Cristo resucitado es nuestra esperanza
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Cristo resucitado es nuestra esperanza

José Antonio Pagola Elorza

  1. 216 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Cristo resucitado es nuestra esperanza

José Antonio Pagola Elorza

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Información del libro

Después de una obra dedicada a Recuperar el proyecto de Jesús y una segunda titulada Anunciar hoy a Dios como buena noticia, José Antonio Pagola aborda un tema decisivo: Cristo resucitado es nuestra esperanza, orientado directamente a reavivar el aliento de las comunidades cristianas y a despertar la esperanza, con frecuencia bastante adormecida. Ha sido el encuentro con Jesús resucitado y su presencia viva en las primeras comunidades lo que hizo posible de nuevo el seguimiento. Es el Resucitado quien llama de nuevo a sus discípulos, restaura la relación con ellos y define el camino que han de seguir. La posibilidad de seguir a Jesús vivo a través dela historia empieza en realidad a partir de la resurrección de Jesús. Nosotros seguimos hoy a Jesús guiados, sostenidos, y alentados, por el Espíritu del Resucitado, que habita en nuestros corazones y actúa en nuestras comunidades.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2016
ISBN
9788428830676
1

LA HORA DE LA VERDAD

1. La falta de vigor espiritual
La Iglesia no posee hoy el vigor espiritual que necesita para cumplir adecuadamente su misión enfrentándose a los retos del momento actual. Sin duda son muchos los factores y las causas, tanto dentro como fuera de ella, que pueden explicar esta mediocridad espiritual como fenómeno bastante generalizado en nuestras parroquias y comunidades cristianas, pero tal vez la raíz principal esté en la ausencia de contacto vital con Jesucristo que se puede observar en los diversos sectores de la Iglesia.
Muchos cristianos viven correctamente su religión dentro de la gran institución eclesial, cumpliendo fielmente sus obligaciones aprendidas desde la infancia, nutridos por la tradición doctrinal y moral recibida, pero sin conocer la fuerza que se encierra en Jesús, el Cristo, cuando es vivido y seguido por sus discípulos desde un contacto íntimo y vital. De ordinario no son muchas las comunidades cristianas que conocen las posibilidades que se encierran en el seguimiento a Jesús y en el contacto vivo con el Resucitado. No sospechamos la transformación que se produciría hoy mismo en ellas si la persona viva de Jesús y su Evangelio ocuparan el centro real de su vida.
Jesús no es conocido, no es amado, no es sentido ni seguido como lo fue por sus primeros seguidores. A veces ni siquiera los responsables de las Iglesias diocesanas y de las comunidades cristianas conocen su vida y su proyecto en su originalidad fundamental. Muchos simplemente lo confiesan y adoran como Dios desde una percepción doctrinal de su misterio, algo fundamental y necesario, sin duda, pero también insuficiente en estos momentos. De hecho, ese Jesús no seduce ni atrae. No tiene fuerza para convertirnos en sus seguidores.
Probablemente, esta ausencia de un contacto más vital con Jesucristo sea el mayor obstáculo para impulsar la renovación a la que el papa Francisco nos está llamando. Es significativo que, al invitarnos a iniciar «una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría de Jesucristo», lo primero que nos dice Francisco es esto: «Invito a cada cristiano, en cualquier situación en que se encuentre, a renovar su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por él, de intentarlo cada día sin descanso» (EG 3).
a) Cristianos de creencias
No pocos cristianos se adhieren sin fisuras a la visión cristológica que les ofrece la Iglesia, pero no se sienten atraídos a buscar un conocimiento interior de Jesús más concreto, más vivo y más fiel a la memoria que nos ha quedado de él. Escuchan con atención a los predicadores, pero no se interesan por conocer mejor el proyecto del reino de Dios inaugurado y promovido por Jesús: no entra en el horizonte de su experiencia religiosa colaborar hoy en ese proyecto inspirándonos en su Evangelio. Por otra parte, alimentan su fe en la práctica habitual de los sacramentos, pero con frecuencia no viven alentados por la presencia viva de Cristo resucitado en sus corazones.
Para tomar conciencia más clara de esta situación, que nos puede pasar inadvertida, algunos hablan de que la tragedia de nuestra Iglesia contemporánea es su «debilidad espiritual», al estar formada sobre todo por «cristianos de creencias» 1. Señalo algunos hechos más significativos.
No es una exageración afirmar que no pocos cristianos viven espontáneamente lo que de ordinario se llama «religión». Encuentran en la Iglesia, en sus doctrinas y en sus ritos, el clima sagrado que todas las religiones cultivan para alimentar las necesidades religiosas de sus miembros. Ven en Jesús a Dios, imaginado y vivido según un universo mental configurado por la tradición doctrinal que han recibido, pero que, con frecuencia, queda lejos de aquel Jesús con el que convivieron los primeros discípulos y con el que se encontraron lleno de vida después de su resurrección. Es cierto que se repite una y otra vez el nombre de Jesús, pero no es para conocerlo mejor ni para hacerlo presente de manera más real, viva y concreta en medio de la comunidad cristiana, sino tan solo para tenerlo como base y presupuesto de un cristianismo convencional que lo configura prácticamente todo desde lo establecido.
De hecho, la relación que mantienen estos cristianos con Jesucristo es, sobre todo, consecuencia de una doctrina aprendida y no fruto de un encuentro vivo con su persona. No brota del amor a alguien concreto a quien se descubre cada vez con más hondura y pasión, penetrando espiritualmente en el recuerdo dejado por él en sus primeros seguidores; ni nace tampoco de la experiencia interior del Resucitado que alienta a la comunidad. La idea que se hacen estos cristianos de la presencia y la acción de Cristo en sus vidas va unida a la doctrina de la gracia y a la recepción de los sacramentos. Es una presencia pensada más que vivida; una doctrina más que una experiencia mística. Jesucristo tiene en bastantes de ellos el poder de una «idea-fuerza» que resume todo el cristianismo, tal como ha llegado hasta nosotros, pero no es el Maestro amado y el Profeta querido al que seguían los primeros discípulos ni el Cristo resucitado que inundaba de paz, alegría y aliento a las primeras comunidades.
Practicada así, la religión cristiana no suscita «discípulos» que viven aprendiendo de su Maestro y Señor Jesús, sino solo adeptos a una religión; no genera «seguidores» que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen fielmente lo establecido; no conduce a interiorizar las actitudes esenciales de Jesús para seguir su trayectoria de fidelidad al Padre, sino que lleva a observar fielmente las obligaciones religiosas. Es cierto que se continúa hablando de «seguir el ejemplo de Jesús», de «imitarlo» y de «pedir su ayuda», pero lo importante y decisivo no es vivir en Cristo, nuestro Maestro y Señor, reproduciendo su vida y actualizando su proyecto. La insistencia en la adhesión doctrinal, las llamadas al orden moral y la exhortación a la práctica religiosa han ido ocupando a lo largo de los años prácticamente todo el espacio vital de los cristianos 2. Condicionados a vivir así su fe, son bastantes los cristianos que se entregan con generosidad admirable a cumplir sus obligaciones, esforzándose por hacerlo cada vez de manera más perfecta. Corren, sin embargo, el riesgo de no conocer nunca la experiencia más originaria, gozosa y transformadora que es el encuentro con Jesús, el Cristo.
b) Mediocridad espiritual
Todo lo que venimos diciendo favorece el desarrollo de la mediocridad espiritual como fenómeno generalizado en la Iglesia de nuestros días. Esta mediocridad no se debe solo a la debilidad o la negligencia de individuos o sectores concretos (obispos, pastores, teólogos, catequistas, familias…). Es, sobre todo, fruto de un clima general que estamos creando entre todos por una forma empobrecida de entender y de vivir nuestra adhesión a Jesucristo.
Con frecuencia, nuestro trabajo pastoral se desarrolla de tal forma que tiende a estructurar la fe de los cristianos no desde la experiencia del encuentro personal con Jesús, el Hijo querido de Dios encarnado entre nosotros, sino desde la aceptación de unas creencias, la docilidad a unas pautas de comportamiento y el cumplimiento fiel de una liturgia sacramental. Pero solo con esto no se despierta hoy en nuestras comunidades la adhesión mística a Jesucristo ni la vinculación propia de los discípulos y seguidores.
Esta falta de vinculación personal favorece un estilo de comunidad cristiana marcada por diferentes servicios y actividades, pero donde Jesucristo está como ausente. Predicamos cosas sobre él, le damos culto en nuestras celebraciones, pero no logramos vivir «con los ojos fijos en Jesús, el que inicia y consuma nuestra fe» (Hebreos 12,2).
Es difícil evitar la sensación de que en nuestro modo de entender y de vivir hoy la fe cristiana se oculta una grave deficiencia. Una infidelidad de contornos poco precisos que no es fácil decir exactamente en qué consiste, pero que está ahí, en la raíz de casi todo, impidiendo un seguimiento más fiel a Jesús. Lo que nosotros vivimos hoy no es la experiencia de salvación que vivieron los primeros que se encontraron con Jesús y que más tarde quedaron sacudidos por la presencia transformadora del Resucitado. Entre nosotros falta unión mística con Cristo. Faltan seguidores de Jesús, faltan testigos del Resucitado.
2. La necesidad de un cambio decisivo
A pesar de este enfriamiento del contacto vital con Jesucristo, la Iglesia le ha permanecido fiel en lo esencial y ha sido capaz de reencontrarlo de nuevo gracias a que siempre ha habido cristianos –hombres y mujeres– que se han encontrado con él, lo han acogido en su corazón, lo han reconocido como su único Maestro y Señor, lo han seguido con pasión y han contribuido a ponerlo en el lugar central que siempre ha de tener en la Iglesia y en las comunidades cristianas.
Como de los primeros discípulos, también de estos se puede decir que son «testigos» de Jesús que, llenos de su Espíritu, hacen «nacer» a la Iglesia como Cuerpo vivo de Cristo, que ha de ser recreado en cada época para cumplir fielmente su misión. Esto es lo que hoy necesitamos: «cristianos de creencias» que se conviertan en «discípulos»; testigos de Jesús que introduzcan en la Iglesia su Espíritu; seguidores fieles que contribuyan con su vida y su palabra a despertar la conversión de la Iglesia a Jesucristo.
a) La hora de la verdad
A nuestro cristianismo le está llegando la hora de la verdad. O dejamos de ser simplemente adeptos de una religión y nos convertimos en seguidores de Jesucristo o nuestro cristianismo corre el riesgo de desaparecer. Para ser cristianos se requerirá en el futuro una experiencia cada vez más viva de Cristo y una identificación cada vez más convencida con su proyecto. Algo que, por decirlo así, no parecía tan necesario en la llamada «so...

Índice

  1. Portadilla
  2. Presentación
  3. 1. La hora de la verdad
  4. 2. Encontrarnos con el Resucitado
  5. 3. Cristo es nuestra esperanza
  6. 4. La eucaristía, experiencia de amor y de justicia
  7. 5. Orar con el Espíritu del Señor
  8. 6. Fidelidad al Espíritu en tiempos de renovación
  9. 7. Esperar nuestra resurrección
  10. Notas
  11. Contenido
  12. Créditos