Francisco de Asís y los marginados
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Francisco de Asís y los marginados

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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Francisco de Asís y los marginados

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Información del libro

Es admirable la forma en que Francisco de Asís siente a flor de piel el valor humano y evangélico de la misericordia, del amor personalizado y la preocupación preferencial por el amplio mundo de la marginación. En este libro se profundiza esta vinculación entre Francisco y el mundo de la exclusión social, ofreciendo pistas de actualización de estas claves de presencia evangélica en nuestro mundo actual.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2013
ISBN
9788428825016
1

AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

Cristo, al invitar a sus apóstoles a irse con él, les prometió que los haría pescadores de hombres. Pero es muy posible que, en aquel momento, ellos ni tan siquiera sospecharan que el primer hombre que cada uno estaba llamado a pescar era su propia humanidad.
La promesa de Cristo era, en definitiva, una invitación a encontrar, dentro de uno mismo, la belleza del sentimiento humano y a asumir el proceso del propio crecimiento integral como persona.
Pudiera resultar extraño que, en aquel momento inicial del camino en común, Jesús no les hablara directamente de un encuentro con Dios, o mejor aun, con el Padre.
No era, quizá, el momento oportuno, y por lo demás, resultaba innecesario en la profundidad y globalidad del mensaje redentor.
Creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, cuanto más auténticamente es el hombre él mismo; cuanto más fiel es al propio proyecto humano, a su propia leyenda, con tanta mayor nitidez reproduce la imagen de su Creador, se constituye, en verdad, hijo de Dios, en adorador del Padre en espíritu y verdad, y le da a su Creador –como ser viviente, como persona que ha encontrado sentido gratificante a su existencia– la mayor gloria que el hombre puede tributarle. Desde esta perspectiva, ser testigo de humanidad y ser testigo de divinidad son expresiones equivalentes, pues en la profundidad y pureza del propio sentimiento humano, la persona se encuentra cara a cara con Dios.
No sin intención, el propio Vaticano II afirma sin complejos que Cristo, al tiempo que revela el misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación.
Contemplado así el misterio del Verbo encarnado, la misma transfiguración de Jesús en el Tabor se presenta, no tanto como una teofanía clásica, sino más bien como una especie de antropofanía, pues precisamente a través del esplendor de su humanidad –matizada de luz y sonido–, Cristo manifiesta a sus más íntimos la propia divinidad.
Por lo demás, es posible que haya sido esa prevención, que por lo general se ha dado a descubrir a Dios en la pureza de las propias raíces humanas, la causa principal de que el hombre se haya sentido tentado, a lo largo de la historia, a hacerse un Dios a su propia imagen y semejanza, pervirtiendo así en su raíz, el gran dogma antropológico del Génesis.
Dios era leproso
Francisco de Asís llegó a ser una persona que había logrado superar en sí misma, con pasmosa naturalidad, todo dualismo y esquizofrenia existencial, convirtiéndose en paradigma de esa unidad y armonía vital que no admite separaciones ni distinciones entre ser profundamente humano y espiritual a un tiempo. En él, el itinerario hacia el hermano y hacia Dios se armonizaron y unificaron a la perfección.
Pero lo que Francisco llegó a ser con el tiempo, no fue así desde el principio.
Los inicios mismos de su conversión están entretejidos de toda una serie de acontecimientos que lo hacen aparecer como un ansioso buscador de felicidad. Esta búsqueda –matizada de encantos y desencantos, de logros y fracasos, de momentos de exaltación y de frustración y de momentos gozosos y extravíos– estuvo íntimamente unida a una búsqueda –a veces incluso angustiosa– no solo de su razón de ser, sino también de la razón de su creer.
El momento crucial de inflexión, el punto de no retorno y de definitivo despegue hacia su crecimiento como persona y como cristiano fue su encuentro cara a cara con Dios.
Con todo, Francisco, frente –o si se quiere complementariamente– a otros santos que encontraron al hermano en Dios, encontró definitivamente a Dios en el hermano, en el hombre concreto y, más aun, en el hombre marginado.
En principio, pudiera dar la impresión de que este encontrar a Dios en el hermano –y en particular en el necesitado– no tenía en sí mismo nada de original, hablando en cristiano. De hecho, el evangelio es meridianamente claro al expresar este «dogma» de la presencia de Dios en el hombre concreto: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis y lo que no hicisteis con ellos, también conmigo dejasteis de hacerlo».
No cabe duda de que estas palabras del evangelio las escucharía Francisco más de una vez y especialmente en aquellas catequesis que recibió en la escuelita adjunta a la pequeña iglesia de San Jorge en sus años infantiles. Y no cabe duda tampoco de que el mensaje en ellas contenido lo tenía de alguna manera presente cuando, aun en medio de su desorientación juvenil, se mostraba compasivo con los pobres y era incapaz de negar su ayuda a quien se lo pedía por amor de Dios.
Sin embargo, el paso de aquella verdad aprendida y creída en su mente, a una verdad asumida y vivida en su corazón fue todo un proceso, cuyo momento culminante narra el propio Francisco en ese compendio y síntesis de vida, que dictó como testamento: «Me parecía muy amargo ver leprosos, pero el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo». Confesión esta que Celano completaría así: «Mientras aun permanecía en el siglo, se topó con un leproso y, superándose a sí mismo, se llegó a él y le dio un beso» (1C 17).
A partir de entonces su vida se transformó. Se había encontrado cara a cara con Dios, lo había incluso besado, y en ese momento –tal como le pediría después al Crucifijo de San Damián– se iluminaron las tinieblas de su corazón y creyó, con fe recta, esperanza firme y caridad perfecta, que Dios estaba en toda persona, pero era particularmente pobre, enfermo, desvalido, extraviado, excluido, marginado, leproso.
Francisco, el extraviado
Hasta su encuentro con Dios en el leproso, la vida de Francisco –sobre todo en los años de su adolescencia y primera juventud– había discurrido por derroteros que no eran precisamente los más ejemplares para un cristiano. No había sido lo que la gente suele llamar un chico bueno. Sus padres lo habían educado según los parámetros de la vida cristiana oficial; había asistido a una escuelita parroquial y había hecho, como era típico, la primera comunión, siendo ya un tanto mayorcito.
Pero aquella religión que había aprendido no le había satisfecho. Y como el ser humano es un buscador nato de felicidad y plenitud –y Francisco era, no cabe duda, una persona profundamente despierta, sensible y vitalista–, se puso a buscar frenéticamente –como desesperado– el sentido gratificante y feliz de su ser y existir que, hasta entonces, no había alcanzado. Y se comportó como cimarrón desbocado, como persona profundamente desorientada, como un indudable candidato –se diría hoy– a las drogodependencias.
Buscó la felicidad en el mundo del tener, del aparentar y del placer. Anduvo, como loco, detrás de todo lo que le prometía plenitud. Y, a pesar de ello, cada día su experiencia personal era más sin sentido, triste y pobre. Lejos de alcanzar el éxtasis buscado, experimentaba, con frustración creciente, la sensación de estar cayendo irremediablemente al vacío. Cuanto más buscaba el bienestar y más esperaba encontrar la dicha y el gozo, tanto más sentía después las náuseas de un vértigo vital hacia la nada.
Por afán de novedad y de aventura –más que por convencimiento ideológico, quizá– hizo incluso la guerra. Pero tampoco esta fuerte experiencia satisfizo sus ansias de vida. Una enfermedad, contraída en cautiverio, le hizo entrar dentro de sí mismo, y aunque no se solucionó de momento su problema, le encaminó decisivamente a emprender una nueva y distinta búsqueda. Sabía ya para entonces que ni el dinero, ni los placeres, ni el poder equivalían, por sí mismos, a felicidad y aunque aun no había descubierto dónde se encontraba esta, su interior se iba preparando, de alguna manera, para el día menos esperado en que la felicidad llamase a su puerta.
El maestro de humanidad
Al acercarse al leproso, Francisco no solo encontró a Dios, sino que empezó a encontrarse también a sí mismo como persona; empezó a asumir su propia identidad humana y a responsabilizarse de su propio proceso de crecimiento integral.
Y desde entonces, el Padre y la creación toda constituyeron para él una irrepetible escuela de humanidad. Una escuela, además, en la que Cristo fue el gran maestro.
Cristo le impartió las grandes lecciones que le fueron vitalizando y madurando interiormente. Unas veces, esas lecciones –centradas siempre en el amor– se revestían más expresamente de encarnación, inserción, compr...

Índice

  1. Portadilla
  2. Dedicatoria
  3. Abreviaturas
  4. Introducción
  5. 1. Al encuentro del hombre
  6. 2. El amor, sello de identidad
  7. 3. Testigo de misericordia
  8. 4. Sus preferidos, los marginados
  9. 5. Humanismo en acción
  10. 6. Al servicio de pobres y excluidos
  11. Contenido
  12. Créditos