Los hombres leopardo se están extinguiendo
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Los hombres leopardo se están extinguiendo

  1. 272 páginas
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Los hombres leopardo se están extinguiendo

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El autor ha vivido muchos años en Sierra Leona en medio de conflictos bélicos trabajando en tareas de promoción, en especial entre la infancia que atravesó la amarga experiencia de ser "niños soldado". Pero más que hablar de lo que lo que ya pasó, el libro desgaja lo que están viviendo hoy día los hombres y mujeres de Sierra Leona.Un libro que nos acerca de manera ágil y narrativa a una parte de ese gran continente desconocido para Occidente: Africa

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2013
ISBN
9788428825023
1

VIAJE A UN FIN DEL MUNDO

Llegué a Madina el 24 de marzo de 2003. Me llevó mi superior6, el padre Antonio Guiotto, en su Land Rover blanco. Habíamos salido de Makeni a las nueve de la mañana de aquel lunes caluroso y polvoriento tras celebrar la eucaristía y desayunar.
Después de unos cuarenta y cinco minutos de viaje (en Sierra Leona las distancias no se miden en kilómetros, sino en horas, por el mal estado en que se encuentran las carreteras) paramos en Lunsar a ver el trabajo de reconstrucción que los padres josefinos estaban haciendo en su casa. Esta, al igual que la escuela secundaria y el centro de formación profesional que ellos dirigen, había sido ocupada por los rebeldes del RUF7 durante los años de la guerra, los cuales, al ser desalojados por las fuerzas de paz de la ONU, se llevaron todo lo que pudieron: las planchas de zinc del tejado, las puertas, las ventanas, los lavabos, los platos de ducha… y lo poco que dejaron ellos se lo llevaron los vecinos.
La guerra había terminado oficialmente un año antes, el 12 de enero de 2002, y despacio, a medida que se hacían accesibles las distintas zonas del país, la gente fue regresando a sus aldeas y nosotros con ellos. Así comenzamos el trabajo de reconstrucción de lo poco que había sobrevivido a los once años de conflicto.
El trabajo de los josefinos iba lento, no tenían prisa. En un primer momento se habían centrado en rehabilitar las escuelas, mientras que ellos se hospedaban temporalmente en unas casas pequeñas que antes de la guerra se utilizaban para alojar voluntarios. La reconstrucción de su vivienda era el último eslabón en la vuelta a la normalidad que se quería imponer con la llegada de la paz.
Salimos de Lunsar y llegamos a Rogbere Junction. Allí abandonaríamos la carretera asfaltada que se dirige a Freetown y tomaríamos, a la derecha, la pista de tierra que lleva hasta Kambia, y desde allí a la frontera con Guinea Conakry. Bueno, no se puede decir que la carretera anterior estuviera asfaltada. Lo había estado durante los tiempos de la Colonia, pero en aquel momento solo quedaban algunos restos de alquitrán que hacían más duros los baches. Además, toda la carretera estaba salpicada de antiguas trincheras que habían sido excavadas por los rebeldes para impedir la llegada de las tropas de la ONU. Aunque ya estaban cubiertas de tierra, se añadían a la lista de obstáculos que había que sortear a lo largo del camino. Pero todo eso no parecía preocuparle a mi superior, pues él seguía recto, sin intentar esquivar los baches. Había tantos que hubiera resultado una misión imposible. Mientras tanto yo, con un brazo sacado por la ventanilla, me agarraba al coche lo más fuerte posible, para no verme catapultado a través del parabrisas.
Rogbere Junction es un cruce de caminos donde, años antes de la guerra, el continuo tránsito de viajeros había hecho florecer un gran mercado. Ahora estaba desolado. Se veían casas destruidas por todas partes, paredes agujereadas por la metralla, coches quemados o desguazados en las cunetas. Entre estos se encontraba el que llevó a Miguel Gil Moreno, cámara de la Agencia AP, en su último viaje. El vehículo destruido mostraba el lugar exacto donde le sorprendió una emboscada en mayo de 2000, cuando intentaba conseguir imágenes de los cuerpos de unos cascos azules asesinados por el RUF.
Se veía que algunos habitantes de la zona habían regresado. Bajo los plásticos marcados con las siglas del ACNUR, que les servían de cobijo, asomaban cabezas de niños y niñas o se entreveía a alguna mujer dando de mamar a su bebé. Parecía que nada sucedía en aquel desolado lugar, sin árboles, y donde, al caminar, todavía se pisaban los casquillos de las balas, posiblemente muchas de ellas españolas. Daba rabia ver a esa gente intentando rehacer sus vidas sin apenas recursos.
A partir de Rogbere Junction, el camino era una sucesión de cráteres que nos hacían avanzar a trompicones. Como era estación seca, un polvo rojo lo invadía todo, desde las copas de los árboles que estaban al borde del camino hasta el interior de nuestro Land Rover. Pero no había más remedio que mantener las ventanillas abiertas por el calor. El polvo se metía en la boca y se masticaba, y yo sentía cómo recorría mi espalda arrastrado por las gotas del intenso sudor que mojaba mi cuerpo.
Cada pueblo que encontrábamos a lo largo de la carretera exhibía las mismas estampas que el que apenas acabábamos de dejar atrás. Era una sucesión monótona que nos hacía tener la sensación de no avanzar o de estar continuamente volviendo sobre nuestros pasos. Esta fue una zona de frontera entre distintos grupos durante la guerra y había quedado prácticamente destruida.
En las aldeas que pasábamos destacaban entre las ruinas de las casas las nuevas mezquitas recién construidas o rehabilitadas, con sus colores chillones. Ponían una nota de color en el paisaje ocre y me hacían preguntarme por qué aquellos hombres y mujeres gastaban sus energías en renovar los edificios religiosos antes de poner en pie sus propias casas.
La gente había empezado a regresar a sus aldeas y se la veía sentada en el porche de su casa mirando al vacío, jugando a las damas o bebiendo poyo, el vino de palma. Daba la impresión de que veían pasar la vida sin sentirse protagonistas de ella.
La única actividad que se observaba a lo largo del camino, era la llevada a cabo por algunas mujeres y sus hijos, que cultivaban huertos o transportaban leña o agua sobre sus cabezas. Los menores nos miraban pasar y gritaban en krio8:
–Bangla, gi mi biskit! («¡Bangladesh, dame una galleta!»).
Antes de la guerra, esos mismos niños, al ver pasar a dos blancos en un coche habrían gritado:
–Poto, poto9, ker mi go! («¡Blanco, blanco, llévame contigo!»).
Pero ahora nos llamaban «Bangladesh», confundiéndonos con los cascos azules de la ONU que habían estado desplegados en esa zona hasta hacía poco, un contingente de Bangladesh.
Seguimos avanzando lentamente y al llegar a Bamoi Junction pinchamos.
Intentamos cambiar la rueda. Los tornillos, oxidados por la humedad, estaban pegados a sus tuercas y no se querían mover. Llamamos a un par de niños, de los muchos que se habían congregado a observar lo que hacíamos, para que saltasen sobre la llave. De esa manera conseguimos que los tornillos empezasen a girar. Hacía calor y estábamos completamente cubiertos por el polvo rojo y el sudor.
Apetecía beber algo fresco, a ser posible una cerveza Star (que se fabrica en Sierra Leona y es mi favorita). En otro tiempo no hubiera sido difícil encontrar allí un bar que ofreciera comida y bebida. Antes de la guerra, Bamoi Junction fue un mercado muy grande al que acudía gente de muchas partes, incluso de Guinea, a vender y comprar. Ahora estaba prácticamente desierto y no se observaba ninguna actividad comercial. Apenas había casas en el pueblo, pero sí algunos plásticos con las siglas del ACNUR, como siempre, que servían de protección a las pocas familias que habían empezado a regresar en busca de sus hogares.
Cuando, tras muchos esfuerzos, terminamos de cambiar la rueda pinchada, parecía que todos los niños y niñas del pueblo, además de algún adulto, con sus barrigas abultadas y sus enormes ojos, se habían concentrado alrededor del coche y nos miraban. Al arrancar, los menores echaron a correr detrás del vehículo gritando lo que ya se había convertido en una especie de letanía:
–Bangla, gi mi biskit!
Mi superior se enojó y gritó:
–Wi noto Bangla, wi na fada! («¡No somos Bangladesh, somos padres10!»).
Pero no sirvió de nada, los niños siguieron gritando su estribillo mientras corrían detrás de nosotros y el polvo rojo los cubría de la cabeza a los pies. ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Dedicatoria
  3. Nota
  4. Mapa
  5. Introducción
  6. 1. Viaje a un fin del mundo
  7. 2. Obedece y calla
  8. 3. No es bueno olvidar
  9. 4. En busca del paraíso
  10. 5. Revoluciones
  11. 6. Nada es fácil
  12. 7. Solo dan problemas
  13. 8. Maldición de madre
  14. 9. Los Samura y el katingras
  15. 10. El último hombre leopardo
  16. 11. Los mangos llegan tarde este año
  17. Glosario
  18. Agradecimientos
  19. Sobre el autor
  20. Notas
  21. Contenido
  22. Créditos