Habitar el mundo peronista
por Alejandro Dolina
Los demócratas librecambistas de Occidente suelen conmoverse al evocar la antigua y directa democracia de las ciudades-estado de Grecia.
Tal vez los entusiasma la aparente cercanía del poder político con los ciudadanos. Recuérdese que todos ellos formaban parte de la asamblea. Cada uno podía hacer oír su voz y sus argumentaciones, y el intercambio de ideas se realizaba cara a cara. No podía pensarse un modo mejor de asegurar el sueño democrático.
Sin embargo, no todos los habitantes eran ciudadanos; muchos eran esclavos, los extranjeros carecían de derechos y las mujeres estaban confinadas al silencio del gineceo. En verdad, sólo una pequeña parte de la población alcanzaba la ciudadanía plena.
La democracia capitalista de nuestros tiempos presenta esa misma duplicidad. Es estrecha, pero tiene ínfulas de amplitud. Todos parecen tener los mismos derechos y deberes pero, en la experiencia real, las puertas van cerrándose una tras otra hasta que se comprende que el manejo del poder queda siempre en manos de unos pocos.
Digo todo esto para referirme a ciertos ensayos de democracia directa que todavía se realizan. Se trata, en general, de actos públicos donde los dirigentes toman contacto con los ciudadanos del pueblo llano para oír sus inquietudes, reclamos y objeciones. Muchas veces estos encuentros consisten en caminatas (lo que permite acuñar una nueva semejanza con los antiguos peripatéticos) y hasta en algunos casos se llega a tocar el timbre de los vecinos para llamar su atención acerca de las propuestas de los candidatos.
El ciclo de acciones de inspiración helénica se completa con el debate, aquella contienda de argumentaciones, aquel muestrario de tropos, aquella exhibición de destreza que tenía entre los griegos un objetivo más agonal que político. Lo importante no era alcanzar metas de justicia o igualdad, sino más bien hacer prevalecer a un orador sobre el otro. Las cosas no han cambiado mucho.
Lamento sospechar que el acercamiento físico a los sectores populares no implica necesariamente la defensa de sus intereses. Hay en la construcción de estas metáforas algo que no termina de convencerme. A decir verdad, yo prefiero creer en las políticas. La política es el patrón que da sentido a una colección de decisiones que, a veces, parecen particulares y casuales. La política es el rigor poético que convierte oscuras intuiciones en palabras capaces de conmover a todos. La mera visita de un político profesional a un barrio carenciado no me dice lo que ese hombre piensa acerca del alcance del Estado.
Sin embargo, después de instalar una verdadera muralla de objeciones escépticas, una voz que más parece venir del corazón que del cerebro me dice que hay siempre en cada ocasión teatral, en cada exposición de nuestra persona, la posibilidad de que alguno de nuestros gestos venga a mostrarnos tal como somos. Y me dice también que existe un fenómeno que aparece cuando los líderes toman contacto con el pueblo. Una especie de revelación o reconocimiento mutuos.
Y aquí aparece Kicillof, recorriendo él también estos circuitos, pero haciéndolos consistir en foros didácticos para exponer una política cuyos resortes él conoce perfectamente y que tienen el perfume keynesiano del primer gobierno de Perón. El ministro tampoco desconoce el estilo clásico de los actos peronistas: la instalación poderosa de un sentido de pertenencia; la disposición emocional en estado de alerta; el uso adecuado de una colección de estímulos verbales que son como fórmulas sagradas. Pero también sabe que el peronismo no es un cuaderno en blanco en el que pueden anotarse todos los discursos.
Este libro muestra a Kicillof en pleno encuentro con las muchedumbres. Y deja claras las diferencias entre su discurso y el de otros muchos que alcanzan a subirse a escenarios parecidos.
Esta ponencia comenzó señalando que las efusividades del banquete no debían ser más importantes que la fuerza de las ideas. Ahora, en el final, oímos a Unamuno diciendo que no existen ideas que se paseen solas por la calle. Es necesario encarnarlas. Hacen falta hombres que las lleven consigo.
MARTÍN JÁUREGUI: Gracias a ambos. Vamos a iniciar nuestra charla con mucha gente presente, pero con la ventaja de hablar de los temas que nos interesan a todos, principalmente sobre las cuestiones más habituales de estos tiempos y sobre cuestiones económicas, claro.
ALEJANDRO DOLINA: Antes que nada, debo pedir perdón por mi presencia aquí o por la impertinencia de esta presencia, ya que es obvio que no tengo la preparación indispensable como para sentarme a discurrir sobre estos asuntos. La verdad es que pensaba hacerles un homenaje no viniendo; pero compromisos contraídos con posterioridad me obligan a venir. Sin embargo, si bien en cuerpo estoy aquí, mi espíritu se encuentra en otros lugares, y aunque hoy he tenido que asistir, prometo que en una ocasión futura faltaré, para cumplir con los deseos de todos ustedes.
JÁUREGUI: Deliberadamente. [Risas.] Una ausencia deliberada vas a tener. La utopía como motor, eso que me lleva hacia delante, ¿es tal? ¿Existe así?
DOLINA: Esa es una buena pregunta, ¿pero es para Axel o para mí?
JÁUREGUI: Empecemos con vos, querido Alejandro.
DOLINA: Es que temo incurrir en el desagrado general al decir que las utopías no siempre son tan buenas como parecen: el Japón imperial era una utopía, después de todo. Pero algo tienen de bueno: producen en la gente una mística, unos deseos, unas hermandades, una fuerza de acción. Pero –está bien que yo diga esto para que después Axel lo refute–: a mí me parece que es mejor evitar males concretos que soñar con bienes abstractos.
JÁUREGUI: Claramente.
DOLINA: Me temo que la utopía siempre se refiere a bienes abstractos y muy a menudo el utópico habla del sacrificio de una generación, que se sacrifica para que cosechen las que la siguen. Pero insisto en la primera frase, dicha de otra manera: quizás evitar la miseria humana es la más racional de las políticas posibles. Entonces, viene un economista y dice que, si ahora evitamos la miseria de muchas personas, pronto llegará la macroeconomía y nos saltará encima y nos comerá.
Supongamos que eso ocurre: creo que hay unos tipos en la Argentina que se especializan en solucionarles los problemas a las personas que han nacido ahora, que ya están en el mundo, no a las que estarán dentro de cuatro o cinco generaciones. Hay unos tipos que, cuando alguien necesita una casa, le dan una casa; pero se la dan ahora, no después. Esos tipos suelen llamarse peronistas.
La última cuestión que voy a comentar sobre la utopía es que uno a veces va siguiendo estrellas y no se da cuenta de que algunas ya se han apagado, y su luz, engañosa, todavía nos sigue alumbrando. Así que, antes que mirar demasiado hacia arriba, conviene cada tanto mirar hacia atrás, a ver quién viene con nosotros siguiendo esas estrellas, porque tal vez nos quedamos solos, siguiéndolas. Además –otra y última cuestión–, la utopía necesita una corrección en cada esquina. En cada esquina hay que mirar y preguntarse: ¿será esta? ¿Va por ahí la cosa? Y si vemos que va por ahí, seguimos. Pero quizás uno mira tanto hacia arriba que, cuando observa dónde está, no lo sabe, y no conoce a las personas que lo rodean, si es que hay alguna. De modo que la utopía es tentadora, pero siempre peligrosa.
JÁUREGUI: Pienso, Axel, en los programas “Progresar”, “Procrear”… La casa dada en el momento preciso, la necesidad real, como decía Alejandro, no esos planes inciertos.
AXEL KICILLOF: Antes que nada, no les voy a prometer mi ausencia como hizo Alejandro. Lo primero para mí es manifestar mi admiración inmensa por Dolina. Soy su oyente desde una edad más joven de lo recomendable, diría. Porque tengo un hermano cuatro años mayor; en algún momento del secundario empezó con sus compañeros a obsesionarse con su programa, Demasiado tarde para lágrimas, que se transmitía de la una a las tres de la mañana. Mi hermano estaría en quinto año y yo, en segundo, y por esas cosas que ocurren con los hermanos chiquitos, me tocaba acompañarlos a ellos y escuchar un Dolina que me quedaba grande. Han dicho que el ministerio me quedaba grande, pero reconozco que, a mí, Dolina…
JÁUREGUI: No te han medido bien, Axel. Eso es lo que pasa.
KICILLOF: Dolina me quedaba grande porque hablaba de cosas vinculadas a la filosofía, con ese lenguaje que acabo de escuchar. Y me di cuenta de que no les puedo prometer mi ausencia, pero me encantaría dejar el micrófono para escucharlo como tantas otras noches, como probablemente les ocurrirá a los que están acá, escuchando las reflexiones de Alejandro y aprendiendo tanto de eso y, por qué no, de economía. Voy a agradecer también a todos los que vinieron, ya que este era un evento estrafalario, como muchos de los que hemos hecho en esta campaña. Con los compañeros que me acompañan en la lista de candidatos a diputados por Capital Federal –Andrés Larroque, Victoria Montenegro, Nilda Garré– y con otros compañeros del espacio, como Mariano Recalde y Juan Cabandié, nos obsesionamos. Nos propusimos recorrer la ciudad y hablar con la gente en cada plaza de Buenos Aires. Hubo una inspiración un poco socrática, de sentarse a hablar…
JÁUREGUI: El foro, ¿no?
KICILLOF: La verdad es que no era muy habitual. Pongamos una sillita –proponía yo–, nos sentamos, agarramos un micrófono –o no, porque tal vez haya sólo dos o tres personas– y veamos cuáles son las preocupaciones de los vecinos y qué es lo que quieren preguntar a los candidatos, al candidato que es el actual ministro de Economía, ya que cuesta tanto hablar del futuro con una prensa que todo el tiempo impone un presente inmediato y líos tremendos de la actualidad, como para que no podamos discutir demasiado el porvenir, ni la utopía, ni absolutamente nada: se presenta siempre una catástrofe que nos ahoga. Desde el Ministerio de Economía, antes que dar explicaciones, estás siempre atajando penales.
Quería tomar un punto que mencionabas, Alejandro, y llevarlo a mi especialidad en economía: la cuestión de dedicarse a los males concretos, actuales, presentes, de la gente, contra la idea de trabajar para un futuro incierto, muchas veces inalcanzable. Lo cierto es que en ese camino se construyen muchos presentes, el futuro nunca llega y ya no se sabe tal vez hacia dónde íbamos. Eso habla de un parteaguas en la teoría económica.
A ustedes quizá les parezca exagerado, pero es así. La teoría económica ortodoxa, liberal, opera como si las cosas ocurrieran de la mejor manera posible, y a menudo usan esa metáfora del largo plazo. Para que se entienda sin ponerme demasiado técnico: es como si todos los mercados, todas las variables económicas, estuvieran en equilibrio. Ya han operado las perturbaciones, la coyuntura, ha operado la circunstancia, y las variables económicas se ubican en su lugar de equilibrio: todos los mercados están en equilibrio, todos los sujetos que participan de esos mercados son igual de pequeños en el terreno de una competencia perfecta, todos conocen perfectamente el porvenir. Y esto, que parece filosofía, es la teoría económica dominante en la actualidad a nivel mundial, la que lleva muchas veces a que las medidas de política económica que se toman no sean del orden de lo más cercano, sino de lo más lejano. Es decir, la economía debería trabajar siempre en esa perfección, que no ocurre, y, como nos encontramos en una perfección, las medidas que se apliquen en rea...