1. El porqué de la vida moral
El ser humano es un ser libre, racional y social. Las personas no nacemos acabadas sino por hacer. La libertad de los seres humanos consiste en que no estamos determinados a dar una respuesta única a los problemas que se nos presentan, sino abiertos a crear inteligentemente un mundo de posibilidades y a elegir de entre ellas la que consideramos mejor. Cierto que se trata de una libertad situada, con dos fuentes de claros límites (la propia biología y el medio tanto físico como cultural), pero libertad al fin: ni nuestra corporalidad ni el medio con el que interactuamos permanentemente determinan en términos absolutos el desarrollo de nuestra existencia, solo lo condicionan, pero el ser humano es en buena medida lo que elige ser. Seremos más libres cuanto mejor conozcamos nuestra propia realidad y el mundo que nos rodea y más dispuestos estemos a idear posibilidades y a elegir sin presiones la que consideremos preferible.
Porque puede elegir entre diferentes alternativas y porque vive en sociedad, el ser humano es responsable de sus actos, es decir, tiene que justificar, tiene que dar respuesta de sus acciones, tiene que asumir las consecuencias de sus actos (sean positivas o negativas, contara con ellas o no, le gusten ole disgusten). El término responsabilidad forma parte del bagaje moral común; todos somos morales por cuanto podemos y debemos responder de nuestros actos ante los demás y ante nuestra propia conciencia, también desde una perspectiva de trascendencia ante el Otro, es decir, ante Dios. Cuanto mayor es el poder del que disponemos, esto es, cuanta mayor relevancia tengan nuestras acciones en la vida de los demás, mayor grado de responsabilidad tienen. Y porque hay conductas que llenan de plenitud al ser humano y al grupo del que este forma parte (esto es, hay acciones que contribuyen a la autorrealización del sujeto en plenitud y al desarrollo armónico de la sociedad) y hay actuaciones que provocan justamente los efectos contrarios, lo razonable es que el individuo y el grupo social reflexionen acerca de qué acciones resulta adecuado realizar y promover. A esta tarea dedica sus esfuerzos la ética: un saber que nos orienta para actuar racionalmente en el conjunto de nuestra vida, consiguiendo sacar de ella lo más posible, para lo cual necesitamos saber ordenar inteligentemente las metas que perseguimos y arbitrar los medios oportunos para alcanzar dichos fines.
En todas las comunidades humanas existen conductas que son preferidas, aceptadas y alabadas, y también existen formas de vida que son rechazadas y vituperadas porque se entiende que no promueven la convivencia, el bien de las personas y de la comunidad. Discernir cuáles son unas y otras no es tarea fácil porque la perspectivas desde donde se juzgan las cosas y los acontecimientos no es siempre –ni mucho menos– la misma; por tanto, al lado de la universalidad de la experiencia moral y de la necesidad de la reflexión moral, es preciso reconocer el pluralismo de los códigos éticos: existe la moral islámica, la católica, la budista, la marxista, la liberal, etc. Por esa razón, la humildad a la hora de valorar el propio punto de vista es tan importante, porque de lo contrario caeremos fácilmente en la tentación del integrismo y el fundamentalismo. La verdad es algo tan importante, es de una riqueza tan profunda, insondable e inagotable que nadie ni ningún grupo por sí solo es capaz de aprehenderla y abarcarla en su totalidad y de una vez para siempre. Tampoco es lluvia caída del cielo. Los hombres han desarrollado desde siempre una afanosa búsqueda de unos principios morales de carácter racional y universal ante los que someter a juicio sus acciones y que sirviesen de faro en el intrincado y proceloso mar de la vida. Las personas orientamos nuestra vida por valores: para conocer nuestra identidad personal y la de una sociedad es fundamental saber qué valores son los preferidos, porque ellos configuran nuestro modo de ser y de actuar. Y esto hay que realizarlo no tanto fijándonos en los discursos cuanto en los hechos.
Digámoslo con claridad, las normas son imprescindibles para la autorrealización personal y para convivir en sociedad. Esos principios, aunque con pretensión de validez permanente, sufren inevitablemente los rigores de la historicidad y de la contingencia que afecta a todo lo humano. Es este un hecho que a veces olvidamos, sobre todo cuando el fariseísmo o la miopía nos llevan a reducir la moral a la observancia externa de unas cuantas normas: este reduccionismo resulta a todas luces inaceptable, entre otras razones, porque la vida va planteando al ser humano interrogantes morales antaño desconocidos. Tampoco podemos olvidar que los prejuicios, el cálculo egoísta, el afán de poder y de notoriedad social, el ansia de revancha y los intereses partidistas también intervienen en mayor o menor medida en las elecciones que se hacen, de manera muy particular en las regulaciones jurídicas que se establecen, tal y como los últimos meses nos vienen mostrando en nuestro país: los ciudadanos observan con creciente estupor que las leyes que han visto nacer ayer, hoy mueren o cambian drásticamente de sentido por una simple decisión de los gobernantes de turno o que la fuerza de esas leyes queda confinada dentro de unas determinadas fronteras nacionales, siendo así que se supone regulan cuestiones que afectan a toda la humanidad. Esta constatación, como tendremos ocasión de ver, resulta crucial para entender la aparición de la bioética y su sentido como nueva disciplina.
Como vemos, al tratar de moral topamos de inmediato con un hecho innegable: la diversidad de contenidos morales en el tiempo, en el espacio y entre las generaciones de un mismo lugar. ¿Significa esto que no podemos hacer ninguna afirmación que pretenda universalidad, porque todas dependen de la cultura en que nos encontremos, del grupo al que pertenecemos e incluso del tipo de persona que somos? La historia y el pensamiento moderno nos han enseñado que muchas cosas no son lo que parecen. Por eso van evolucionando las ideas y los modelos con los que nos enfrentamos con la realidad. A veces esa evolución no resulta pacífica por las inercias y los dogmatismos que llevan a mantener el modelo tradicional a toda costa (resulta ya tópico aludir a la disputa entre geocentristas y heliocentristas); por los miedos e inseguridades que todo cambio comporta, agrandados lógicamente cuanto mayor sea dicho cambio o cuanto más fundamentales sean los aspectos afectados; también, cómo no, por la insuficiencia de los datos que se barajan, la suma complejidad de los mismos o la ambigüedad en su lectura. Esto ha llevado a postular el subjetivismo y el relativismo como corrientes de pensamiento, también dentro de la ética.
El subjetivismo moral afirma que en cuestiones morales cada persona opina como quiere y todas las opiniones tienen el mismo valor, de manera que es imposible argumentar sobre ellas y llegar a unas conclusiones generales y universalmente válidas, salvo por pura coincidencia coyuntural de intereses. Por su parte, el relativismo moral mantiene que la valoración ética depende completamente de cada cultura o de cada grupo social y solo tiene significado y vigencia dentro de su contexto particular, con lo que las consecuencias a las que llegamos son las mismas que en la corriente anterior. En ambas posturas se hace fuerte lo que ha dado en llamarse «no cognitivismo», esto es, la idea de que a los juicios morales no les corresponde nada objetivo ni pueden, por consiguiente, considerarse verdaderos o falsos; el lenguaje ético no representa una actividad racional, tan solo expresa opiniones, sentimientos y deseos. Esta manera de pensar se ha visto muy beneficiada por el prestigio de que goza en la actualidad el ideal de la tolerancia aunque, puestos a ser subjetivistas y relativistas, uno se pregunta por qué tengo que ser tolerante y respetar los derechos de los demás. Y es que al juzgar bueno o malo un determinado comportamiento no lo investimos de una cualidad que él no poseyera con anterioridad a nuestro juicio sino que solo reconocemos que ese comportamiento posee esa característica y esto es de esta manera con independencia de que nosotros lo juzguemos así o no, lo que vale tanto para el juicio individual como el colectivo.
El relativismo y el subjetivismo son insostenibles porque existen unos rasgos morales comunes a todas las culturas y porque la vida misma exige universalidad e intersubjetividad para las convicciones morales básicas sobre las que se sustenta la vida humana. Podemos afirmar sin ruborizarnos que la ética no es un discurso descriptivo sino normativo, que debe partir del sentido común, ser realista y resultar atractivo, si no quiere quedarse en un simple discurso moralizante, teórico e ineficaz, que no conduce a ninguna parte (o sí, justamente a aquella que se trataba evitar, ¡paradojas de la vida!). Una cosa es describir hechos y otra hacer valoraciones. La ética no trata del ser sino del deber ser, es decir, de lo que podría llegar a ser nuestro mundo si los seres humanos rigiéramos nuestras vidas a partir de unos principios justos. Pero con fundamento en los hechos. La realidad, considerada en sí misma, tiene aspectos positivos y aspectos negativos, elementos que contribuyen a realzar la dignidad humana y la convivencia entre los diferentes seres, y elementos que van justamente en la dirección contraria. No todo vale. Hay situaciones y conductas que no se pueden contemplar fríamente sin incurrir en frivolidad o cinismo. Y la pura arbitrariedad condena a la Humanidad al más craso desatino. La ética se interesa por encontrar la conducta inteligente para la consecución de un determinado fin que el agente considera como valioso en sí mismo, no solo para él sino para cualquier otra persona que pueda estar en sus mismas circunstancias. La realidad puede cambiar, las instituciones pueden transformarse, la acción profesional puede desempeñarse de otro modo. Quien discurre éticamente no cree en la fatalidad de la historia ni en el peso insoportable de la realidad. La ética se refiere a lo ideal, a lo mejor, a lo que puede ser, aunque solo sea a partir de pequeñas parcelas de la vida individual, social, política, educativa, asistencial. La fe en la libertad y la esperanza de que las cosas pueden ser de otra manera son, al fin y al cabo, el punto de partida de toda ética.
La moral no crea los valores ni los principios éticos, lo mismo que la física o la química no crean sus leyes, sino que tan solo los descubren, los desvelan, los ponen al descubierto para que todos podamos conocerlos y utilizarlos. Y lo mismo que no todos los seres humanos conocen y saben utilizar las leyes y los principios físicos, por ejemplo, tampoco todos conocen y utilizan los valores y los principios éticos. Pero la sociedad no crea los valores y los principios éticos sino que estos tienen entidad propia, con independencia de que los hombres y mujeres los pongamos en práctica o no. La ética es reflexión crítica, saber racional. La moral cumple dos funciones propias: crítica y orientación, discernimiento en último término. El carácter histórico y limitado del ser humano, y por tanto de todo lo humano, también afecta al mundo de la moral. Tanto el individuo como la comunidad social van aprendiendo a lo largo del tiempo, con el esquema subyacente a todo aprendizaje: hacer, equivocarse y corregir. Las personas y los individuos no solo aprenden técnicamente sino también moralmente. Pero esta afirmación no quiere decir que no sea mucho lo que ya hemos aprendido como Humanidad, a pesar de que en ocasiones confluyan otros intereses y aparentemente mostremos justamente todo lo contrario.
Una persona puede, como ser racional, quedar convencida de una verdad, y, sin embargo, decidir actuar en sentido contrario a esa verdad. El ansia de comer, el amor a la bebida, el deseo sexual, la venganza, los fundamentalismos religiosos o políticos, el ánimo de lucro, la cobardía o la simple pereza, entre otras razones, llevan a los seres humanos a cometer actos de cuyas fatales consecuencias para los intereses generales de la sociedad están plenamente convencidos, incluso en el momento mismo en que los cometen. Suprímanse esos intereses y no vacilarán ni un solo instante en denunciar estos actos. O algo todavía mucho más sencillo, pídanles su opinión sobre este mismo comportamiento en otra persona y serán los primeros en reprobarlo y denunciarlo. Pero cuando se trata de uno mismo, considerando todas las circunstancias de su situación y teniendo en cuenta sus intereses y deseos, la decisión es distinta al puro convencimiento intelectual. Los motivos que nos mueven a la hora de tomar decisiones son de muy diversa índole: el ser humano no es ni un ángel ni un demonio, como tampoco es sola razón o sola emoción sino la integración más o menos equilibrada de esos ingredientes. Esto mismo debe llevarnos a modificar nuestros esquemas pedagógicos y centrarlos no tanto –que también– en el aprendizaje de conceptos como en ir generando hábitos y entrenar en la toma de decisiones. Se trata de saber razonar, es decir, poder dar razón de por qué uno actúa de una concreta manera y poder comprender también –aunque no los comparta– los argumentos de quiene...