Seis grandes escritores rusos
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Seis grandes escritores rusos

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Seis grandes escritores rusos

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Tras un breve panorama de la historia y cultura rusas, se presenta la vida, la obra y algunos textos significativos de seis de los grandes escritores rusos del siglo XIX: Pushkin, Gogol, Turgenev, Dostoievsky, Tolstoi y Chejov. La literatura de todos ellos tiene características comunes, propias: transcurre en el vasto imperio del zar, es crítica, descriptiva, y difícil de igualar en el análisis psicológico de los personajes. Sobre todo, busca apasionadamente a Rusia: su personalidad, su historia, su esencia espiritual y su destino. Estos seis autores son ya patrimonio de todos los hombres y de todos los tiempos, al seguir descubriéndonos en sus páginas la hondura del ser humano, su miseria y su grandeza.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432147104
Edición
1
Categoría
Literatura
1.
EN BUSCA DEL ALMA RUSA
El inmenso territorio ruso, acrecentado en el siglo XVIII y en las primeras décadas del siglo siguiente por la política expansionista de los zares, se extendía a finales del siglo XIX desde el Báltico hasta el Pacífico, y desde el Mar Negro hasta el Ártico. Dividida por los Urales, Rusia se presentaba como europea y asiática al mismo tiempo. Vista con ojos occidentales, era una nación exótica y para muchos, incomprensible.
Establecer la identidad nacional rusa ha sido siempre un desafío. El imperio del zar empieza a jugar un papel importante en Europa con el triunfo de las armas rusas sobre los suecos, a inicios del siglo XVIII. Reina Pedro I, de la familia Romanov, a quien después se le añadirá el adjetivo de Grande[1]. Será él quien en 1703 ponga los cimientos de San Petersburgo, a orillas del Báltico, en donde desembocan las aguas del Neva. La nueva ciudad era un proyecto grandioso y personal, con el que Pedro pretendía dejar atrás una tradición cultural considerada atávica y retrógrada: la nueva capital se abría al mundo occidental como una demostración de que también los rusos eran europeos, estaban abiertos al progreso y apreciaban las bellas artes. San Petersburgo se erige con moldes urbanísticos y estilísticos italianos, franceses y alemanes. Al igual que la nueva ciudad, la literatura, la música y la pintura rusas del siglo XVIII carecerán de originalidad, y buscarán modelos de inspiración en el extranjero.
El contraste entre esta ciudad y Moscú es grande. San Petersburgo, edificada sobre un terreno pantanoso, se construye con una rapidez asombrosa. Cincuenta años después de su fundación, presenta una imagen de fastuosidad que admira a los viajeros occidentales, pero también se advierte en ella algo de artificial en su diseño y concepción. Centenares de miles de siervos construyeron palacios, abrieron avenidas, talaron bosques y prepararon parques y jardines. En ese ambiente de esplendor, el zar vive rodeado de nobles, que gracias a las disposiciones de Pedro el Grande y sus sucesores fueron occidentalizando sus costumbres. El francés sustituyó muchas veces al ruso en el habla cotidiana de la élite, y las familias más adineradas superaban en lujo y comodidades a sus congéneres de Alemania, Francia o Inglaterra.
Moscú, en cambio, conservaba rasgos medievales. Las edificaciones eran en su mayor parte de madera. La Iglesia ortodoxa estaba omnipresente, con sus varias catedrales, monasterios e iglesias. Poco a poco se fue modernizando, sobre todo después del incendio de 1812: se aprovechó la destrucción de gran parte de la ciudad para abrir amplias avenidas y construir palacios de estilo europeo. Pero nunca se perdió el “aire” ruso de la ciudad. Muy distinta era la situación de San Petersburgo, «la ciudad más abstracta e intencional de todo el ancho mundo», como la definió Dostoievsky en sus Memorias del subsuelo. En Moscú había una intensa vida social, los restaurantes estaban repletos, en los mercados pululaban todo tipo de personajes que se buscaban la vida de muy diversas formas. No así en la nueva capital, que seguía el ritmo de la corte, donde todo estaba planificado y organizado: es la frialdad del ambiente que tan bien transmite Gogol en sus Cuentos de San Petersburgo.
¿Quién encarna la identidad rusa, Moscú o San Petersburgo? ¿Rusia debe mirar al Occidente o debe afirmar las tradiciones propias de sus humildes orígenes en torno al Ducado de Moscú, un mundo prevalentemente rural, austero, permeado de una religiosidad mística? A lo largo del siglo XIX se intentó dar respuesta a estas preguntas. Las dos posiciones fundamentales, no definidas taxativamente, fueron la de los occidentalistas y la de los eslavófilos.
Los occidentalistas sostienen que Rusia debe encaminarse hacia el progreso incorporando formas de vida y de pensamiento occidentales, y entre la nueva y la antigua capital optan por la primera, por todo lo que ella encarna de apertura, cosmopolitismo y visión de futuro. Entre los occidentalistas destacan las ideas filoromanas de Pëtr Caadaev[2], las posiciones estéticas del crítico Vasyrion Bielinsky, y toda la teoría política, social y económica de Alexandr Herzen, quien vivirá habitualmente en Londres, donde dirige el periódico La campana, instrumento de propagación de sus ideas renovadoras y socialistas.
Los eslavófilos, por su parte, tienden a subrayar la especificidad de la cultura rusa tradicional, y a veces la superioridad de dicha cultura respecto a la occidental. Según el principal representante de este movimiento, Alexei Khomyakov, el espíritu eslavo es esencialmente religioso. Libertad y amor se identifican en el alma de Cristo, y los cristianos ortodoxos deben hacer prevalecer estos sentimientos en la vida social. Este intelectual desarrolla el concepto de sobornost’ (conciliaridad) como la característica más específica del alma rusa: contra el individualismo occidental, la ortodoxia presenta una visión comunitaria, en donde el mismo zar, guardián de la fe ortodoxa, cumple su función de ser la unidad en la multiplicidad.
Junto a Khomyakov, contra el que tuvo polémicas ardientes, el otro padre de la corriente eslavófila es Ivan Kireevskij, que considera que Rusia es la única nación que ha conservado el verdadero cristianismo, es decir la ortodoxia. El Occidente desarrolló un racionalismo formal, mientras la fe ortodoxa abre el camino para un conocimiento integral que encuentra en la verdad religiosa su centro especulativo.
En los años 60 y 70 del siglo XIX se produce el paso del movimiento eslavófilo al paneslavismo. La diferencia está en que el primero no tenía un cariz expansionista, mientras que el segundo, que tiene su origen en Europa central, toma fuerza en Rusia sólo después de la Guerra de Crimea (1853-1856). En algunos sectores nacionalistas, la derrota bélica despierta la conciencia del destino ruso de proteger a los hermanos eslavos que se encuentran bajo el yugo del Imperio otomano. Será sobre todo Nikolai Danilevsky el gran profeta del paneslavismo ruso. Según el autor de Rusia y Europa, existe una incompatibilidad entre civilización eslava y civilización germánico-latina. La superioridad intelectual y religiosa de los eslavos imponía una lucha contra el Occidente, guiada por el pueblo eslavo preponderante, el ruso. Danilevsky considera que el cristianismo occidental —fundamentalmente la Iglesia Católica— distorsionó la verdad cristiana por causa de su alianza con el poder político. Este hecho provocó una lucha contra la Iglesia, defensora de la escolástica oscurantista, que tuvo como consecuencia tres anarquías: la anarquía religiosa —es decir, el protestantismo—; la anarquía filosófica, que desemboca en un materialismo escéptico; y la anarquía sociopolítica manifestada en el creciente democratismo político y feudalismo económico. Rusia debe liberar a sus hermanos eslavos de estas anarquías, e imponer la ortodoxia, que trae consigo las instituciones y tradiciones rusas[3].
Después de esta presentación somera de las dos corrientes clásicas, es necesario advertir que la mayoría de los intelectuales se encontraba a mitad de camino entre occidentalistas y eslavófilos. Admitiendo la necesidad de reformas, apreciaban las tradiciones y costumbres rusas. A esta posición moderada ayudó un hecho crucial: en 1812 Napoleón es derrotado por el ejército del zar, y el emperador debe alejarse de Moscú con el rabo entre las piernas. Es la epopeya descrita en Guerra y Paz de Tolstoi. La autoestima nacional recobra vigor, y si bien jamás se deja de pensar en Rusia como parte de Europa, se vuelve la mirada hacia las propias tradiciones y a las peculiaridades del pueblo. Los siervos demostraron un patriotismo acendrado, y muchos nobles revalorizaron el papel del pueblo llano en la construcción de una comunidad nacional que empezaba una nueva etapa después de las glorias de 1812. A partir de ese año se refuerza el uso de la lengua rusa en la aristocracia —en una paulatina sustitución del francés—, se popularizan las formas de vestir tradicionales, y la haute cuisine francesa es reemplazada por los fuertes platos de la cocina local: sopa de col o de remolacha, gelatinas de pescado o de carnes, licores de cerezas, setas en escabeche, etc.
Algunos miembros de la aristocracia sueñan con reformas a favor de los siervos. Serán los que lleven a cabo la rebelión de diciembre de 1825 —la de los llamados decembristas— que será ahogada en sangre por el autoritarismo de Nicolás I, recién ascendido al trono después de la renuncia de su hermano Constantino. Pretendían una monarquía constitucional y la abolición de la servidumbre. Si bien, como acabamos de decir, estos nobles tomaron conciencia de su identidad rusa, no dejaron por eso de profesar ideas liberales y consideraban que la adopción de algunas reformas sociales inspiradas en las instituciones europeas contribuirían al progreso de Rusia. El príncipe Sergei Volkonsky, uno de los nobles decembristas, escribió que volver a Rusia, después de haber estado en Londres y París, «era como regresar a un pasado prehistórico»[4].
Si en los decembristas había ideas tanto de los occidentalistas como de los eslavófilos, algo análogo se puede afirmar de los populistas. Se trata de un movimiento social que se desarrolla en la segunda mitad del siglo, y que implica una “marcha hacia el pueblo”. Muchos hijos de aristócratas y universitarios van al campo para trabajar codo a codo con los campesinos. Quieren identificarse con el pueblo para redimirlos de su pobreza e ignorancia. El alma rusa reside en las comunidades rurales, a las que hay que ayudar para que se liberen de la superstición y de la opresión política, pero respetando su modo de vida, que encarna la quintaesencia de lo ruso. Las misiones de estudiantes universitarios que propagan ideas socialistas y materialistas en las comunidades rurales, y el rechazo de los campesinos a esas nuevas ideas es un proceso que causa gracia y pena a la vez: la intelligentsia había mitificado el mundo de los mujiks —campesinos—, quienes consideraban las novedades políticas y religiosas como heréticas y desleales a la obediencia debida al zar. Bazarov, protagonista de la novela Padres e hijos, de Turgenev, personifica bien al intelectual petulante que no es entendido por los sencillos campesinos, que lo miran como a un payaso. Cuando Levin, en Ana Karenina, pregunta a un campesino qué opina de la guerra en los Balcanes, este se limita a contestar: «¿Opinar? Eso no es asunto nuestro. Nuestro zar Alexandr Nikoláevich sabe mejor que nosotros lo que debe hacer».
En el vasto panorama cultural ruso hay lugar también para una reivindicación del pasado tártaro y una revaloración del espacio asiático conquistado a partir del siglo XVIII. Muchas de las familias más tradicionales de Rusia tenían apellidos de origen mongol, tártaro o turco, pues a pesar de los continuos enfrentamientos militares también hubo procesos de simbiosis cultural, matrimonios y asentamientos de los pueblos derrotados en lo que se fue transformando en territorio ruso. El Cáucaso ocupó un lugar importante en el imaginario de los escritores del siglo XIX como una especie de edén, de naturaleza intacta, salvaje, con tintes propios de Rousseau. Pushkin, Gogol, Tolstoi ofrecen una visión romántica de esa tierra todavía cubierta con un halo de misterio para la mayoría de la población europea.
¿Europeos o asiáticos? Herzen decía que Nicolás I era un “Gengis Kan con telégrafo”. No era el único que atribuía el despotismo del régimen político del zar a la influencia asiática. Los euro...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. BREVE INTRODUCCIÓN
  6. 1. EN BUSCA DEL ALMA RUSA
  7. 2. ALEXANDR S. PUSHKIN. LA LITERATURA COMIENZA A HABLAR EN RUSO (1799-1837)
  8. 3. NIKOLAI GOGOL, UN PREDICADOR INCOMPRENDIDO (1809-1852)
  9. 4. IVAN TURGENEV, UN RUSO PARA OCCIDENTE (1818-1883)
  10. 5. FIODOR DOSTOIEVSKY. LA CONCIENCIA ATORMENTADA (1821-1881)
  11. 6. LEV TOLSTOI. LA VIDA INFINITA (1828-1910)
  12. 7. ANTÓN CHÉJOV. LA SONRISA TRISTE (1860-1904)
  13. EPÍLOGO
  14. BIBLIOGRAFÍA CITADA
  15. MARIANO FAZIO