Documento1
  1. 224 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
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Información del libro

Documento1 cuenta la historia de Tess y Jude, dos jóvenes que comparten piso en una pequeña ciudad de Quebec de nombre más que peculiar: Grand-Mère ("Abuela" en español). Aficionados a viajar desde casa utilizando Google Maps y a descubrir los topónimos más curiosos y las historias que hay detrás de ellos, deciden un buen día emprender un viaje real a Bird-in-Hand, una localidad perdida de Pensilvania. Parahacerse con el dinero y el coche que necesitan para alcanzar su objetivo, no se les ocurre un camino más directo que el de pedir una de las subvenciones que el Ministerio de Cultura otorga a los artistas para escribir un libro.Una historia divertida y tierna, y con una crítica al mundo literario de lo más ácida.

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Información

Año
2019
ISBN
9788412003680
Categoría
Literature
Primera parte
por Tess
Prólogo
[los adjetivos calificativos]
No es por hacerme la interesante, pero pienso que Jude y yo somos unos infelices. Tener ganas de largarse es sin duda el síntoma más común de la infelicidad. Es típico del desgraciado obtuso pensar que de verdad se puede cambiar el mal de sitio, imaginarse que la felicidad está ahí fuera; lo de querer empezar de nuevo y poner el contador a cero, marcharse para encontrarse mejor y ese tipo de estupideces. («Y viviremos como príncipes. Y criaremos conejos. ¡’Enga, George! Cuenta lo que vamos a tener en la huerta y cuenta lo de las jaulas de los conejos y lo de la lluvia en invierno y la estufa, y lo espesa que es la nata que se forma sobre la leche que casi no se puede cortar. Cuéntamelo todo, George»). De acuerdo, en nuestro caso no podemos hablar realmente de un nuevo comienzo, porque lo único que queremos es pasar un mes en Bird-in-Hand, pero a nosotros nos basta con eso, visto que solo somos un poquito infelices. Todo lo que somos, lo somos solo un poquito. Cuando le dije eso a Jude («¡Me parece que somos unos infelices, tío!»), se me rio en toda la cara, de verdad, y me llamó gótica.
—Entonces, ¿somos felices, según tú? —repliqué yo.
—¡Por Dios, no! ¿De dónde te sacas esas cosas?
Y ahí fue donde me expuso, de cabo a rabo, su teoría de que los adjetivos calificativos habrían sido inventados para designar solamente a un puñado de personas: los casos extremos. Se utilizan por comodidad, o por pereza, pero, en cuanto lo piensas un poco, enseguida te das cuenta de que la gran mayoría de la gente a la que se les aplican no los merece. Te pasas la vida diciendo «Fulano es un tipo brillante», o, más a menudo, «Fulano es un imbécil». Pero, en realidad, casi nunca te cruzas con tipos brillantes en el día a día. Con imbéciles, tampoco. Idiotas universales por supuesto que los hay. Igual que se dice que hay genios universales, existen los Leonardo da Vinci al revés, los virtuosos de la estupidez, pero escasean casi tanto como los ciegos de nacimiento o los enanos. La inmensa mayoría de las personas con las que uno se cruza durante el día no tendrá nunca un pensamiento propio en toda su vida (por muy capaces que sean de resolver el sudoku del periódico). Del mismo modo, la gente en general no es ni fea ni guapa. Es del montón, y para que alguien te resulte excitante necesitas alcohol o romanticismo, o una mezcla de ambos. (Eso es Jude el que lo dice. A mí, ni borracha como una cuba me parece nadie nunca mínimamente excitante). Jude reconoce de todas formas que las cosas no son perfectamente simétricas, que siempre hay un mayor número de individuos en el extremo negativo del espectro: existen más idiotas que mentes excepcionales, más feúchos que buenorros y, claro está, más infelices que felices. Pero, según él, eso último no nos concierne personalmente; nos queda mucho por andar antes de poder presumir de infelices. Y eso me tranquiliza, oye.
1

Un poco de historia
[me centro en el tema]
Hacia finales del siglo iii, estando el emperador romano Maximiano en Octodurum (hoy Martigny, Suiza) un poco aburrido, decidió perseguir a los cristianos del lugar para distraerse. Como su guardia personal no le bastaba para la tarea, solicitó el refuerzo de una legión de Tebas. Sin embargo, al enterarse los oficiales tebanos de la naturaleza de su misión, se negaron a obedecer las órdenes del emperador y detuvieron a sus hombres en los desfiladeros de Agaune. Entonces, Maximiano ordenó que los pasaran por la espada hasta diezmarlos. Como los supervivientes siguieron negándose a obedecer, ordenó diezmarlos de nuevo. Cuando la legión envió a una delegación ante Maximiano para exponerle su resolución de no renunciar a los juramentos prestados a Dios por mucho que los diezmaran, el emperador ordenó masacrarlos.
Los valientes oficiales que prefirieron morir con sus hombres antes que atentar contra la vida de sus hermanos cristianos se llamaban Mauricio, Cándido y Exuperio. Desconozco si canonizaron a los dos últimos, pues no sé de ningún lugar llamado San Cándido o San Exuperio (también es cierto que cuando te llamas Cándido o Exuperio no esperas que se bauticen muchas cosas en tu honor), pero Mauricio, sin embargo, sí que se abrió un hueco en el calendario litúrgico, y hoy le da nombre a un montón de ciudades, municipios, regiones y lugares repartidos por Occidente. ¿Que a quién se le ocurriría bautizar a nuestra hermosa región administrativa en honor a un general tebano del siglo iii? A nadie. El río Saint-Maurice (y la región de Mauricie por extensión) recibió su nombre de la manera más tonta: a raíz de que un tal Maurice Poulain de la Fontaine llegara aquí hacia mediados del siglo xvii para desbrozar. (Te estoy contando, a todo esto, la historia de san Mauricio sin venir a cuento, pero confío en ti para encontrar la manera de emplazarla en una futura conversación). Un día que estaba contemplando el río con aire soñador después de una dura jornada de trabajo, el señor Poulain de la Fontaine se dijo: «Anda, este curso de agua todavía no tiene nombre… ¿Y si le pusiera el mío? Apuesto a que es la única oportunidad que tengo de que la posteridad me recuerde. Pero, para que no se me vea el plumero, le pondré el “San” delante. Digo yo que algún santo existirá con ese nombre, seguro. Si existen santa Matilde, santa Eufrasia, san Eulogio y san Crispín, sería verdaderamente raro que, en todos estos siglos, no hayan descuartizado por la gloria de Cristo a dos o tres Mauricios». También puede que no ocurriera así, que el señor Poulain de la Fontaine no se dijera eso en absoluto. Fuera como fuera, Maurice dio su nombre al río y el río dio su nombre a la región (apócrifa, por tanto, la anécdota esa de que el señor de Laviolette, recién desembarcado en el lugar donde fundaría la futura ciudad de Trois-Rivières, exclamara: «¡Diantres! ¡Esto está muerto![1]»).
Estas tierras...

Índice

  1. Primera parte por Tess
  2. Segunda parte por Jude [comentada por Tess]
  3. Tercera parte por Tess