que un derecho penal democrático debe pertenecer a los ciudadanos del sistema político en el cual es ley si advertimos que excluye dos respuestas conocidas a la pregunta sobre cómo deben los ciudadanos relacionarse con él: cómo debe ese derecho penal aparecer en sus vidas y en su razonamiento práctico.
Una respuesta es la del “hombre malo” de Holmes.[10] Según esta concepción, el derecho penal es sólo una fuente de datos que pueden figurar como premisas menores en nuestros silogismos prácticos. Entre ellos se incluyen datos sobre la manera en que, dado el derecho, podrían comportarse los otros, y sobre las probables consecuencias de mi propia conducta: sé que si ataco a otra persona puedo ser arrestado y castigado; según cuáles sean las probabilidades y mis premisas mayores, esos datos podrían darme razones para abstenerme de dicha conducta. Quizás el derecho penal aparezca así en el razonamiento práctico de algunos de los que están sometidos a él, y es razonable suponer que así será en el caso de quienes viven bajo regímenes lo bastante injustos. Pero no es de ese modo como debería aspirar a estar presente en el razonamiento práctico de los ciudadanos de una sociedad decente: el derecho reivindica una autoridad normativa, no meramente un poder efectivo.
La otra respuesta simple da autoridad al derecho, pero un tipo erróneo de autoridad. Conforme a esta concepción, el derecho debe afirmar ser una fuente de razones para la acción, perentorias e “independientes del contenido” (Green, s.f.; Markwick, 2000): decir “es la ley” es darnos una razón para actuar, no como un imperativo hipotético dependiente de nuestros deseos, sino como un imperativo categórico; actúo como lo hago porque (tan sólo porque) así me lo exige la ley. En su versión más extrema, esta concepción presenta a la ciudadana “cumplidora con la ley” como alguien que obedece sin cuestionar, sin tratar de entender ni evaluar por sí misma las razones que podrían servir de fundamento a esa ley. Si lo que se busca es una obediencia ciega de esas características, el derecho penal ideal se formulará en términos descriptivos sin dar cabida al juicio normativo de quienes tienen que obedecer. En un lenguaje austeramente fáctico, especificará lo que debemos o no debemos hacer; de los ciudadanos sólo se exigirán la (presunta) virtud de la deferencia y la capacidad cognitiva de poner en práctica los requerimientos del derecho.
Sin embargo, un ideal semejante no es factible ni deseable. No es factible porque no podríamos reemplazar todos los conceptos normativos que aparecen en nuestro derecho penal por otros, descriptivos, cuya aplicación no exija un juicio normativo: tal vez suprimamos nociones tan radicalmente normativas como “temeridad maliciosa”,[11] “insensibilidad extrema”[12] e incluso “deshonestidad”;[13] pero no podemos suprimir, por ejemplo, los criterios de “razonabilidad” en diversos contextos. Y no es deseable porque (al igual que la primera concepción) presenta el derecho como algo externo a aquellos a quienes este afirma obligar: en ambas concepciones es una imposición ajena que debemos obedecer por temor a su poder o deferencia a su autoridad. Un sistema cuyos sujetos se relacionan con sus exigencias de una u otra de estas maneras podría considerarse jurídico, conforme a los criterios de Hart,[14] pero no puede ser un sistema jurídico normativamente adecuado ni el tipo de “common law” que los ciudadanos pueden reconocer como propio.[15]
¿Cómo debería entonces el derecho de un sistema político decente aparecer en el razonamiento práctico de sus ciudadanos? (Si no es un sistema político decente habrá que contar una historia diferente). Podemos decir que esos ciudadanos deben respetar el derecho, como una institución normativa que los obliga y protege y cuya autoría comparten, pero así tan sólo desplazamos la cuestión hacia lo que significa respetar el derecho.
Tal vez el primer movimiento consista en hablar de “observancia” en lugar de “obediencia” como la virtud cívica relevante, y explicar que la primera implica una actitud ponderadamente crítica con respecto al derecho (Edmundson, 2006). Una buena ciudadana intenta comprender el derecho, el delito del que se ocupa cada ley, los motivos que se adujeron para justificar su sanción; estará dispuesta a debatir si la ley es apta para sus finalidades (y si estas son adecuadas); respetará la ley en cuanto apunta a normas específicas que los ciudadanos deben reconocer como propias, o hacer propias, pero no dará por descontado que alcanza ese objetivo. Una cuestión es, entonces, si, y cuándo, un buen ciudadano estará dispuesto a violar la ley (y si en sí esas violaciones pueden ser expresión de respeto por ella). Sin embargo, las preguntas que nos interesan aquí se refieren al papel que el derecho debería tener en el razonamiento práctico de los ciudadanos cuando la desobediencia (civil o de conciencia) no está en discusión.
Lo primero que señalar es que en toda una gama de delitos, no es la obediencia lo que el derecho penal busca en los buenos ciudadanos: la virtud cívica no implica obedecer leyes como las que definen el homicidio, la violación y otros ataques a las personas o sus bienes como delitos; los buenos ciudadanos no cuentan la frase “porque la ley lo prohíbe” entre las razones para no cometer esos actos incorrectos. Esas acciones no aparecen comúnmente (esperamos) en nuestro razonamiento práctico como opciones acerca de las cuales tenemos que tomar una decisión (aunque algunas podrían aparecer como tentaciones que debemos resistir); y, si bien la ley que las define como delitos puede brindar nuevas razones prudenciales a las personas a quienes las consideraciones morales pertinentes no motivan lo suficiente, esas razones no aparecen en la consideración del buen ciudadano. (Las cosas se tornan más complicadas cuando las definiciones que da el derecho de los típicos mala in se o de las causas de justificación relevantes deben asumir una postura determinada en temas polémicos; por ejemplo, la eutanasia.) (Duff, 2013c: 181-183, y 2007: 85-88).
Cuando el derecho aparece de modo apropiado –como guía de la acción– en las deliberaciones del buen ciudadano, surgen dos preguntas conexas. Una procura determinar en qué medida debe el derecho dar lugar a que los ciudadanos juzguen por sí mismos cuál es el tipo de conducta jurídicamente apropiada, en vez de intentar prejuzgar mediante sus especificaciones precisas qué (no) debe hacerse: una versión del conocido debate de “estándares versus reglas”. La otra concierne al modo en que los ciudadanos deberían deliberar cuando el derecho autoriza o exige que juzguen cuál es el tipo de conducta jurídicamente apropiada. Ejemplo de la primera cuestión son las infracciones de tránsito. Cuando nos dedicamos a una actividad tan riesgosa como conducir un vehículo, debemos hacerlo con el debido cuidado y atención, y asegurarnos de que somos competentes y aptos para manejar y de que nuestro vehículo está en condiciones. El derecho puede definir el incumplimiento de esos deberes como un delito penal, al igual que lo hace con la conducción peligrosa, la de un vehículo inseguro o bajo el efecto de alcohol o drogas.[16] Pero, a fin de prevenir los peligros inherentes al hecho de dejar que la gente juzgue por sí misma, ¿hasta qué punto debería complementar esos delitos basados en estándares con reglas más estrictas que eliminen la discreción al señalar como delito la desobediencia a las señales de tránsito, por ejemplo, o la conducción con un nivel de alcohol en sangre superior a un índice especificado, o sin licencia o un certificado de aptitud técnica vehicular?[17]
En segundo lugar, cuando los ciudadanos en verdad tienen que juzgar por sí mismos –cuando tienen que discernir qué se considera “debido cuidado y atención”, por ejemplo, o qué es “razonable” hacer en una amplia variedad de contextos–, una cuestión clave es la inflexión que usar para deliberar. ¿Debería preguntarme, en primera persona del singular, qué es lo que consideraría razonable, y esperar que el derecho acepte los resultados de mi intento de buena fe por responder a esa pregunta? ¿O preguntar en primera persona del plural qué deberíamos, colectivamente, considerar razonable, y esperar que el derecho convalide mi conducta sólo si esta se inscribe dentro de los límites (vagos y flexibles) de lo que mis conciudadanos (representados por un jurado) coincidirían en calificar de ra...

Índice

  1. Tapa
  2. Índice
  3. Colección
  4. Portada
  5. Copyright
  6. Presentación (por Roberto Gargarella y Paola Bergallo)
  7. El derecho penal de una comunidad política democrática (por Paola Roth)
  8. 1. Un derecho penal democrático
  9. 2. “Tal vez yo sea culpable, pero ustedes no pueden juzgarme”. El estoppel y otros impedimentos para el juicio
  10. 3. ¿Quién es responsable por qué ante quién?
  11. 4. Derecho, lenguaje y comunidad. Algunas precondiciones de la responsabilidad penal
  12. Referencias bibliográficas
  13. Fuentes