Creo en la Iglesia
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Creo en la Iglesia

  1. 184 páginas
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Creo en la Iglesia

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Las reflexiones contenidas en estas páginas son el resultado de los esfuerzos del autor por mantener, a la vez, firme y viva la confesión de su adhesión a la Iglesia, como parte integrante de su fe y su vida cristiana, y ofrecer pistas para dotarle de significatividad en la sociedad actual. Por eso, a la confesión de la fe en la Iglesia, en su caso puesta a prueba en alguna ocasión, pero gracias a Dios -dice él- nunca desmentida, se añaden después reflexiones que aclaran la naturaleza de la pertenencia a la Iglesia y algunas de las formas que puede revestir en las actuales circunstancias. La intención es mostrar a la vez la adhesión cordial a ella que esa pertenencia requiere y el margen de libertad, atención a los propios criterios cuidadosamente formados y la necesidad de discernimiento que, en determinados casos, esa adhesión puede exigir, precisamente para preservar la fidelidad al Evangelio, norma suprema para la Iglesia, sus instituciones y su funcionamiento.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2016
ISBN
9788428829373
1

CREO EN LA IGLESIA 1

Por razones muy diferentes y desde las más variadas actitudes y opciones ante la vida, los cristianos encontramos actualmente especiales dificultades para integrar en nuestra confesión de fe el «creo en la Iglesia». Como Franz Schubert en los credos de sus misas, son muchos los cristianos que hoy día van amputando insensiblemente esta frase de su confesión de fe. Para muchos no cristianos, este elemento del credo cristiano constituye una de las razones que más frecuentemente dan y se dan a sí mismos de su imposibilidad de adherirse al cristianismo. Tal vez siempre haya sido así. En versión popular siempre ha habido personas dispuestas a creer en Dios, pero no a «creer en los curas».
Dificultades para creer en la Iglesia
Comprendo perfectamente estas dificultades de cristianos y no cristianos. La Iglesia ha arrastrado durante siglos y sigue presentando en la actualidad muchos aspectos que la hacen indigna de esa adhesión incondicional que constituye el acto de fe. ¿Creer en la Iglesia, que durante siglos ha desempeñado el papel de institución represiva de libertades? ¿Creer en la Iglesia, que a lo largo de toda la época moderna se ha opuesto casi sistemáticamente de manera oscurantista a los avances de la ciencia? ¿Creer en la Iglesia, que, al menos en los últimos siglos, se ha alineado casi siempre en contra de las fuerzas progresivas de la historia?
La Iglesia, con sus costumbres convertidas en leyes, con sus rutinas transformadas en tradiciones, con esa torpeza histórica que parece inmovilizarla y hacerle mirar con recelo todo lo que cambia; la Iglesia, llena de sedimentos y de lastres de todos los siglos, pesa enormemente sobre la conciencia de muchos de sus miembros y aparece, para los que la miran desde fuera, como una realidad no precisamente eterna, sino anacrónica.
La Iglesia, además, duele y escandaliza por su escasa sensibilidad hacia los valores nuevos, por su vejez y, en algunos momentos, su tristeza; pero sobre todo por sus flagrantes infidelidades al Evangelio, su gusto por el poder, su apego a las riquezas, su escasa sensibilidad hacia lo verdaderamente religioso. Creer en la «santa Iglesia católica» desde esta situación puede parecer una ironía.
Y, sin embargo, tengo que confesar que no sabría decir seriamente «creo» sin creer en la Iglesia. Las mismas dificultades que experimento para decirlo me introducen en el sentido más hondo de lo que quiero decir. Ellas me permiten percibir con claridad, en primer lugar, la diferencia que separa, a pesar de la semejanza gramatical, el «creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» de la primera parte del Símbolo y el «creer en la Iglesia». Propiamente hablando, no puedo creer, no puedo tener fe más que en Dios, porque solo en él puedo tenerla plenamente. Creer a alguien es una forma débil de confianza. Creer una cosa, tenerla por cierta o verdadera, es creencia más que fe, y solo puede llamarse «creer» análogamente.
¿Cómo se entiende, y sobre todo cómo se vive, la fe del «creo en la Iglesia»? Las dificultades bien reales de las que hemos partido muestran con toda claridad que la Iglesia no puede ser objeto de una confianza incondicional. Puesta en otra realidad que Dios, una confianza así está necesariamente condenada a la decepción. Pero, al decirlo, no me reduzco a tener por verdadera la proposición de que la Iglesia sea santa y católica. La Iglesia no es tan solo un artículo, una verdad de fe. «Creo en la Iglesia» significa que mi adhesión incondicional a Dios tiene lugar en el seno de la Iglesia; que la eclesialidad es una dimensión de ese acto de suprema confianza; es decir, que creo eclesialmente en el Dios de Jesucristo. La fe en la Iglesia expresa, pues, la necesidad de vivir en plural, en comunión con otros, el acto humanamente supremo de la fe. La fe que no puede ser más que teologal en su principio como en su término es, de forma igualmente esencial, eclesial en el modo de su ejercicio. «Llevando y sosteniendo mi fe personal está la fe de la Iglesia […] Es la Iglesia como comunidad la que cree primero en el Señor; y con ella y en ella soy arrastrado a decir personalmente: “Yo creo”». Por eso los antiguos afirmaban: «Ipsacredit Mater Ecclesia: es la misma Madre Iglesia la que cree» (H. de Lubac).
Creer en Dios eclesialmente
El acto de fe –soy bien consciente de ello– no es un acto que proceda de mi iniciativa. Yo puedo no creer, pero, cuando creo, tengo conciencia de responder a una llamada que precede mi a respuesta y la suscita. Creer cristianamente significa reconocer esta iniciativa históricamente presente en la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. En su pasión y muerte, Dios hace suyo misericordiosamente el dolor humano y la muerte del hombre. En su resurrección, Dios abre la historia humana a la esperanza, le da sentido y la dota de un valor definitivo. El Dios cristiano, que se ha hecho presente en la historia, que en Jesús ha adquirido una presencia y un cuerpo histórico, solo es accesible históricamente. Sin la corriente viva de los testigos de Jesucristo y de su resurrección no llegaría hasta mí el anuncio del designio salvífico escondido desde la eternidad en Dios, la buena nueva de su revelación en la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
No puedo creer en Dios más que eclesialmente, porque eclesialmente se me ha hecho presente ese Dios encarnado, historificado en Jesús. La dimensión eclesial de mi existencia y de mi fe cristiana no es tan solo el resultado de la expresión de esa fe en la condición comunitaria propia del hombre. La Iglesia no es tan solo la congregación que resulta del hecho de que los creyentes seamos una colectividad numerosa. Antes de ser congregación congregada, la Iglesia es congregante de sus miembros, porque la llamada a la fe no es la inspiración individual, aislada, sino la llamada proclamadora, convocante, que congrega en torno a ese anuncio a todos los que le prestamos la respuesta de nuestra adhesión. Así pues, la dimensión eclesial de mi fe se deriva del carácter descendente, gratuito, del cristianismo. Pero el realismo histórico que caracteriza al cristianismo hace que esta dimensión eclesial comporte una historia concreta, lugar efectivo para el hombre histórico de la llamada de la fe en Jesucristo a lo largo de la historia humana. Por eso, aun conociendo las infidelidades de la Iglesia en sus diferentes épocas, no puedo prescindir de ninguna de ellas y establecer una relación inmediata con los orígenes. Por eso, sin perder capacidad de crítica para los fallos históricos de la Iglesia, miro con veneración y respeto a todos los cristianos de la historia que han permitido que resonase hasta ahora para mí la Palabra que Dios me ha querido dirigir a través de Jesucristo.
La dimensión eclesial de la fe tiene otros aspectos. La encarnación se consuma en la resurrección. En ella se revela un hombre nuevo, primicia de la nueva humanidad, de un nuevo pueblo de Dios, de una nueva creación. Por eso la experiencia pascual no es tan solo la constatación de un hecho real, sino que comporta la donación del Espíritu, que introduce al creyente en la nueva humanidad renacida de la resurrección. Yo no puedo confesar que Jesús es el Señor, que ha sido resucitado por Dios, si no es en comunión con su Espíritu, creador de la nueva humanidad, y agregado, por tanto, a ella.
Así pues, la fe es esencialmente eclesial, porque crea en los que la vivimos una solidaridad de origen, de destino e incluso de vida. Todos interpretamos nuestra vida a partir de un designio amoroso, es decir, nos atrevemos a llamar a Dios creador y Padre nuestro; la orientamos con esperanza hacia el futuro de una vida plena, eterna y feliz, porque reconocemos a Jesucristo como nuestro salvador; la vivimos en la solidaridad unánime de quienes se saben en comunión con el mismo Espíritu.
Las falsificaciones de la eclesialidad de la fe
Pero todo lo anterior parece, en el mejor de los casos, piadoso deseo cuando no camuflaje «místico» de una realidad bien distinta. ¿Qué queda de la unidad en el Espíritu en una Iglesia atravesada por las divisiones de ideologías, culturas y clases? ¿Qué queda de la santidad en una Iglesia mundanizada, dominada por criterios alejados del Evangelio? ¿Por qué en lugar de la solidaridad, la esperanza, el gozo, que parecen los rasgos de la nueva humanidad, la congregación de los creyentes aparece tantas veces como una sociedad cansada, triste, atemorizada?
De nuevo tropezamos con las dificultades que hacen prácticamente imposible el reconocimiento en la comunidad de los creyentes de los rasgos de la Iglesia. Desde esta constatación se explica la tendencia de no pocos cristianos al exilio voluntario, a la marginación de la Iglesia visible, a la indiferencia hacia ella e incluso a la lucha contra ella. Sin llegar a estos extremos, son muchos los creyentes que, incapaces de una identificación total e ingenua con una Iglesia a la que cada vez creen más distante del proyecto de Jesús, toman sus distancias frente a ella, denuncian incansablemente sus errores, se erigen en jueces implacables de sus faltas, aun cuando conserven, no se sabe muy bien si por condescendencia o por necesidad, una relación con ella de «pertenencia crítica o parcial.
Debo confesar que la realización efectiva de la eclesialidad de mi fe se ve sometida en la actualidad a todas esas tentaciones. Pero debo añadir que las considero verdaderas y peligrosas tentaciones, y que me veo en la necesidad de superarlas para realizar rectamente, ortodoxamente, mi fe.
Por otra parte, creo que existen otros peligros para la realización de la eclesialidad que no siempre han sido vistos y denunciados como tales, y que tal vez expliquen, en parte, la gravedad y la extensión de los que acabamos de denunciar.
A veces, por ejemplo, se ha confundido el sentido de pertenencia a la Iglesia con el espíritu de cuerpo. Sus rasgos peculiares son bien conocidos. Se orienta, sobre todo, a la defensa de los i...

Índice

  1. Portadilla
  2. Prólogo
  3. 1. Creo en la Iglesia
  4. 2. La pertenencia a la Iglesia. Consideraciones sobre su ejercicio
  5. 3. Pertenencias parciales a la Iglesia
  6. 4. Por una presencia significativa de la Iglesia en el mundo actual
  7. 5. La sal y la luz: dos dimensiones de la presencia de las comunidades cristianas en la sociedad
  8. 6. Fidelidad al Vaticano II en el siglo XXI
  9. 7. La recepción del Concilio en España
  10. 8. El papa Francisco: una sorpresa y una esperanza
  11. Contenido
  12. Créditos
  13. Notas