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adán, eva y el cuadro de la tentación
Las cobijas que lo habían abrigado en esos días de fiebre ya lo tenían fastidiado. Al mediodía de aquel soleado 6 de julio de 2000, Francisco Granados estaba agotado de tantas horas de cama. Sus casi setenta años eran una calamidad. Tardó en reparar que alguien tocaba a su puerta, no por un sueño profundo, sino porque casi nunca alguien visitaba a este anciano sacristán del pueblo hidalguense de San Juan Tepemasalco. No podían ser buenas noticias.
—Pancho, ¡la puerta de la capilla está abierta! Alguien entró —le avisó Carmen, su hermana.
Francisco se vistió y bajó una cuadra para dar aviso a las máximas autoridades de esa población de 250 habitantes: el delegado municipal Crescencio Benítez y el juez Fidel Pérez. Cruzaron el atrio hasta quedar frente a la fachada blanca de la capilla franciscana. Era cierto; el viejo portón de madera estaba entreabierto en uno de los 364 días del año en que debía estar cerrado: salvo por una boda, quince años o un bautizo, solo abría los 24 de junio, en la fiesta de San Juan Bautista.
Al entrar vieron que del barandal del coro, en lo alto del templo, colgaba un lazo de más de dos metros. Alguien lo había usado para bajar a la nave principal. En el altar mayor saltaban a la vista dos huecos rectangulares, ocupados hasta hacía unas horas por dos pinturas con la imagen de Juan el Bautista, el venerado santo de largo pelo rizado. Además, faltaba un pequeño Cristo de madera.
Justo antes de salir, los tres pobladores descubrieron un bastidor tirado en el suelo. Alguien le había cortado la pintura que contenía con un objeto filoso. El sacristán lo tomó. Volteó y advirtió que en un muro lateral, a tres metros de altura, había una estaca al descubierto.
De esa pieza metálica siempre había colgado un viejo óleo verdoso. Los ladrones lo bajaron. Luego, por lo visto, con una navaja separaron la tela del bastidor, al que dejaron vacío pese a tener adherido el perímetro del lienzo. En él, Francisco, Crescencio y Fidel vieron, cercenada, la cabeza de Dios Padre. Pero no podían recordar gran cosa sobre esa pintura. Solo que Adán y Eva aparecían borrosos en un jardín lleno de animales extraños.
El vendedor de arte Rodrigo Rivero Lake nos da la bienvenida a la fotógrafa y a mí en su penthouse de Campos Elíseos, en Polanco.
—¿Un tecito?
Un mayordomo de uniforme trae té verde en tazas de porcelana china. Revolvemos el azúcar con cucharitas de oro. Rivero Lake se pierde unos segundos en el fondo de su departamento. Surgen antigüedades en el suelo y en las paredes, sobre las mesas, en cada recámara de este piso donde el anticuario más célebre de México vive con su servidumbre. Hay piezas coloniales, estofados, altares, esculturas de la India. Objetos diminutos, fastuosos. Todo lo imaginable. Oímos un maullido: imagino una gatita de angora blanca. De pronto, vuelve Rivero Lake. Es él quien maúlla. Lleva en la boca un pequeño silbato que simula el sonido de un gato. Nos regala un silbatito a cada uno.
Camisa rosa con sus iniciales, pantalón olivo, saco beige, pañuelo amarillo y zapatos de gamuza. Rivero sabe de colores. Sus ojos son verde azulados. Es un perfumado galán de cincuenta y siete años. Eleva el rostro para la foto.
—¡Espera!
Se levanta y trae un cráneo dorado que apoya en su rodilla.
—Es mi Laca-laca, se las presento. Es ecuatoriana, sacada de un san Jerónimo.
Ahora sí, la fotógrafa se prepara a disparar.
El anticuario posa, mirando a Polanco desde la altura. Detrás hay un altar indoportugués del siglo xviii. A su lado, un san Antonio, el santo casamentero.
—Hay que pedirle matrimonio, un amor sincero, soy el más guapo de los solteros —declama Rodrigo, impostando la voz (él es divorciado). Hace otra pausa, pide alejar un candelabro—. No es original; luego uno se desacredita.
La fotógrafa se arrodilla para tomar una imagen en contrapicada.
—Usted es fotogénico —le dice ella.
—Totalmente —responde él—. Me usan para espantar niños.
Inicia la entrevista. Rivero Lake habla a un ritmo supersónico, mezclando anécdotas, hechos históricos. Se queja de estar viviendo una persecución.
—A una iglesia de la sierra llega un anticuario y se lleva las columnas, tres cuadros y deja mochada la iglesia. Yo, al contrario: voy y trato de comprarla entera. ¿Para qué? Para preservarla. Luego dicen: Rivero Lake es un saqueador. ¿Por qué? ¿Porque la preservé?
—¿Es difícil saber si sus piezas tienen un origen lícito?
—Es una desgracia: no sabes de dónde vienen. El más sabio cae engañado. He tenido muchos problemas. Compras en una casa o una tienda y la pieza es robada. Si alguien en un pueblo quiere comprar un coche, se roba la pintura de su iglesia.
La Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos impone hasta doce años de cárcel a quien robe o saque del país una pieza del Patrimonio Nacional sin permiso del gobierno. La paradoja es que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) carece de una base de datos pública para saber qué obras del Patrimonio han sido robadas de las iglesias.
—La ley hay que cambiarla —añade Rivero—. Si voy a regresar una pieza robada soy copartícipe del robo, cuando me deberían hacer un reconocimiento por entregarla.
adiós a san elías
El delegado del pueblo y el cura Francisco López —jefe religioso de la zona— acudieron al Ministerio Público de Tulancingo a levantar la denuncia. Por ser de orden federal, el caso se turnó a la Procuraduría General de la República (PGR): el cuadro de Adán y Eva y los demás objetos —como las mil doscientas cincuenta piezas de arte sacro que el INAH estima robadas— eran parte del Patrimonio Nacional por pertenecer a una iglesia.
El pueblo no fincó esperanzas en que un día aparecieran: por años, su capilla ha sido saqueada hasta quedar en cueros y jamás se resolvió nada. San Juan poseía el cáliz de oro más valioso del sur de Hidalgo. Medio siglo atrás, uno de los curas en turno, antes de despedirse avisó que se lo llevaría para reparar su deteriorada base. Prometió devolverlo mucho más hermoso, para dejarlo como un digno “refugio de la Sangre Preciosísima de Cristo”. Ni él ni el cáliz regresaron.
Y de ahí pa’l real: desaparecieron una custodia de la Eucaristía, las figuras de san Pedro, san Pablo, san Cristóbal y san Miguel, y hasta los instrumentos musicales de la banda local que eran guardados en un hueco del altar.
Un día, el pueblo de San Juan, tan callado en su dolor, halló razones para gritar su coraje. San Elías desapareció.
—Como por aquí hay secas, otros pueblos nos pedían llevárselo en procesión —dice Leonor Suárez, pobladora de casi setenta años—. Llovía en cuanto san Elías salía al campo. Íbamos a Acelotla, al Cerro de las Ánimas y ni cómo refugiarse del agua. Al santito le poníamos sombrero para protegerlo. Desde que se lo robaron, ya nunca llovió igual.
Esta vez, los judiciales acudieron a San Juan para levantar las huellas digitales que los ladrones dejaron en el bastidor deAdán y Eva. El lazo en el barandal del coro no les dejó dudas sobre el modus operandi.
Los ladrones utilizaron una barda colindante con la capilla para ascender a la cúpula. Desde ahí, subieron a un hueco del campanario. Ya dentro de la capilla de San Juan Bautista, bajaron al coro por una escalera de caracol. Amarraron al barandal del coro un lazo para bajar hasta la nave del templo. El resto fue simple: las imágenes de san Juan estaban al alcance de la mano, en el retablo mayor. Y descolgar el lienzo de Adán y Eva solo les supuso trepar a un altar lateral. Ya abajo lo cortaron de su bastidor.
Por testimonios de los pobladores, la PGR supo que el día elegido para el robo facilitó las cosas a los ladrones. La noche del 5 de julio todo San Juan se había mudado a Zempoala, un kilómetro al oriente. Ahí, la Virgen del Refugio era festejada con poco recato. Inspirados por el grupo Cherokee, no pocos muchachos se entregaron a la fresca mezcla de música y piel morena. La abarrotada pulquería de don Palemón se abasteció espléndidamente de tequila y pulque. Y en la plaza: mariachis, coches locos, castillos, pastes. Si cualquier noche en San Juan era apacible, aquel miércoles los ladrones entraron a la capilla de un pueblo inanimado, habitado por enfermos y viejos, como el sacristán.
Pero la PGR no avanzó en nada más. La averiguación del robo en San Juan durmió en sus archivos. Ni qué decir de la indagación sobre el cuadro de Adán y Eva. El argumento oficial fue que se desconocían las medidas y el aspecto del cuadro, y que sin fotos u otros elementos era imposible iniciar las pesquisas.
En el San Diego Museum of Art de Estados Unidos, la joven curadora Claudia Leos recababa información sobre una rara pintura colonial mexicana de 1728 para incluirla en un catálogo. Hacía año y medio que el museo había adquirido el cuadro. Pese a ser anónimo, su notoriedad le mereció ser parte del recinto al que pertenecían Minotauro acariciando a una mujer dormida, de Picasso; Espectro de la tarde, de Dalí, o Manao Tupapau, de Gauguin.
La colorida composición que Claudia estudiaba en junio de 2002 era peculiar. Arriba se sucedían en un huerto siete escenas del Génesis: desde que Jehová formó al hombre soplándole vida por la nariz, hasta que Eva entregó a Adán el fruto prohibido. En primer plano, el arcángel Miguel los corría del Paraíso a los dos con su espada flamígera. Los seguía una extraña serpiente del pecado original con orejas de perro.
El centro de la pintura era alucinante. La curadora observó que en un lago nadaban colibríes acuáticos, gatos con cola de delfín y peces con cabeza de borrego. A la orilla cabalgaba un unicornio, junto a un león enano y un elefante de un solo ojo. Las escenas, dispuestas en diez planos diferentes, creaban una suerte de El jardín de las delicias, de El Bosco, muy a la mexicana. Ingenuo, creativo y luminoso, e...