Hablemos de Cine. Antología. Volumen 3
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Hablemos de Cine. Antología. Volumen 3

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Hablemos de Cine. Antología. Volumen 3

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Este volumen, de gran amplitud, trata de recoger la participación del mayor número posible de redactores de Hablemos de Cine, incluyendo a los colegas extranjeros que colaboraron con nosotros en la sección Aquí Opinamos, que era la que reunía los comentarios analíticos de los films. Destacamos especialmente al español Miguel Marías y al colombiano Andrés Caicedo, pero hubo otros de diversas procedencias.Sin embargo, la sección Aquí Opinamos estuvo de una manera abrumadoramente mayoritaria a cargo de los redactores locales, a diferencia de aquella que ofrecía estudios sobre la obra de directores internacionales y en la que los colegas extranjeros nos ganaban en conocimiento, pues habían visto más películas de las que aquí se podían ver. Léanse al respecto los magros alcances de nuestros textos sobre Max Ophüls, Jacques Becker o el mismo Ingmar Bergman en los primeros tiempos de la revista que se publicaron en el segundo volumen de la antología. No está de más repetir que lo que conocíamos procedía de lo visto en las pantallas limeñas y en la fidelidad de nuestras memorias. Tiempos prehistóricos para los ojos de las nuevas generaciones.

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1965-1969
La máscara de la muerte roja de Roger Corman
Después de ver esta película no queda ya ninguna duda en cuanto a clasificar a Roger Corman como un director importante. La máscara de la muerte roja nos permite apreciar a un Corman que va superándose progresivamente de sus defectos (convenciones de narración principalmente) y perfeccionándose en las cualidades de su cine. Poco le falta para llegar a la madurez de su estilo.
Roger Corman es el maestro del cine de terror, género para el cual se requiere principalmente imaginación. En este sentido, La máscara de la muerte roja llega realmente a extremos inimaginables: la película es un derroche de fantasía que raya con el delirio, como pocas veces se habrá podido apreciar en película alguna.
Ver La máscara de la muerte roja es deleitarse plano por plano ante la inventiva que demuestra Corman a cada instante. El partido inmenso que saca del decorado. Decorado de estudio y que evidencia un bajo costo material, pero del que Corman ha sabido sacar un partido enorme. Decorados sumamente estilizados que, si bien no tienen el exquisito buen gusto de un Minnelli, son de un barroquismo alucinante, dando a la película una atmósfera casi onírica que recuerda, por momentos, a la Lola Montes, de Max Ophüls. Decorado en el que el color juega un papel primordial, verdadera sinfonía de colores, la cual se complementa con el vestuario y el movimiento de los actores, creando un verdadero ritmo interno en base al color, casi un Minnelli. Decorados que adquieren una dimensión real de profundidad gracias a la acción de la cámara y que Corman ha sabido captar en casi toda su totalidad. No hay duda, Corman es el cineasta por excelencia de la fantasía y la cienciaficción.
Cine donde el tiempo en cuanto a su transcurrir adquiere una dimensión real y concreta. Ya Desiderio Blanco había señalado la presencia del tiempo en el cine de Corman, en su brillante crítica a La invasión secreta. Tiempo concreto que se siente. El tiempo es una de las mayores obsesiones en el cine de Corman, tema fundamental de casi todas sus películas: La pavorosa casa de Usher, La fosa y el péndulo, El entierro prematuro y, sobre todo, La invasión secreta, en la que el gesto de la patrulla de medir el tiempo segundo a segundo con las manos nos hace, como decía Blanco, realmente sensibles al segundo.
El sentido del tiempo en La máscara de la muerte roja es llevado a extremos de paroxismo. Desde la secuencia en que el príncipe Próspero (Vincent Price) señala que el tiempo es lo único que persiste, mientras la cámara realiza un travelling circular imitando el movimiento de las manos del reloj, mostrando los rostros expectantes y atónitos de los nobles que le escuchan. En La máscara de la muerte roja, Corman de nuevo nos hace susceptibles al segundo en aquella otra admirable secuencia en la que Próspero obliga al padre y al enamorado de Jane Asher (la muchacha campesina a la que Próspero fuerza a vivir en el castillo) a que se claven un cuchillo envenenado cuyo efecto es de cinco segundos. Cinco segundos que adquieren realmente una presencia agobiante. ¡Con qué intensidad se sienten estos cinco segundos que siguen a cada tajo! Esta idea del tiempo generalmente va unida a la de la muerte, plano del péndulo que oscila mientras al fondo se ve a Hazel Court (la mujer demonio amiga de Próspero) avanzando hacia su muerte. La música en muchos momentos imita el tic-tac del reloj. Corman, para expresarnos esta presencia del tiempo nada abstracta, no acude a convenciones de montaje, sino al tiempo real que se vive en su transcurrir.
Cine de presencia física, cine que recrea la violencia en su forma más descarnada y cruda. Violencia que surge continuamente, a la vez que sorpresivamente, de la acción. Violencia directa: ataque de los guardias a los campesinos que buscan refugio en el castillo, muerte de Hazel Court destrozada por las aves de rapiña, muerte del corrompido amigo de Próspero quemado vivo en plena fiesta, bofetada que da este a la enana etc., etc. Momentos que, a pesar de su gran crueldad, son de una extraña belleza.
En La máscara de la muerte roja, Corman incluye sencillos homenajes a determinados realizadores que seguramente son los de su preferencia. No hay duda de que en una de las orgías de Próspero se hace una clara alusión a La dolce vita, de Fellini. También por momentos algunas tomas surrealistas del fantástico decorado, nos recuerdan a tomas similares de El año pasado en Mariembad, de Resnais. Evidente es también el sencillo homenaje de Corman a Los pájaros, de Hitchcock, en la muerte de Hazel Court atacada por las aves de rapiña.
Ahora bien, todo ese derroche de fantasía delirante no es gratuito. Comenzando por el alucinante y complejo decorado, que nos da muy bien la medida del que lo habita: el desequilibrado y corrompido príncipe Próspero, La máscara de la muerte roja dice mucho, pero todo lo dice a través de la imagen, sin que la literatura aparezca por ningún lado. Su aparente «mensaje» está totalmente subordinado a la puesta en escena, de ahí que muchos no lo lleguen a captar. La máscara de la muerte roja es una condena al materialismo y al egoísmo personificados por Próspero y sus amigos (¡Qué admirable la secuencia en que Próspero arroja los brillantes y sus amigos se lanzan frenéticos a recogerlos!). Verdaderamente nobleza de dolce vita, de existencia casi animal, «muertos en vida». La palabra jamás podría expresar tampoco el gesto de desconcierto con que Próspero ve cómo el padre de Jane Asher accede a clavarse el cuchillo envenenado para así salvar la vida del enamorado de su hija en contra a las convicciones de Próspero. La máscara de la muerte roja exalta el triunfo del amor, el darse a los demás. Este amor o muerte espiritual, por la que el hombre queda reducido a una condición puramente animal.
Pero, a pesar de toda su belleza y despliegue imaginativo, La máscara de la muerte roja vuelve a incurrir en alguno de los defectos comunes al cine de Corman, convenciones narrativas principalmente. Los barridos y acercamientos de cámara están a la orden del día. Todo está en función del efecto, del impacto, lo cual puede estar por momentos permitido si se tiene en cuenta la tónica del film. Pero otros recursos efectistas si están incluidos de un modo demasiado forzado: la secuencia, por ejemplo, en que los soldados de Próspero disparan sus flechas a los campesinos que piden permiso para entrar al castillo, en la que de un plano general se pasa bruscamente al primer plano para mostrar mejor las flechas clavadas en las gargantas de los campesinos.
Hay, asimismo, dos momentos en los que la película cae en convenciones argumentales, no tan saltantes y decisivas como las de La invasión secreta, y que si bien empañan la obra, no llegan a perjudicarla mucho, como son la huida del enamorado de la muchacha del castillo y su retorno, secuencias innecesarias, simplemente narrativas y que restan uniformidad a la película.
Los actores, como de costumbre, dan perfectamente su presencia física; lástima que Vincent Price esté por momentos «interpretativo», buscando el efecto de las inflexiones de voz o gestos un poco exagerados (como en el carnavalesco final). Pero, de todos modos, aún en este aspecto se nota una mejora en el cine de Corman. Las actuaciones están mejores aquí que en La invasión secreta, película mucho más convencional y con mayor peso literario.
Carlos Rodríguez Larraín
Hablemos de Cine, 1965, 3, pp. 10-14
Becket de Peter Glenville
1. Introducción. Una vez más, al abrir este N° 5 de Hablemos de Cine en la página que indica nuestra opinión en números, serán muchos quienes se rasguen las vestiduras y nos traten de locos. Otros nos acusarán de mantener una «pose», costumbre muy generalizada entre algunos que se autodenominan intelectuales en nuestra patria. Ni unos ni otros están en lo cierto; nuestro afán —primero y ú...

Índice

  1. Introducción
  2. Aquí opinamos
  3. 1965-1969
  4. 1970-1975
  5. 1976-1984